Uno de los aspectos que más fascinan a los politólogos y a los analistas políticos es determinar la procedencia sociológica de los apoyos electorales del populismo. Se trata de una cuestión muy compleja y que está muy relacionada con la de la propia naturaleza del populismo. Según cómo entendamos qué es el populismo, podremos analizar mejor de dónde extrae el populismo sus apoyos. No es lo mismo entenderlo como un fenómeno transversal, que hacerlo como uno de derechas o de izquierdas, como tampoco el análisis puede ser el mismo si entendemos el populismo como una patología social, que si lo entendemos como una alternativa democrática. Sea cual sea nuestra consideración acerca del populismo una cosa es clara: el populismo hace patente un malestar o una disfuncionalidad dentro del sistema.
El populismo presupone, por lo tanto, un fracaso político previo por parte de las élites políticas, que persigue suscitar demandas de cambio mediante la apelación a la constitución de un sujeto político, el pueblo, que permita constituir una nueva forma de dominación política que no es reconducible ni al totalitarismo clásico, ni al régimen democrático de corte representativo.
El populismo es un experimento político, en el que un partido político, un movimiento social o un líder carismático (o una combinación de los tres) pretende alzarse con el poder, a través de medios legales y democráticos. El populismo es más un proceso político que una plasmación institucional. Generalmente es en el momento de la institucionalización política cuando el populismo tiene delante de sí todas sus contradicciones; democracia vs dictadura. El populismo no tiene una adscripción clara a ninguna ideología política a priori y bascula en la indefinición, precisamente por ser un proceso político, no una institucionalización, que busca la mayor indefinición posible para aglutinar al mayor número posible de simpatizantes que le permitan acceder al poder (su único objetivo).
Las modernas democracias representativas han ido sustrayendo cada vez más aspectos de la realidad social del debate político, hasta el punto de que la tecnocracia ha sustituido al debate político
En general, el discurso populista es un discurso construido sobre la base de oposiciones binarias (oprimidos-opresores, pobres-ricos, casta-plebe…) que permiten identificar un enemigo claro. La política es entendida como exclusión y desalojo del enemigo de los mecanismos institucionales de poder. Cuanto mayor sea la desafección y el desencanto de la población con sus élites políticas, mayores serán las posibilidades de triunfo de opciones populistas. Hay otro elemento esencial en el experimento populista: la rehabilitación de las pasiones y las emociones como elementos básicos de la acción política.
Las modernas democracias representativas han ido sustrayendo cada vez más aspectos de la realidad social del debate político, hasta el punto de que la tecnocracia ha sustituido al debate político en innumerables aspectos. Por otra parte las democracias representativas suelen enfatizar la importancia de la idea del consenso y de la racionalización, como instrumentos que vertebran una sociedad democrática. El populismo, siguiendo la estela iniciada por el irracionalismo fascista, enfatiza la importancia de las emociones colectivas, como instrumentos para reivindicar demandas sociales.
Por otra parte, la emoción colectiva permite restaurar la solidaridad entre los individuos, muy dañada por el narcisismo y el individualismo que caracteriza la posmodernidad. Vivimos en la era del “malestar de la modernidad”, en la afortunada expresión de Charles Taylor. Nuestras “modernas” democracias representativas son cada vez más formales y procedimentales. Y diluyen los sentimientos de solidaridad de los ciudadanos, dejando a su suerte a aquellos sectores más desfavorecidos de la sociedad. El espacio público para el debate y la deliberación desaparece y es sustituido por las componendas entre los partidos, los cuales se niegan a articular nuevos medios de expresión y participación ciudadana. Vivimos tiempos que se prestan a que los populistas las califiquen de dictaduras “encubiertas”.
Nuestra condición de seres políticos queda reducida a expresar limitadas preferencias políticas, a través de elecciones condicionadas en su resultado por grandes corporaciones, grupos de presión y grandes grupos de comunicación. El populismo permite recuperar lo que el sociólogo alemán Ferdinand Tönnies llamaba “Gemeinschafft”, que destaca los lazos de solidaridad natural y espontánea entre los miembros de una comunidad, frente a la solidaridad mecánica y artificial de las comunidades políticas “Gelleschafft”.
Si analizamos el perfil tipo de los simpatizantes del populismo nos podemos encontrar perfiles muy diversos, por las razones apuntadas con anterioridad. Por un lado estarían los llamados votantes cognitarios. Se trata de intelectuales o personas con una formación política elevada, conocedoras de planteamientos críticos con el capitalismo, la globalización, la democracia representativa y generalmente activistas de multitud de movimientos sociales y cívicos. Responden al perfil de lo que Zizek denomina despectivamente “comunistas liberales”, personas más decididamente anticapitalistas en lo teórico, pero de gustos marcadamente burgueses. En muchos casos se trata de los hijos o de los nietos de los integrantes de la llamada izquierda divina, surgida del utopismo universitario del llamado Mayo del 68.
Luego hay otro espectro de votantes, fruto de la banalización y la conversión de la discusión política en un espectáculo de masas, en un producto de entretenimiento. Se trata del elemento pasional dentro del engranaje populista. Generalmente son seguidores bastante acríticos y activistas de las redes sociales, poco dados a la confrontación racional de ideas y propuestas, más dados al consumo rápido de eslóganes de absorción rápida. En el caso español, se trata de entusiastas seguidores de programas que hacen una sátira, generalmente sesgada, y de brocha gorda de la actualidad política.
Un gran número de apoyos que recaba el populismo provienen de las filas de los excluidos por el sistema, los «sin parte» que dice Rancière, los que no tenían acomodo, ni esperanza en el sistema. La globalización y el desastre educativo en Occidente condenan a millones de personas a una existencia miserable. En una era de secularización la política se convierte en una religión (Voegelin) para las masas, más necesitadas que nunca de figuras mesiánicas que les prometan un porvenir alejado de penurias y estrecheces económicas.
Por último, hay una parte del populismo que se adscribe a él por razones estratégicas, se trata de personas para nada maltratadas por el sistema, muchas de ellas muy bien situadas en el propio sistema (funcionarios, medianos empresarios…). Son los arribistas, los que intuyen el cambio antes que los demás y buscan asegurar su posición de poder y preeminencia.
Habermas ya anticipó la crisis de legitimidad de las modernas democracias representativas en Teoría y crítica de la opinión pública, obra de su primera época, en la que intentaba analizar las causas del descontento juvenil que originó el famoso mayo de 1968. Básicamente viene a decir que hay una contradicción esencial entre la lógica del economicismo tecnócrata del capitalismo tardío y la necesidad de espacios reales de discusión y legitimación política, que no sean puramente procedimentales.
Según Habermas gran parte de las instituciones de la tradición liberal no se adecuan ya a las características del capitalismo tardío. El intervencionismo del Estado en la economía disuelve la autonomía del capital y no permite entender la economía como una esfera separada del Estado. Por otra parte, en el capitalismo tardío la contradicción capital-trabajo, que estaba en la base del análisis marxista, ya no constituye la única fuente de conflicto social. En este contexto hay cada vez mayores capas de la población que perciben una contradicción irresoluble entre los ideales de la democracia, como ideal de gobierno emancipatorio y autónomo con sus demandas de solidaridad y universalismo, y la autonomía privada que se plasma en el reconocimiento de libertades económicas, que se sustraen a la exigencias de justificación democrática. El Estado del bienestar se enfrenta a una aporía. Sus exigencias de intervencionismo, derivadas de su pretensión de luchar contra las disfuncionalidades del sistema, chocan con el reconocimiento de libertades económicas, surgidas de su raigambre liberal.
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