Hay quien afirma la imposibilidad de hacer historia contemporánea por falta de perspectiva, esa es la idea que está detrás de la respuesta que se atribuye a Mao Tse Tung cuando le preguntaron por la revolución francesa: “todavía no ha transcurrido tiempo suficiente para valorarla”. Bastaría leer El mito del fracaso español, el libro de Rafael Núñez Florencio con el mismo título que este post, para desmentir al líder chino porque lo que se nos ofrece en sus 400 páginas es una excelente y entretenida panorámica del transcurso de nuestros últimos cincuenta años.
Núñez Florencio hace historia de cómo se han vivido y conceptuado los años de la transición, la monarquía de Juan Carlos, la crisis que vino tras el “atractivo espejismo” del 15M y todo lo que ha sucedido después, que no ha sido poco. La intención del autor es mostrar de qué modo se han interpretado los momentos de ascenso optimista y las temporadas de crisis pesimista, y cómo eso se ha hecho a la luz de los tópicos casi inevitables en la idea que los españoles nos hacemos de nosotros mismos. En cualquiera de esos momentos nos encontramos con furibundos pesimistas y negacionistas de cualquier progreso, del mismo modo que tropezamos con quienes aprovechan idéntica ocasión para sugerir todo lo contrario; tal vez lo más peculiar de nuestro caso sea la fluidez con la que hemos pasado de un estado de ánimo a su opuesto, de cierta euforia a plena depresión, y el autor nos sugiere que debiéramos intentar superar esa propensión al derrotismo con unas dosis apropiadas de autoestima.
Es poco inteligente tratar de explicar lo que nos pasa asumiendo que algo ha de marchar necesariamente mal porque venimos de un pasado ominoso
El libro se lee con enorme facilidad porque Núñez Florencio se esfuerza en explicar las vicisitudes de la conciencia colectiva de la manera más clara y simple y uno de sus méritos es que eso lo hace utilizando miles, literalmente, de testimonios escritos entre los que entresaca las miradas que han alcanzado mayor notoriedad e influencia. Para quienes hemos vivido esos años, el repaso constituye un auténtico festín porque vienen a nuestra mente una gran cantidad de momentos decisivos de la historia con la viveza que da un buen resalte cuando se mezcla con el recuerdo personal. Estoy convencido de que cuando los más jóvenes se adentren en estas páginas su asombro será mayúsculo al comprobar lo viejos que resultan muchos de los tópicos que ahora mismo se repiten como si fueran descubrimientos recientes y portentosos.
Núñez Florencio, que ya se ha ocupado con anterioridad de las cuestiones relativas al viejo pesimismo español, cuenta esta historia con una fuerte intención didáctica e insiste en que buena parte de los improperios que nos dedicamos no son exclusivos de los hispanos. Además, nos incita a profundizar con seriedad y rigor en el conocimiento de nosotros mismos si queremos alejarnos de algunos de los defectos colectivos menos negables y acercarnos a una democracia más madura y eficaz.
Aunque el examen del historiador se detenga antes del presente más inmediato, creo que su lectura es de obligada recomendación para que todos acertemos a enjuiciar la situación política que ahora atravesamos con las categorías menos dramáticas, por duro e inmisericorde que nos parezca lo que ahora mismo ocurre. Frente a la grandilocuencia de quienes proclaman la crisis terminal del “sistema del 78” y males incluso peores, es muy prudente recordar que está en nuestras manos corregir lo que nos parece ir tan mal y que una de las ventajas de las democracias reales, que nunca son ni han sido meros ideales inmaculados, es que las malas políticas, que es de lo que se trata, pueden ser sustituidas por políticas mejores, sencillamente distintas.
Contribuir a que crezca la polarización, el pesimismo o la intolerancia no es lo más inteligente que se le puede ocurrir a quien no esté conforme, y hay mil razones para no estarlo, con lo que estamos viviendo en el momento actual. Por si pudiera servir de ejemplo de lo que sugiero les diré que cada vez que escucho a un político despotricar sobre lo que nos pasa, mostrar de manera muy expresiva su indignación, siempre pienso lo mismo: ¡qué tiempo tan precioso ha perdido para mostrar lo atractivas que son sus propuestas!, ¡qué equivocado está si piensa que para que algunos millones de españoles cambien el sentido de su voto basta con que vea lo molesto que está viendo a otros en el gobierno!
Una tesis de fondo en el libro que recomiendo es que, si no todos, una buena parte de las ideas negativas sobre nuestra realidad histórica tiene un origen nacional, no responden en exclusiva a prejuicios foráneos. Un caso paradigmático se nos ofrece con el tipo de literatura sobre los españoles que han producido los nacionalistas catalanes cuando nos han mostrado como una mezcla de sadismo y mentecatez. Ahora estamos discutiendo sobre una propuesta política que sugiere, con notoria falsía, que si olvidamos esos agravios todos los nacionalistas catalanes mutarán en forofos de un nuevo hispanismo progresista y adorable.
Más lógico parece asumir que si tras una larga historia de cesiones y concesiones hacia la reclamada singularidad catalana se han saldado con un intento de secesión malogrado de forma un tanto chapucera, convendría asumir una actitud más desprovista de prejuicios desmentidos una y otra vez. Cabría razonar del siguiente modo: ¿es posible la independencia de Cataluña?, parece que no; ¿hay una clara mayoría de catalanes que la desearían a cualquier precio?, de ninguna manera; ¿existe alguna razón indiscutible por la que sea necesario y conveniente continuar una política de cesiones e intentos de apaciguamiento con los secesionistas?, desde luego que no; ¿es justo conceder a Cataluña una discriminación positiva en todo tipo de cuestiones en función de las proclamaciones de sus secesionistas?, tampoco parece muy acertado.
¿Cuál sería la solución, entonces? Pues asumir que tenemos un problema bastante pesadito con un cierto número de catalanes y que se tiene que acabar la política de decirles que sí a todo a ver si se vuelven unos españolazos de tomo y lomo. Nunca va a ser así y cuanto más tardemos en asumir que hay que cambiar de planteamientos todo será más difícil y doloroso. Núñez Florencio no se mete en este asunto porque su libro es histórico y no político, pero su lectura deja pocos resquicios a la idea de que hayamos de asumir que España es un país anormal y que su cura solo se obtendrá troceándolo.
La historia es maestra de la vida porque de cómo interpretemos lo que hemos sido se deduce una fuerte insinuación acerca de lo que debemos y podemos ser. Acertar con una comprensión juiciosa de nuestro pasado inmediato es clave para afrontar con esperanza nuestro futuro. Es poco inteligente tratar de explicar lo que nos pasa asumiendo que algo ha de marchar necesariamente mal porque venimos de un pasado ominoso. Somos una democracia con todos los artilugios necesarios que se ha levantado sobre instituciones de un sistema autoritario, pero que ha salido de él con éxito y superando dificultades nada pequeñas como el empeño de una banda criminal en seguir acabando con el franquismo a decenas de años del sepelio del dictador. No hay nada anormal, hay defectos que se han superado y otros que habrá que superar, pero, como dice el refrán, es de necios olvidar que en todas partes cuecen habas.
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