¿En qué consiste esto de la nueva democracia? Es un mercado: los políticos venden y los votantes compran. Compran promesas de un mañana mejor; compran seguridad, educación, sanidad, carreteras, justicia climática y algo de certidumbre en un mundo siempre incierto y proceloso. Y si para adquirir todos esos bienes se echa mano de la cartera del vecino, mejor que mejor.
Curioso, incluso la vida democrática se desarrolla bajo los principios básicos del libre mercado: oferta y demanda. El mismo mercado que, antropomorfizado en su plural, “los mercados”, es el culpable de todas las miserias de todos los miserables, que somos la mayoría. Eso dicen. Tal vez sea por ello por lo que, en el mercadillo parlamentario, especialmente si las mayorías son “de progreso”, la regulación y normación de cualquier cosa que tenga que ver con el libre intercambio de bienes y servicios entre personas -es decir, los que no estamos en el parlamento- sea una de las mercancías más ofrecidas en estos tiempos de “crisis”.
Que desde la izquierda y la socialdemocracia se solicite una mayor regulación de todo lo que hacemos para procurar nuestro bienestar no es sorprendente. Después de todo, es parte de su doctrina considerar todo el dinero que no está bajo control del Estado como algo peligroso e inmoral, por insolidario e incontrolable. No olvidemos tampoco que, si por un azar, abandonásemos todos la pobreza, desaparecería la clientela habitual de estos vendedores ambulantes de felicidad. Verdaderamente sorprendente es constatar cómo incluso desde aquellos partidos considerados liberal-demócratas, el establecimiento de un estricto marco legal que controle la economía y sus frutos es considerado como objetivo irrenunciable.
«La idea de que la economía planificada funciona significa que hay personas que creen que la gente puede ser dirigida y la individualidad controlada»
Reivindicar la aplicación de conceptos de ingeniería determinista mediante inflación regulatoria sobre una sociedad —un mercado— que siempre genera resultados inciertos es un grave error de fondo: la discrepancia entre la ingeniería social, que asigna a todos los componentes de una sociedad objetivos definidos racionalmente, y la incertidumbre, inherente a una sociedad abierta, crece con cada aumento de la presión regulatoria porque ésta última —la incertidumbre— seguirá siempre siendo parte constitutiva de una sociedad cuyos agentes actúan libremente. Es así como, en consecuencia, la única solución para el regulador es la de limitar las libres interacciones entre personas —el mercado—, limitar la libertad.
Olvida el regulador que la resiliencia, esto es, la habilidad de los grupos o comunidades para luchar con estreses y perturbaciones externas como resultado de cambios sociales, políticos y ambientales, depende, entre otros factores, de la diversidad. Es decir, cuanto más diferentes sean las partes del sistema y más numerosas, mayor será el número de interacciones posibles y por consiguiente mayor su capacidad de autoorganización. Sólo desde el mantenimiento de la diversidad individual es posible el desarrollo de nuevas interacciones que lleven a nuevas “emergencias”, a cambios de paradigma.
Y, sin embargo, aquí estamos, regulando el precio de las naranjas, estableciendo salarios mínimos o malgastando el dinero de todos en subvencionar los intereses de unos pocos (los cercanos al poder o sus clientes). La idea de que la economía planificada funciona significa que hay personas que creen que es posible saber lo que los otros necesitan, incluso saber qué es lo que más necesitan, poniendo en manos de la política los medios necesarios para satisfacer esas necesidades. Para ello se priva a las personas de recursos que podrían utilizar ellas mismas para satisfacer sus propias necesidades. Ocurre que nadie puede saber qué necesidades son importantes para cada uno de nosotros y cuales no lo son. Nadie puede saber tampoco qué recursos ni en qué cuantía serán necesarios para satisfacer las necesidades elegidas por cada uno de nosotros.
La idea de que la economía planificada funciona significa que hay personas que creen que la gente puede ser dirigida y la individualidad controlada. Sólo si usted cree que puede dirigir y controlar a los demás —creencia a la que solo puede llegar si piensa que la libertad no es un valor importante— puede concluir que es posible planificar las acciones y objetivos de los demás.
Usted, entonces, no entiende la vida como un maravilloso proceso dinámico y evolutivo, y cree que el fin último de la condición humana consiste en alcanzar las metas especificadas por los ingenieros y planificadores sociales: diseñando y limitando las necesidades de todos para conseguir la paz y la felicidad social. Usted es corresponsable de que el Estado se convierta en okupa de la economía. Las vías son el monopolismo (del dinero, de la producción de ciertos servicios) y el intervencionismo (hiperregulación de la economía, legislación laboral, subvenciones). El resultado es una economía dependiente del poder estatal y no de la iniciativa individual. El resultado es menos libertad. Más pobreza. Más dependencia.
Se acaban de publicar los datos de población activa de enero 2020…
Foto: skeeze