Una forma burda, pero no por ello estúpida, de resumir el interés del pensamiento económico en los últimos tres siglos puede resumirse en cuatro pasos: admiración ante la riqueza, descubrimiento del consumidor, preocupación por la pobreza y estudio de la felicidad.

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Que Adam Smith se planteara la riqueza de las naciones como una cuestión que debía explicarse tiene todo el sentido: es lo extraordinario lo que crea interés y curiosidad por parte del científico. Y la ley de hierro de la humanidad ha sido siempre la pobreza. La “revolución marginal” colocó al consumidor en el centro del sistema económico. Su comportamiento ordena la producción, se descubrió en las décadas a caballo entre el XIX y el XX.

Una visión es que tiene que ser otra cosa lo que cause la infelicidad, porque lo que realmente está pasando es que es la infelicidad la que está causando (que haya) menos matrimonios

La prosperidad alcanzó a los países occidentales, que experimentaron lo que no se había visto nunca: una clase media abrumadoramente mayoritaria. Y entonces, lo que se consideraba la normalidad empezó a verse como un problema que debía explicarse por sí mismo. ¿Cómo es posible que haya pobreza? Si hemos enviado a un hombre a la luna, ¿por qué no hemos erradicado ese mal?

Por algún motivo, que no logro entender, se ha puesto de moda entre los economistas y otros científicos sociales la cuestión de la felicidad. Quizás porque hemos ido subiendo por la pirámide de Maslow, y cerca de la cúspide nuestra mirada es aún más alta.

Hablar de felicidad no tiene nada de particular. Querer someterla a la estricta etiqueta de la ciencia, con sus telas hechas con datos y patrones larga y trabajosamente elaborados por las escuelas de pensamiento, es otra historia. La felicidad es un hecho individual y subjetivo. Es fugaz y huidizo. El protagonista de cada felicidad sólo ve sus contornos desde el retrovisor. Estar rodeado de ella, como en medio de una nube, no permite apreciar su tamaño o su contorno. Por todo ello, sus manifestaciones externas no son siempre observables, ni sus signos son inequívocos. Así las cosas, ¿cómo se va a medir la felicidad?

Pues se hace. Se mide la felicidad por medio de encuestas. Si es una realidad subjetiva, preguntemos a los sujetos cómo se sienten, y tabulemos las respuestas. Así le daremos una apariencia de observación objetiva. Es como querer detener la aurora boreal para observarla mejor. Pero nos conformamos con eso, o con eso se conforman los estudiosos del tema.

Así, año a año, se van recogiendo los datos sobre la felicidad humana. Y esto permite a miles de estudiosos con dominio de las técnicas estadísticas plantear sus hipótesis y buscar correlaciones. Una vez establecidas, dan saltos al vacío, al plantear relaciones de causa y efecto. Entran en un terreno peligroso, en el que es más fácil deslizarte por una sima que dar un paso en firme.

Uno de esos estudios es el que ha realizado Sam Peltzman. Observa (es un decir) la felicidad en los Estados Unidos, donde toda medición imaginable lleva décadas realizándose, en los últimos cincuenta años. O, por ser más preciso, de 1972 a 2018. El gráfico sigue una reconfortante línea, más horizontal que recta, hasta los últimos años del siglo XX. Entonces, la curva mira hacia abajo, en una tendencia que sólo se ha detenido en la segunda década del XXI, para mantenerse en la nueva cota, más baja. Ahora somos menos felices.

Peltzman utiliza todo el apero estadístico aprendido en la Universidad de Chicago, y comienza a relacionar la felicidad con otros aspectos del comportamiento humano. ¿Con qué se relaciona este descenso en la felicidad estadounidense? Uno de los factores descuella sobre los demás: el matrimonio.

Antes de que nos acordemos de todos los chistes al respecto, tengamos en cuenta que la relación es directa; que ambos factores se mueven en el mismo sentido. Y ha caído la práctica del matrimonio de un modo que se acerca mucho al comportamiento de la felicidad.

Una explicación posible es que el matrimonio cierra puertas y ventanas a la felicidad de la casa, aunque sea de forma imperfecta. Pero también cabe la explicación contraria. Lo reconoce el propio Peltzman en una entrevista que le ha concedido a Brooke Fox, editora de la publicación ProMarket, del Centro Stigler de Estudios de la Economía y del Estado, de la Universidad de Chicago. Dice el investigador: “El artículo muestra eso como un asunto aritmético; los dos (felicidad y matrimonio) se han movido juntos. Pero los datos no muestran qué está causando qué”. Y precisa más adelante: “Una visión es que tiene que ser otra cosa lo que cause la infelicidad, porque lo que realmente está pasando es que es la infelicidad la que está causando (que haya) menos matrimonios”.

Y es cierto que es arriesgado plantear hipótesis o incluso darle mucha relevancia a estos datos. Porque hay que recordar que medible e importante son dos palabras distintas por algún motivo. Y que, en realidad, lo más importante se escapa a la medida, y lo que podemos medir muchas veces no es tan relevante. Y que hay mucha realidad sobre la que actuamos o que nos influye, que se escapa a nuestra manía cuantitativa.

Peltzman, no obstante, cree que, en la mayoría de los casos, el matrimonio está en el lado del caballo y la felicidad en el de la carreta. Hay motivos para ello, nos dice, y cita a un profesor de aquélla universidad, Gary Becker, quien llevó la metodología del análisis microeconómico neoclásico al ámbito de la familia.

Le cita antes de compartir estas ideas: “de modo que podría ser la especialización: tú haces esto, y yo hago lo otro. No es necesario que tú hagas la casa y que yo sea quien traiga la renta. Es que esto lo haces mejor tú y esto lo hago mejor yo. El apoyo mutuo, la menor soledad… ese tipo de cosas”. Y no es fácil echar abajo esas razones.

No es la primera vez que escribo sobre la felicidad en Disidentia. En un artículo recogía las conclusiones de un informe, que eran claras: “En la felicidad y la satisfacción con la vida, en la salud física y mental, en la posesión de un sentido último de la vida, en el carácter y la virtud, en las relaciones sociales y familiares y en la estabilidad material y financiera, en todos esos aspectos de lo que podemos llamar el bienestar o la felicidad, los entrevistados han dado mejores respuestas según es mayor su edad”.

Otro artículo se valía de varias fuentes que relacionaban la felicidad con el barrio ideológico de la persona. Y resulta que la felicidad no está repartida de forma equitativa. Citaba a W. Bradford Wilcox, que es sociólogo y director del Proyecto Nacional sobre el Matrimonio de la Universidad de Virginia, diciendo: “Es más probable que los conservadores tengan la sensación de que hay un orden en su vida, y el compromiso con el orden también les da a las personas un sentido de propósito”. Por otro lado, los conservadores se casan más y tienen más hijos. Otra esquina del círculo, si me permiten el absurdo.

Foto: Hisu lee.

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