Dos vicios repelen al hombre desde que Petrarca en su Secretum elevara la verdad humana a la voz de los primeros poetas: querer coronarse Dios y hacer divinas todas las cosas mundanas. Si bien el mundo antiguo ha reconocido en el eco del destino la posibilidad fútil de ver cumplida la primera, el socialismo ha exigido a la fortuna que las cosas se avengan a la segunda. El mismo Karl Marx anhela la recreación del paraíso en la tierra cuando en momentos avanzados de su apuesta comunista el hombre pueda liberarse de la necesidad en un ejercicio lúdico de “por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar al ganado (…)”. Toda una declaración de intenciones para el que ve reconciliada la labor de la divinidad con el más humano de los impulsos por disolver la pasión trinitaria (proletarios, burgueses y monarcas). Mas, moldear las leyes divinas al antojo de la voluntad introduce en el corazón del hombre un sentimiento de extrañeza que le lleva con error a equiparar los hábitos de la materia con los propios del espíritu.

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Al confundir las leyes del suelo con las del cielo, el hombre socialista consigue zafarse de la responsabilidad, único apremio de nuestro encaje en la tierra, y lo suplanta por la culpa. De este modo, su conciencia se ve rebajada ante la responsabilidad por lo que está mal en el mundo mientras que en silencio su corazón se llena de culpa. No ve nacer en su interior la llamada a la acción por la pobreza que florece a su alrededor, mientras que una culpa engrandecida por su pavor a la acción devora su ánimo. Al subvertir el orden de las cosas reviste de una corteza religiosa la lógica de la economía y así, en tono apocalíptico ve primar en forma de sentencia los males del mundo moderno. La desigualdad de la que nuestro colega solo halla culpa la encuentra redimida sin necesidad de verla amedrentada. Pontifica haciendo uso de los instrumentos económicos, y así riega con papel-moneda todos los males que acierta a denunciar. Favorecido por su buena conciencia se ejercita en un consumismo feroz sin verse sobrecogido por las contradicciones abiertas en el capitalismo. Para ello el moderno socialista abraza fielmente el sentimiento, instancia que usa Dios para sus revelaciones, y hace de su cabeza corazón. Aparta de su vista las leyes de lo económico y las sustituye por la de algún Atrida bondadoso que reconduzca la perversión del mercado hacia el armonioso canto que infunden los sones de la tierra prometida. Y así, al pensar como siente destrona el poder conferido a los cielos para hacerlo gravitar sobre las más mundanas de las empresas. Mas, ¿cuál sea ese dulce aroma que el socialista hace bajar de lo más alto sino el que por derecho viene dado por la incondicionalidad?

El derecho precede al hecho, y lo endereza; reza la máxima socialista. El hombre, suspendido de la necesidad, ya no tiene que trabajar para comer; hace del derecho su necesidad

Pongamos el concepto sobre la mesa de operaciones y extraigamos, apoyados por la razón, aquellos atributos que lo ligan a su divina condición. Observaremos, por un lado, que lo incondicional tiene su canto de fe en lo universal pues en ella no se observan límites a su influencia. Lo incondicional apela a una misma causa para cada cosa. Bajémoslo, por un momento, del mundo ideal ¿qué cosa queda de lo universal sino la idea de la igualdad civil con la que todos nos hacemos semejantes (ante los ojos de Dios)? A fin de cuentas, el aprecio del hombre por la igualdad, aquello por lo que les es querida, enlaza con la impresión de que debe durar para siempre. Su permanencia en los corazones se acrecienta a la vez que la incertidumbre se desata en sus vidas (el capitalismo que vive de la libertad alimenta el deseo de igualdad entre los hombres). Ese gusto por lo inalterable domina su ánimo y le recuerda la añorada serenidad con la que son regidos los cielos.

En un segundo momento lo incondicional despunta en una ausencia total de discriminación. Si todo es igual a todo nada puede verse aupado frente a nada. La igualdad radical que reina en el Edén, donde ni tan siquiera la vergüenza se atreve a transgredir, aterriza en el reino de los humanos a través de lo gratuito. Lo gratuito logra quebrantar las leyes del intercambio (necesidad mutua) para imponer la lógica de la donación de la que el mismo Dios se sirvió para dar origen a todas las cosas. Y entonces, descendiendo hasta el mundo de lo político se hace viva en la forma de derecho social. El derecho precede al hecho, y lo endereza; reza la máxima socialista. El hombre, suspendido de la necesidad, ya no tiene que trabajar para comer; hace del derecho su necesidad. Asistido frente a la penuria impone ingenuamente sobre ella la condición que le otorga el régimen de derechos. Igualdad y derechos sociales dan cierre a la incondicionalidad donde nuestro amigo socialista ha hecho encajar en la tierra el deseo más divino.

Sin embargo, la historia nos demuestra que atrapar para nosotros aquellas leyes reservadas a los dioses solo confirma un infierno en la tierra. Lo universal termina quebrado en “mi universal” y los todos se consumen en los míos. Ya nos decía el bueno de Adam Smith que la pérdida del más insignificantes de nuestros dedos desvelaría nuestro sueño y quebrantaría nuestro ánimo; cosa improbable si la tragedia hallara su desgracia en una hambruna en la China, por ejemplo. Nuestra afección por las cosas humanas se ve aprisionada ante la facultad para sentirnos reconocidos en el dolor de los demás. Anhelar lo contrario no cambia los efectos de nuestra actuación e insistir contra esta sana regla por medio de tales pequeñeces, es estar loco con cordura como diría Terencio. En el hombre, la corrupción (moral) enseña a las buenas intenciones el arte de satisfacerse. Y así lo que apostaba ser un refinamiento de las costumbres donde ninguna cabeza despuntara sobre la otra, termina siendo un hermoso chalé de un convencido comunista español.

Por otro lado, advertimos que lo gratuito que es norma en el cielo, es el precio más alto en la tierra. El hombre no puede deshacerse de la influencia que ejerce la donación sobre su voluntad pues nada en ella restituye el libre compromiso entre las partes. Liberado del precio, nuestro amigo socialista se condena a un agresivo mercadeo de voluntades. Una donación solo se devuelve con otra donación. A él queda fijada (en deuda) la independencia del contrayente, de la que nunca más se verá restituida. Queriendo nuestro amigo emancipar al hombre de las leyes económicas solo consigue, por obra de un desconocimiento desmedido de la naturaleza humana, someterlo a las leyes de la servidumbre ¡Fue la moneda la que nos liberó del garrote y no al revés! Y así, tentado por hacer del corazón fuente de raciocinio acerca mucho más que aleja los vicios de los que ansía por verse aliviado. Su resentimiento obra en favorecer por medio de un velado desprecio a su persona aquello mismo que en él sirve al desprecio.

***Antonini de Jiménez, Doctor en Ciencias Económicas.

Foto: Kirill Sharkovski.


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