Los seres humanos tenemos una fuerte tendencia a creer que cuanto ocurre puede ser comprendido. Tal es la esencia de la manera en que, según el gran físico Erwin Schrödinger, los primeros filósofos griegos nos enseñaron a pensar en la realidad de cuanto existe. De hecho, todos vivimos, queramos o no, dentro de una determinada idea acerca de cómo es el mundo y sucede que, como de manera milagrosa, un tanto por ciento muy elevado de cuanto ocurre nos confirma que estamos en lo cierto. En consecuencia, incluso si somos capaces de manejar la idea de que hay infinidad de cosas que escapan a nuestra comprensión, tendemos a tener opinión sobre todo y, en el mejor de los casos, aprendemos a tomarla con cautela y a estar dispuestos a abandonarla si algo nos dice que no estábamos en lo cierto.

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La historia del Brexit debiera ser ejemplar al respecto. La mayoría de los observadores tienen una explicación a mano y tienden a repetirla como si la repetición de algo fuese un argumento poderoso acerca de su verdad, persuadidos de que la retórica machacante suele lograr que el mono recite el catecismo. Para muchos, el Brexit ha sido un error gigantesco de los británicos que parecen no haberse enterado de que el mundo ya no es como era cuando un muchachito de Chelsea podía acabar siendo ministro en la India.

Otros, un tanto más precavidos, se inclinan a pensar que, aunque el Reino Unido haya hecho un pésimo negocio con el Brexit, habrá que esperar a ver en qué paran las cosas: dicho de otro modo, puede que los británicos lleven unos cuantos siglos cometiendo errores, pero no parece haberles ido muy mal. Más o menos en esta línea algunos creen ver en el Brexit la continuidad de una larga actitud británica frente al continente (desde los Reyes Católicos hasta Napoleón, como mínimo) que ha buscado combatir cualquier atisbo de hegemonía europea para preservar su fortaleza.

A este lado del Atlántico se ha impuesto una forma de vivir que considera normal, incluso deseable, que el Estado intervenga de manera constante y creciente en la vida de los ciudadanos

Un último grupo, bastante escaso pero ilustre, estima que el Brexit representa un saludable impulso en defensa de lo que no tiene que morir, la libertad y la soberanía nacional, por ejemplo, frente al agobiante acoso de la burocracia de Bruselas, un intervencionismo delirante y paralizador que ha solido amparar formas taimadas de defender los intereses de franceses o alemanes.

Me gustaría llamar la atención sobre algo que a veces se olvida. En el Reino Unido existe una cultura política muy distinta a la que se ha hecho dominante en el continente, y en este subcontinente que conocemos como España, de forma que las diferencias de fondo entre esas dos culturas distintas están en la base del éxito final del Brexit. En eso los británicos están más cerca de una forma de gobierno más liberal y menos sofocante que también forma parte, de algún modo, del american way of life.

A este lado del Atlántico se ha impuesto, sin embargo, una forma de vivir que considera normal, incluso deseable, que el Estado intervenga de manera constante y creciente en la vida de los ciudadanos y por eso, como ha escrito Javier Benegas en un tweet, no tenemos en Europa ni un Tesla ni un Amazon ni un Google, y estamos a punto de tener una especie de gigantesco plan quinquenal para ser más verdes que nadie, y que no pagaremos a nuestro gusto sino queramos o no. Julián Marías decía, cito de memoria, que el Estado es una institución que tiende a interponerse en cualesquiera relaciones entre dos ciudadanos, y ese tipo de Estado no goza de la misma buena fama en el continente que al otro lado del Canal de la Mancha.

Ese es unos de los factores de fondo, me parece a mí, que permiten entender el Brexit, una iniciativa que tiendo a considerar como una mezcla de buenas razones y malos sentimientos. Claro es que la mezcla de razones y sentimientos, que es la esencia de la contienda política, produce efectos extraños y que nunca se sabe si es mejor tener buenos sentimientos y malas razones que su contrario. Y no se sabe porque, aunque la política tienda a juzgarse en el presente, sus verdaderos efectos son puro futuro, y, además, porque la época en la que vivimos está caracterizada, más que ninguna otra del pasado, por la infinita abundancia de palabras que, de manera habitual, se emplean para encubrir aquello que creemos y deseamos con razones que no suelen ser lo bastante sólidas como para convencer a cualquiera.

El lector pensará, sin duda, que lo ideal es poseer buenos sentimientos y buenas razones, ¡qué duda cabe!, pero el hecho es que nuestro mundo ha abandonado, hace ya muchos años, a la verdad y la bondad como elementos esenciales del mobiliario moral. Es comprensible que eso haya sucedido, y que hasta las más burdas mentiras, como las de Johnson, las de Trump, las de Torra o las de Sánchez, para no ir más lejos, hayan dejado, en realidad, de considerarse un baldón, incluso se ha descubierto que pueden ganar elecciones. Arendt cita una notable frase de Georges Clemenceau cuando le preguntaron cuál creía que pudiera ser la opinión de los historiadores del futuro sobre la I Guerra Mundial, a lo que respondió que esperaba que no dijesen que empezó debido a que los belgas invadieron Alemania, pero cabe dudar de que incluso un criterio tan laxo de comprensión veraz continúe teniendo relevancia práctica.

El Brexit ha sucedido, o está a punto de culminarse. Algunos hablan ya de un futuro Spexit (no se olvide que los ingleses siempre han sido muy admirados e imitados en el barrio de Salamanca) y no cuesta trabajo reconocer que cualquier cosa podría acabar sucediendo, pero, mientras tanto, no estaría de más que hiciésemos un esfuerzo de comprensión de la realidad política capaz de ir un poco más allá de los argumentarios al uso y los editoriales de ocasión, para entender, al menos, que la política consiste en tomar decisiones, y que buena parte del esfuerzo de quienes quieren tomarlas por nosotros se dirigen a incrementar la confusión, a consolidar toda una batería de prejuicios interesados que nos impidan elegir con libertad, algo que, por el momento, han decidido no hacer una parte sustancial de los ciudadanos británicos que no se han dejado intimidar por las amenazas, aunque tal vez no hayan podido ser fríos y serenos al valorar una situación tan enrevesada. Solo lo sabrán con alguna certeza las próximas generaciones.

Foto: Mediamodifier


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web