Muy poco después de acabada la segunda guerra mundial el filósofo alemán Ernest Cassirer publicó un estudio, El mito del Estado, en el que se proponía reverdecer la función política de la libertad individual frente al poder homogeneizador del Estado que se había fortalecido hasta el delirio con las formas recientes del nazismo que nacieron de una demonización de los deseos colectivos en cuyo interior se había desatado un anhelo inmenso de liderazgo y, por tanto, de sumisión.
El pensamiento liberal de Cassirer se proponía entender cómo el mito demonizado del Estado total había podido destruir el orden jurídico político dependiente en último término del optimismo kantiano. Los momentos vividos hacían muy lógica esa pregunta y el análisis de Cassirer suponía, sin duda, una apuesta por reverdecer y realizar la democracia liberal.
Tenemos sobrados motivos para criticar a una Europa arbitraria y, en el fondo, despótica, pero sería un suicidio que renunciásemos a mejorarla, a convertirla en lo que siempre debió ser, una gran potencia cultural, científica y económica que tiene la obligación y el derecho a ser también respetable y temible en el plano militar
Ahora mismo, cuando se desmorona a ojos vista una versión en exceso optimista del supuesto triunfo de la razón y de la libertad, que había sido proclamado con éxito memorable y no sin frivolidad en el libro de Fukuyama, hay que hacerse una pregunta muy similar a la de Cassirer no a la vista del éxito inicial y del fracaso militar del nazismo, sino ante las paradojas que se nos plantean por la coincidencia del triunfo de Trump, y el anterior de Milei.
Ambas victorias suponen un intento de poner freno al poder inmenso e indiscutible de los aparatos políticos y una crítica feroz de su insensibilidad hacia los problemas de grandes mayorías de la población, pero, en el caso de los EEUU, vienen acompañadas de una extraña ganga, de una zafia amenaza para imponer un nuevo orden internacional basado en la pura fuerza y en la doctrina, no tanto proclamada como ejercida, de que los Estados poderosos tienen derecho a tomar lo que les plazca, a cambiar el nombre y la naturaleza del orden internacional conforme a su capricho.
Necesitamos distinguir con nitidez estos dos mensajes, de la misma manera que si queremos escuchar una buena música tenemos que hacer silencio alrededor. Con Trump es difícil, sin duda, pero nada nos urge más que entender la diferencia entre los motivos de fondo que le han permitido el triunfo y sus desmesuradas pretensiones de liderazgo mundial. En el caso de Europa se produce una paradoja adicional porque por lógica que sea su demanda de esfuerzos en defensa, que lo es, no hay base en esa petición para legitimar lo que viene: “y ahora que ya no gastaré inútilmente dinero en defenderos vais a tener que seguir haciendo lo que yo quiera”, incluso si eso que ahora quiero es exactamente lo contrario de lo que los EEUU han defendido desde 1945.
A lo largo de la historia moderna, los Estados han ido aumentando sus poderes para intervenir con eficacia en las cada vez más complejas situaciones sociales. Para ello han tenido que incrementar en gran medida sus recursos, lo que ha supuesto, de forma inevitable, un mayor expolio de bienes privados. Es fácil comprobar que han coexistido dos tipos de crecimiento, vegetativo el primero, que, en general, es casi el único existente hasta los comienzos del siglo xx y responde al aumento de las poblaciones, e interventor y cualitativo por conquistar funciones nuevas y cada vez menos obvias el segundo, que crece con fuerza hasta la primera mitad del xx y de manera explosiva desde el final de la segunda gran guerra hasta ahora mismo. El dato español es muy ilustrativo: tenemos cinco veces más funcionarios que a la muerte de Franco y no creo que nadie defienda que las administraciones funcionan cinco veces mejor.
La necesidad sustantiva que se invoca para crecer e intervenir en cada vez mayor número de asuntos ha supuesto la obligación de recaudar y vigilar, de forma que, poco a poco, el Estado se ha ido interponiendo en las relaciones entre los ciudadanos para encontrar nuevos supuestos en que fijarse. Este proceso de crecimiento en poder, influencia y presencia se ha justificado en la necesidad de redistribuir, de moderar con el peso del voto la tendencia a la desigualdad y la amenaza de insumisión y acción violenta por parte de los más perjudicados por las dinámicas de crecimiento y competencia en los negocios y actividades privadas: paz social por servicios, subsidios y políticas redistributivas.
La política solo puede combatir la desigualdad con privilegios a los que se niega ese nombre, lo que supone, en la mayoría de los casos, favorecer a unos y perjudicar a otros; pero ese ejercicio sistemático de arbitrariedad, pues no hay ni puede haber regla fiscal ni criterio de subvención que no lo sea, se hace con un consentimiento viciado de los ciudadanos, que no suelen ser conscientes de lo que pierden con cada una de esas generosas dádivas sociales, ya que se evita que se conozca con alguna precisión lo que cada cual acabará pagando de más por los nuevos servicios.
Es lógico que los electorados puedan acabar reclamando una revisión severa de los actos de las administraciones públicas y carece de cualquier valor la idea de que esa nueva política atente contra supuestos derechos del Estado. Hay base suficiente para las motosierras y para los DOGE, otra cosa es cómo se hagan, pero no hay el menor motivo para descalificar esas formas revisionistas de políticas públicas, porque, al fin y al cabo, los presupuestos de base cero, por compleja que pueda resultar su formulación y su ejecución, son los únicos que tienen una verdadera base democrática en un sistema liberal de separación de poderes.
Aquí reside lo único indiscutible del discurso de Vance porque la burocracia europea se ha olvidado de que no puede extralimitarse en sus funciones ni vulnerar los derechos individuales, como tampoco puede arrogarse el derecho a anular elecciones porque lo que se elige no sea de la augusta complacencia de los eurócratas. La segunda parte del discurso de Vance es penosa porque se esfuerza en superar el entreguismo de Chamberlain y pretende vendernos la verdad alternativa de que Ucrania intentó conquistar Moscú que a la sazón está en las delicadas manos de un pacifista.
Hay dos maneras de convertir al Estado en un mito, la primera consiste en hacer que sea dueño y señor de todo poder y fuente única de derecho, permitirle que se fortalezca y unifique y aleje de su esfera todo lo que pueda servir para controlarlo que es lo que está haciendo Sánchez entre nosotros; la segunda es la forma del nacionalismo agresivo en el que ahora parece incurrir el gobierno de Trump que reclama a Ucrania lo que nunca le pidió a cambio de ayuda militar y pretende anexionarse Canadá, Groenlandia o el Ártico y recuperar el canal de Panamá. Si nos descuidamos faltarán minutos para que Trump le conceda al sultán las plazas españolas del norte de África del mismo modo arbitrario y chulesco que ha decidido cambiar el nombre del golfo de Méjico. Que esto se pretenda hacer al amparo de la libertad y de la democracia no deja de ser el mejor homenaje posible al cinismo.
Estamos viviendo tiempos interesantes, lo que probablemente constituya si no una maldición sí una pesadilla. Tenemos que despertar a la lucidez y al valor. Los españoles somos, por circunstancia y vocación, como diría Marías, europeos y americanos, es lógico que repudiemos la conversión de Europa en una aldea intervencionista, y debiéramos ser los más interesados por mantener y perfeccionar el eje atlántico, algo que ahora puede parecer una quimera.
Nuestro sitio está claro en una Europa que hay que reconstruir. Tenemos sobrados motivos para criticar a una Europa arbitraria y, en el fondo, despótica, pero sería un suicidio que renunciásemos a mejorarla, a convertirla en lo que siempre debió ser, una gran potencia cultural, científica y económica que tiene la obligación y el derecho a ser también respetable y temible en el plano militar. Hemos pasado unos decenios de cura belicista bajo la sombra, no del todo desinteresada, del amigo americano que ahora se está haciendo coleguilla de otros. Tenemos que repensar nuestro papel en el mundo, pero nunca bajo el mito del Estado sino bajo la apuesta por la libertad y la dignidad, una bella promesa que merece la pena pero que, por errores políticos de fondo, por un nuevo estatismo burocrático y despótico, está ahora mismo muy lejos de alcanzarse.
No tendrás nada y (no) serás feliz: Claves del emponrecimiento promovido por las élites. Accede al nuevo libro de Javier Benegas haciendo clic en la imagen.
¿Por qué ser mecenas de Disidentia?
En Disidentia, el mecenazgo tiene como finalidad hacer crecer este medio. El pequeño mecenas permite generar los contenidos en abierto de Disidentia.com (más de 3.000 hasta la fecha), que no encontrarás en ningún otro medio, y podcast exclusivos (más de 250) En Disidentia queremos recuperar esa sociedad civil que los grupos de interés y los partidos han silenciado.
Ahora el mecenazgo de Disidentia es un 10% más económico al hacerlo anual.
Debe estar conectado para enviar un comentario.