Horas antes de ponerme a escribir estas líneas había metido la pierna hasta el corvejón en un sumidero que estaba desprovisto de la rejilla correspondiente. Después de las imprecaciones de rigor y de ser atendido de las lesiones, y todavía bastante dolorido, llegué a la conclusión de que mi accidente era consecuencia de una dejadez progresiva e imperceptible de nuestro entorno.

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Desde la Gran recesión se ha producido un sutil deterioro de muchas cosas que antes estaban mejor atendidas. Las calles, las calzadas, los árboles y, en general, los elementos urbanos, y también las carreteras y otras infraestructuras, tienen peor aspecto hoy que hace poco más de diez años. Estos signos de deterioro no es que sean alarmantes, al fin y al cabo, en comparación, por ejemplo, con los Estados Unidos, muchas de nuestras dotaciones, y, por demás, su costoso mantenimiento, siguen siendo un lujo impensable para los estadounidenses. Sin embargo, este progresivo deterioro de los elementos comunes nos estaba advirtiendo de una degradación mucho más profunda que la pandemia ha puesto de relieve de forma abrupta.

Llevamos tanto tiempo deslizándonos por la resbaladiza pendiente de la mentira política y el autoengaño que nos hemos quedado atónitos cuando todo lo que estaba mal se ha convertido en un factor crítico, incluso de vida o muerte para centenares de miles de personas: la escandalosa ineficiencia de las administraciones, con el gobierno a la cabeza; la sanidad, que hasta ayer calificábamos como la mejor del mundo y que ha demostrado ser bastante deficiente, y no precisamente por sus profesionales sino por la pésima gestión que padece; el endeble tejido empresarial, donde la anormal proporción entre pequeñas empresas y mediana y grandes hace que el desempleo estructural, aun en los momentos más dulces, sea elevadísimo y que alcance magnitudes escandalosas ante cualquier crisis; el modelo territorial, cuya descentralización no ha seguido criterios de eficiencia, sino que ha sido el resultado de transacciones partidistas para provecho de un caciquismo local decimonónico; el insoportable ecosistema mediático, donde muchos periodistas y medios han unido su serte a los partidos políticos, haciendo que sea una utopía alcanzar el umbral mínimo de verdad que toda democracia necesita.

Puede sonar duro y excesivo afirmar que el partidismo nos está matando. Hace apenas unos meses, esta afirmación habría sido entendida como una licencia literaria. Hoy, desgraciadamente, lo que la convierte en “excesiva” es que puede perfectamente interpretarse de forma literal

En definitiva, si para algo ha servido esta desgracia es para poner en evidencia que en España lo raro es que algo funcione correctamente. Pero este mal funcionamiento no se ha gestado a partir de 2018, por más que sea también cierto que el gobierno socialista es el peor de todos los gobiernos posibles y que ha contribuido a agravar nuestra situación con una devoción casi sádica. Sin embargo, la actual coalición gobernante es la apoteosis previsible de una forma de ser y hacer muy extendida y de largo recorrido, una degradación generalizada cuya espiral ha resultado catastrófica.

Pero no voy a hablar del fin del mundo sino a apelar a la responsabilidad individual, porque la desgracia que nos aboca al ser o no ser, es también, y pese a todo, una oportunidad que debe ser aprovechada. Sin embargo, esto no será posible si los líderes políticos convierten también esta crisis potencialmente terminal en una lucha entre facciones.

Apelo a la responsabilidad individual, y no a la colectiva, porque cuando las organizaciones que vertebran la política se encuentran a merced de reglas perversas, sólo la suma de iniciativas individuales puede dar lugar a un cambio de actitud que, con el tiempo, se propague y presione a los partidos. Esto puede sonar utópico, puesto que es ilógico que alguien vaya en contra de esas reglas, por perversas que sean, si son éstas las que le garantizan el sustento.

Pero no estoy apelando al ejército de cargos, diputados, senadores, asesores y demás colocados de cada formación política —aunque bienvenido es cualquiera de ellos—, mucho menos a sus líderes. Apelo a sus militantes y, sobre todo, a las personas corrientes y no tan corrientes que los apoyan con sus opiniones o, en su defecto, con sus vehementes críticas a los adversarios. Pues cada vez parece más evidente que el primer paso para afrontar este desastre es salir de la espiral partidista y exigir, no ya a los contrarios, sino a los propios, una mayor altura de miras para que su vista alcance más allá del horizonte de las próximas elecciones… y del reparto del botín correspondiente.

Lamentablemente, este cerril partidismo que nos aboca a la ruina tiene de su lado a una prensa tan sectaria y corta de luces como las bandas a las que sirve. Un periodismo de trinchera, casi de alcantarilla, cuyos conflictos de intereses se traducen en usos y costumbres que convierten el debate político en un bochornoso espectáculo y, por añadidura, en uno de los problemas más graves a la hora de que la verdad prevalezca.

Convertir la política en un entretenimiento donde se reconforta a la audiencia denigrando al adversario, no supone en la práctica ningún beneficio, menos aún un avance. Es más, practicar este tipo de “periodismo”, que no ofrece alternativas, sino desahogo y desafecto, beneficia a sus promotores y a quienes sirven, pero nunca al público. Por eso es necesario apelar a la responsabilidad individual, para que cada cual tome conciencia y se libere de esta inercia por sí mismo.

Puede sonar duro y excesivo afirmar que el partidismo nos está matando. Hace apenas unos meses, esta afirmación habría sido entendida como una licencia literaria. Hoy, desgraciadamente, lo que la convierte en peligrosa es que puede perfectamente interpretarse de forma literal: cerca de 100.000 muertos así lo atestiguan.

Que nadie le mienta, querido lector. En esta situación límite, da igual si al otro lado de la coalición gobernante hay una o trescientas organizaciones políticas. El problema no es que existan más o menos alternativas, sino la actitud de sus líderes, edecanes y simpatizantes. Ofrecer una salida a la crisis no está supeditado al partido único, que algunos expresan de forma grosera como voto útil, sino a la voluntad de cooperar y servir a las personas. Es esta voluntad lo que hay que exigir, no ya a los adversarios, sino a los propios. Por el contrario, seguirles en sus cuitas es una trampa, un cepo como el maldito sumidero sin rejilla que no vi porque iba a lo mío.

Foto:  Pressmaster


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