Suele decirse que vivimos en una época que no presta atención a otra cosa que deseos y derechos, un momento presidido por un espíritu opuesto a cualquier aristocracia y que siente cierta debilidad por lo plebeyo. Supongo que habrá de todo y parece obvio que esa clase de actitudes morales está inspirada en la decepción, en comprobar que quienes debieran ser ejemplares y presumen de ello son con frecuencia mentirosos, cobardes y aprovechados.

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Una manifestación muy típica de esa actitud consiste en lo que de manera corriente se llama el argumento de “y tú más” que trata siempre, a veces con razón, sin duda, en ver cinismo e hipocresía en el dedo acusador como la mejor manera de ejercer la apología de uno mismo. En el plano político la polarización es hija de que se generalicen esas actitudes, que nadie haga nada para que todo deje de consistir en arrojar piedras sobre el tejado ajeno, sin caer en la cuenta de que eso supone renunciar a la política y optar por la guerra, repudiar la convivencia y preferir la derrota ajena por encima de cualquier otro bien.

Cuando los poderes consiguen que los sistemas de control de la arbitrariedad y del despotismo se desactiven, solo el honor de algunos valientes podría darnos un mínimo de esperanza. Es poco probable que suceda, porque los españoles nos hemos acostumbrado a ser gobernados desde “la lucecita del Pardo”, que ahora está en la Moncloa

Las nociones de honor y deber debieran ejercer en la moral convencional, en el menosprecio al otro, un cierto efecto disipador del malestar que sirviese para poder mirar un poco por encima del horizonte de disputas. El deber no puede reducirse nunca a gritar con los demás, que es el ideal vigente en el infierno orwelliano, y el honor no debiera convertirse en algo puramente defensivo, como hoy se entiende, como un derecho más, el que tenemos a que no se hable mal de nosotros.

El honor es la obligación que asumimos ante nuestra propia conciencia de actuar conforme a un ideal irrenunciable. No se trata de ningún derecho a quedar bien o a tener buena imagen, es, por el contrario, una exigencia que nadie podría imponernos si no anidase en nuestro espíritu, como decía Calderón, es patrimonio del alma, nunca del postureo o el disimulo. Por supuesto que el honor puede simularse y que la literatura satírica ha dado numerosos ejemplos del ridículo en que incurre quien emplea el honor como un ardid defensivo, como una negativa a que nadie lo enjuicie.

Hay situaciones en las que el honor es indispensable porque no hay ninguna clase de control social que pueda imponer límites a quien ejerce un cierto poder y solo su honor nos garantiza que hará lo que debiera hacer y no lo que más pudiera convenirle o le viniese en gana. Esto pasa con los funcionarios, con los jueces, con los profesores, con todos aquellos oficios a los que nadie puede controlar porque están hechos para controlarnos. El otro día un amigo me ponía el ejemplo de los militares: si alguien hace alguna fechoría, se puede llamar a la policía, y si la policía se convirtiese a la delincuencia, se podría llamar a los militares, pero nadie tiene una fuerza superior a los militares para imponerse a sus posibles desmanes, y de ahí que su honor personal sea la única garantía de que cumplirán con el deber.

No es muy distinto lo que pasa con los políticos y, en especial, con los representantes electos que, aunque no sean soberanos, son quienes nos representan a todos, quienes ejercen nuestra soberanía en la práctica. Como en el ejemplo de los militares, no hay nadie por encima de ellos: pueden hacer leyes, subir impuestos, etc. porque, en cierto modo, nada les está vedado. Precisamente por eso constituiría una gravísima amenaza para todos los ciudadanos que los representantes populares ignorasen lo que es el honor, hiciesen como si no hubiese ningún deber capaz de poner coto a su poderosa voluntad.

Me parece que el creciente desprestigio de la política viene de que la representación se ejerce de manera poco edificante. Es un clásico recordar la nula ejemplaridad que tiene el hecho de que los diputados se otorguen ventajas que se niega a los demás, como ha sucedido más de una vez a la hora de computar su derecho a una pensión, por ejemplo. Pero, por encima de unas y otras actuaciones no demasiado gloriosas, lo que desconcierta a muchos es que los diputados y senadores se hayan convertido en un dechado de sumisión, en personas que no parecen tener ni criterio ni capacidad de iniciativa porque siempre se someten a las órdenes de sus jefes.

El peor efecto que tiene la sumisión de los diputados a sus líderes, el olvido de su obligación de representarnos de forma tal que sus actuaciones redunden en beneficio de todos, es que la función que los parlamentos tienen de control de la acción de gobierno desaparece por completo. Los parlamentarios del partido del gobierno lo defienden, aunque diga tonterías y cometa cualquier desmán, mientras que la oposición ataca sin cuartel y se opone a cualquier posible beneficio si quien lo propone es el partido rival. De este modo se reduce el parlamento a una caricatura, una especie rutinaria de batalla en la que siempre se conoce el final porque nadie se sale de su fila, todos actúan como si fuesen muñecos de un guiñol.

Los españoles estamos pagando un precio muy alto por esta reducción de la conciencia política a la pura militancia. Nadie parece tener otro deber que el de obediencia ni otro honor que el de cumplir con el mandato de su jefe de filas. Llevamos meses sin un gobierno efectivo y el parlamento no hace nada, está a la espera de órdenes. La presidenta que tendría que convocar fecha para un pleno de investidura está esperando la orden de su jefe para fijarla: el mundo al revés.

Cuando los poderes consiguen que los sistemas de control de la arbitrariedad y del despotismo se desactiven, solo el honor de algunos valientes podría darnos un mínimo de esperanza. Es poco probable que suceda, porque los españoles nos hemos acostumbrado a ser gobernados desde “la lucecita del Pardo”, que ahora está en la Moncloa con una sucursal jibarizada en Génova, y nos escandaliza la idea de que nadie pueda llevar la contraria a sus líderes, sea por su honor, sea por lo que fuere. Hemos aprendido a obedecer, a que el deber sea lo que nos indica quien manda y a que el honor consista en que nos llenen de elogios por la fidelidad con la que hemos seguido las instrucciones de la superioridad. Pese a todo, hay que esperar contra toda esperanza en que la política abandone el sumiso gregarismo y sea capaz de soportar alguna libertad.

Foto: Tim Marshall.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web