Observo con preocupación como las diferencias de opinión entre individuos se están constituyendo en muros insalvables. No me refiero a aquellas discrepancias que, por absolutas, sean en efecto insuperables, sino a las que podríamos calificar de inevitables y que se manifiestan aun cuando dos personas están de acuerdo en lo fundamental.
Hoy es bastante habitual, o a mí me lo parece, que atendamos al análisis de un tercero respecto de una cuestión y, durante buena parte de su desarrollo, asintamos satisfechos porque coincidimos con su parecer hasta que, de pronto, surge la primera discrepancia. Y en vez de detenernos a reflexionar, sufrimos un cortocircuito fatal.
Todo con lo que hasta ese momento estábamos conformes se desvanece. El supuesto aliado se convierte en adversario. Ya no tenemos nada en común con él, o peor, creemos que la discrepancia que nos plantea no obedece a experiencias e informaciones distintas o, simplemente, a perspectivas diferentes: es una señal de que sus intenciones son sospechosas, que pretende imponernos determinadas ideas y, acaso, hacerlo sin que nos percatemos.
Que los políticos conviertan la confrontación política en enfrentamiento, bien sea por supuestas buenas intenciones, o bien porque el poder es para ellos un fin en sí mismo, es bastante preocupante. Pero lo es más todavía que su actitud acabe desvirtuando la relación entre individuos que, a priori, comparten intereses y opiniones
En otro tiempo y en otras circunstancias, estas discrepancias, aun cuando dieran lugar a intensas discusiones, no se sustanciarían en un desacuerdo que invalidara todo lo demás, extinguiendo incluso la propia relación. Aceptaríamos, aun a regañadientes, que no compartir los mismos puntos de vista es lo normal. Los sujetos, incluso los más afines, no tienen exactamente las mismas opiniones; ni siquiera idéntica moral.
Las personas son diferentes unas de otras, y, aunque el planeta haya superado los 9.000 millones de seres humanos, no hay dos personas idénticas. Sin embargo, la fuerte reideologización que sufre nuestro mundo nos está imponiendo la uniformidad. Tenemos que alistarnos con absoluta determinación en uno de los bandos en litigio. Y cualquier disentimiento es una forma de traición. Ningún comportamiento es un asunto menor: o bien nos atenemos a la uniformidad, o bien somos un problema.
La imagen de la uniformidad como un muro impenetrable, sin fisuras, puede resultar convincente de cara a la idea de victoria. Pero en realidad es debilitante, en tanto que se constituye en una barrera que impide sumar.
La uniformidad como solución de emergencia recuerda a los 300 espartanos de Leónidas, disciplinados y determinados a enfrentarse hombro con hombro a las hordas persas de Jerjes I. Y, en efecto, los 300 alcanzaron su propósito en el paso de las Termópilas. Pero, en realidad, la victoria de los griegos en la Segunda Guerra Médica fue consecuencia de la alianza entre sus diferentes polis, que entre sí mantenían fuertes discrepancias.
Lo mismo cabe decir de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. En este caso, sin embargo, el término “aliados” traslada una idea de uniformidad equívoca, pues a lo largo de todo el conflicto las diferencias entre los distintos países que constituyeron este bando fueron notables y, en ocasiones, además de dar lugar a graves reveses perfectamente evitables, dejaron en el aire el resultado final. Afortunadamente, el empeño en superar los desacuerdos prevaleció y los aliados ganaron la guerra.
Pese a todo, ninguna victoria es definitiva. Siempre da lugar a nuevos desafíos. La historia no es un conjunto de sucesos aislados entre sí, como si cada evento fuera autoconclusivo, una cápsula del tiempo que flota al margen de las demás. La historia es un trasiego continuo, un discurrir incesante de sucesos y consecuencias, de problemas y conflictos aparentemente finiquitados que, sin embargo, alumbran otros nuevos.
Frente a este incesante discurrir que requiere de la constante adaptación, la imposición de la uniformidad se convierte en una limitación. En nuestro espacio privado podemos ser estrictos y los más coherente que podamos respecto de nuestras convicciones, por supuesto, pero en ágora, donde por fuerza hemos de relacionarnos con entes distintos al ego, no queda más remedio que rebajar las expectativas. Puede que, para salir airoso puntualmente, como demuestra el ejemplo del paso de las Termópilas, sea una ventaja. Pero en el medio plazo, la intransigencia es incompatible con la supervivencia, porque la supervivencia requiere de aliados.
Evidentemente, los líderes políticos se dedican a hacer proselitismo. Y establecen diferencias significativas entre ellos y sus adversarios para que votar conlleve un inescapable proceso de eliminación. No se puede votar indistintamente a uno y otro porque nuestras diferencias son insalvables, es su mensaje.
Esto es ciertamente así, por ejemplo, si hemos de elegir entre un candidato socialista y otro conservador, pues siendo cabales con estas posiciones, la política económica, la política social y la propia concepción del Estado serán radicalmente distintas. Pese a todo, en democracia esto no debería significar que cuestiones, como, por ejemplo, la política exterior o los propios fundamentos del Estado de derecho, quedaran a expensas del signo político de un gobierno, aunque lamentablemente no sea así.
Pero también suele suceder que los líderes de una formación de centro derecha o de centro y otra estrictamente de derecha se sitúen en las antípodas e intenten marcar diferencias insalvables para que votar a una u otra opción no pueda ser de ningún modo ambivalente. Que estas diferencias sean de verdad insalvables puede ser cierto, pero a menudo sucede que los discursos las exacerban por una cuestión de diferenciación electoral. Esto forma parte del juego y no cabe ponerle objeciones.
El problema viene cuando la estrategia de la diferenciación degenera en una permanente admonición, y el político, en vez de ser propositivo, se dedica casi en exclusiva a demonizar a sus adversarios. Porque entonces la confrontación de ideas deviene en un enfrentamiento donde la uniformidad es condición fundamental.
Que los políticos conviertan la confrontación política en enfrentamiento, bien sea por supuestas buenas intenciones, o bien porque el poder es para ellos un fin en sí mismo, es bastante preocupante. Pero lo es más todavía que su actitud acabe desvirtuando la relación entre individuos que, a priori, comparten intereses y opiniones, hasta el punto de que la menor discrepancia los convierte en enemigos irreconciliables, en vez de aliados.
Si en verdad se tratara de abordar retos trascendentes, el objetivo debería ser constituir mayorías consistentes. Otra cosa es que el político busque asegurar su posición, y considere que para ello le basta alcanzar una determinada cuota de votantes incondicionales.
Nótese que no estoy sugiriendo tragar con carros y carretas, sino evitar caer en el vicio de la pureza, consista ésta en una falsa encarnación de la moderación o en la promesa de la beligerancia. Lo que digo es que sean cuales fueren las intenciones de los políticos, lo que determina el devenir de una sociedad es la actitud de cada uno sus miembros respecto a los demás, su racionalidad y su independencia.
Al fin y al cabo, por más que moleste a las élites, la polis la constituyen las interacciones de millones de personas corrientes. Si éstas renuncian a su propio criterio y asumen la doctrina de la intransigencia que emana de la acción política, se aislarán unas de otras. Y ningún muro será lo suficientemente alto como para garantizar su supervivencia. Por el contrario, si mantienen la cabeza fría y cuidan su relación con los demás, podrán enfrentarse no ya a las hordas persas, sino a las ideológicas, y salir airosas.
Foto: Andrew Wulf.