Escena primera: en el Fedón, Platón nos cuenta cómo Sócrates bebe con entereza la cicuta, dando así cumplimiento a la —injusta— sentencia que se dictó en su contra. Sócrates es un individuo que ejerce su libertad inalienable y, a un tiempo, un ciudadano que en aras del bien común asume voluntariamente su deber para con la polis. En la Apología, el condenado a muerte se explica: «Si pensáis que debería avergonzarme de un comportamiento que pone en peligro mi vida, os contestaré que un hombre digno de serlo solamente tiene en cuenta que esté bien o mal lo que esté haciendo y no los efectos que puedan depararle».

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Escena segunda: «Ahora empieza el tiempo de la política; el tiempo de los jueces ha terminado». Con esta frase, rimbombante y chulesca, despachó hace semanas Jaume Asens uno de los tres poderes del Estado, para más señas, el más honorable y digno de confianza con el que contamos (con todos sus defectos, como ha sabido ver Natalia Velilla). Por si se nos había olvidado, el señor Asens ya no es un manifestante más del 15M, ni un mero independentista agazapado en las filas de En Comú Podem, sino nada menos que diputado y su portavoz en el Congreso. Es él quien nos anuncia, sin tapujos, que los políticos han de estar por encima de las leyes; y que querer que todo el mundo se someta al imperio de la ley es cosa de vengativos (dixit Warren, digo Pedro, Sánchez).

Quienes pretenden humillar a dos de cada tres españoles haciéndolos comulgar con la infame rueda de molino de los indultos han de saber que se adentran en un infierno, que crearemos para ellos en cuanto decidan franquear esa puerta

Es una ironía terrible que quienes dijeron llegar a la política para acabar con «la casta» aspiren ahora a hacer de la clase política al completo una nueva estirpe de intocables. Menos irónico, por esperado, es que quienes dicen tener la igualdad por bandera nos recuerden una vez más aquello que Orwell subrayó en Rebelión en la granja: que en los regímenes socialistas todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros. Entre broma pesada y broma pesada, asistimos al desmantelamiento pieza a pieza de nuestra democracia, rodeados de Esaús innobles que venden la primogenitura —nuestras libertades— por un plato de lentejas.

Pongámonos chestertonianos; desenvainemos la espada para decir que el pasto es verde. La democracia es lo más cercano a un ideal de convivencia que los seres humanos hemos sido capaces de realizar. Sus principales instrumentos son un diálogo desprejuiciado y tan universal como sea posible, la extensión máxima de la educación entre los ciudadanos y la ley como institución por encima de la cual no está nadie. Entre sus éxitos figura una probada capacidad para controlar el fanatismo y el crimen; más que un sistema político, es una forma de compartir el espacio público, caracterizada por la aceptación de un destino común y la sujeción a unas reglas para la resolución pacífica de los conflictos. No es la democracia, como algunos desaprensivos creen, un mero inventario de derechos, sino que conlleva igualmente importantes obligaciones. La ciudadanía democrática hay que ganársela; ejercerla es estar dispuesto a pagar un precio, que no se reduce a depositar una papeleta en una urna de cuando en cuando y a cumplir religiosamente con nuestras obligaciones fiscales.

Dicho esto, se entenderá que sin poder judicial y sin división de poderes y sin gente dispuesta a someterse a las leyes no hay democracia, sino dictadura, explícita o encubierta, y «justicia de antorchas y hordas populares», como la ha llamado Velilla. Y que ningún sentimiento, nacionalista o de otra clase, está por encima de nuestras instituciones. Las leyes son la justicia objetiva y la sustancia del verdadero poder (kratos) del pueblo (demos). Poner la democracia por delante de las leyes, como los independentistas sugieren (aunque ni ellos mismos se lo crean: solo aplica a las que les estorban), es como decir que estar sano es más importante que alimentarse. De ahí que Sócrates eligiera beber la cicuta: porque para librarse de la muerte tendría que haber despreciado las normas que estructuran la polis, y sin leyes no hay justicia, no hay libertad y al hombre justo y libre no le merece la pena seguir viviendo.

Esta idea está recogida en el discurso que J. F. Kennedy pronunció el 30 de septiembre de 1962 para justificar las intervenciones policiales ante las revueltas en la Universidad de Mississippi contra las leyes que acababan con la segregación racial.

Los ciudadanos son libres de estar en desacuerdo con la ley, pero no de desobedecerla. Si este país llegara al punto en que cualquier hombre o grupo de hombres, por la fuerza o la amenaza de la fuerza, pudiera desafiar el mandato de los tribunales y de la Constitución, ninguna ley estaría fuera de duda, ningún juez estaría seguro en su mandato, ningún ciudadano estaría a salvo de sus vecinos.

Al fondo del actual furor indultante se adivina un error de partida en la concepción misma de la libertad, un desvarío posmoderno, para más señas —y en la posmodernidad andan metidas, hasta las trancas, cierta izquierda y casi todo el nacionalismo de nuestro siglo—, un error que consiste en afirmar que no hay más libertad que la negativa, esto es, que ser libre se reduce a que nadie te ponga trabas. Por el contrario, existe otra libertad, la positiva —como poco, igual de importante—, que conlleva ser responsable de los propios actos, asumiendo sus consecuencias, una libertad que habitualmente pasan por alto los pusilánimes. Y es que las normas, lo saben las personas sensatas, no solo limitan, sino que también habilitan. Esto, que opera a nivel individual, cuenta todavía más en lo colectivo, y así Cicerón, en su defensa de Cluentius, afirmaba: «Legum servi sumus ut liberi esse possimus»; ser esclavos de las leyes es lo que nos permite ser libres.

Por todo lo dicho, y a pesar de lo mucho que ya se ha abusado de ella, justo aquí, me parece, es donde debe plantarse la ciudadanía. «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate», se lee a la entrada del infierno que concibió Dante; quienes pretenden humillar a dos de cada tres españoles haciéndolos comulgar con la infame rueda de molino de los indultos (para quienes los aceptan con displicencia y prometen repetir, a la menor ocasión, sus desmanes) han de saber que se adentran en un infierno, que crearemos para ellos en cuanto decidan franquear esa puerta. Lo crearemos de formas múltiples, contundentes y perfectamente democráticas, y lo haremos para defender nuestra polis, como hicimos cuando el terror quiso acogotarnos (no está de más recordar que Asens pedía hace unos meses «abrazar a Bildu»). Volveremos a hacerlo si se traspasa ese límite, porque los ciudadanos cabales, a diferencia de ciertos políticos, sí que concebimos líneas rojas.

Basta comparar a Sócrates con Iván Redondo, que hace no mucho manifestaba ufano que se tiraría por un barranco por su amado líder, para reconocer la diferencia que hay entre un ciudadano y un esclavo; entre la moral democrática y la moral de lacayo. Por lo demás, se agradece que el director del Gabinete de la Presidencia del Gobierno —ahí es nada— deje bien a las claras, por si alguien albergaba alguna duda, cómo hay que interpretar sus decisiones: como actos de devoción personal, y solo subsidiariamente como defensas de los intereses de España. En el charco de esta involución moral y política chapoteamos, pero, por supuesto, saldremos. En esta ocasión, como en otras, la ley, bastión de las sociedades libres, será nuestro último recurso para hacer prevalecer la cordura; a su imperio nos encomendamos.

Escena tercera (y última): El nuevo presidente de la Generalitat, el señor Aragonés, vuelve a prometer que forzará las puertas de la ley mientras trabaja «por la felicidad de todos». Quien pretende que en breve sea su homólogo, el presidente Sánchez, se desdice por enésima vez y justifica su desprecio a jueces y tribunales apelando a la «concordia» y esa cosa tan romántica del «reencuentro». Entre tanto, la vicepresidenta Calvo defiende la medida de marras con el fin de «sacar a Cataluña de su bucle melancólico». Y yo me acuerdo de algo que, en su premiado ensayo Lugares fuera de sitio, escribe Sergio del Molino: «La cursilería es el estado inicial del fanatismo».


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David Cerdá García
Soy economista y doctor en filosofía. He trabajado en dirección de empresas más de veinte años y me dedico en la actualidad a la consultoría, las conferencias y la docencia en escuelas de negocio como miembro del equipo Strategyco. También escribo y traduzco. Como autor he publicado ocho libros, entre ellos Ética para valientes (2022); el último es Filosofía andante (2023). He traducido unos cuarenta títulos, incluyendo obras de Shakespeare, Rilke, Furedi, Deneen, Tocqueville, Guardini, Stevenson, Ahmari, Lewis y MacIntyre. Más información en www.dcerda.com