A veces se tiene la sensación de que en el PP la incredulidad ante un penoso resultado electoral, ante la impensada, pero no imprevisible, pérdida de una oportunidad histórica, predomina una actitud, digamos, inmediatista, como si la meta perseguida y no alcanzada se hubiese desplazado unos pocos metros, de forma que un esfuerzo adicional pudiese deparar el éxito hurtado. Pero las cosas no son así, ni mucho menos, por más que ciertas formas de hacer política que el PP está siguiendo puedan dar la sensación de que piensan que podría caber un vuelco de la situación a corto plazo.
Tal vez sea esta la razón por la que el PP no ha modificado ni un ápice su estrategia de fondo, por la que sigue recordando a hora y a deshora el desastre, innegable por otra parte, que está suponiendo la investidura de Sánchez. Pero hay algo profundamente equívoco en el mantenimiento de este escenario y hasta que el PP no salga de su estado de estupefacción la cosa tendrá difícil arreglo. Un ejemplo lo aclarará: padecemos una enfermedad, el médico acude presto en nuestro auxilio, nos diagnostica males muy graves, culpa al agente infeccioso, al cambio climático y a la biblia en verso de nuestra postración, pero no acaba de comprender que de él esperamos no que nos advierta de nuestros males, que de sobra conocemos por padecerlos, sino una terapia, la esperanza de una curación haciendo lo que nos recomiende. Si el médico no soltase prenda sobre lo que piensa hacer para curarnos… en fin, habría que llamar a otros doctores.
El PP es un partido sin políticas, nadie sabe gran cosa sobre sus intenciones y muchos temen, y ahí se funda otra de sus carencias, que lo único que le mueve es alcanzar el poder, aunque se muestra bastante torpe en conseguirlo
Lo malo del PP es que es el único médico posible, salvo que quisiéramos abandonarnos a una especie de medicina naturista que, por muy de moda que se ponga, no es nada recomendable. Nuestra única esperanza está en que el médico recupere la cordura y ejerza su profesión con tacto, inteligencia y acierto, es decir que cambie de actitud, porque lo único que hasta ahora ha recomendado no ha dado el fruto apetecido.
Apurando el ejemplo, lo que llama la atención es que el PP no parezca capaz de la más leve autocrítica ante el desastre electoral que ha obtenido, es decir que el médico persiste maldiciendo a los patógenos, pero sin soltar una miserable receta. Con un resultado tan desastroso cualquier empresa, cualquier equipo deportivo, cualquier estado mayor, estaría revisando urgentemente y muy a fondo los posibles errores cometidos. No hay ningún signo de que nadie en el PP suponga que haya que hacer algo parecido, imagino que amparados en la idea de que a la próxima será la vencida, sólo que sin tener en cuenta que la próxima está muy lejana, tras una auténtica travesía del desierto, y que hay que ser muy poco avisado para suponer que lo que no ha funcionado ahora pueda ser el bálsamo de Fierabrás en su momento.
El PP es víctima de sí mismo. Su creencia en que ser el PP es motivo suficiente para lograr el éxito de una mayoría natural, para alcanzar el gobierno llevados por la inexorable ley de la alternancia es la causa última de su fracaso que, no en vano, ha venido a desbaratar una supuesta suficiencia política sin mayor fundamento, pero que no parece ser causa suficiente para que nadie se pregunte en serio por las razones del fiasco. Pues bien, en una situación tan propicia a la reflexión y con tanto tiempo por delante, el señor Feijóo, que pasaba por ahí, ha anunciado que el PP no celebrará ningún Congreso hasta, de momento, 2026, luego ya veremos. A renglón seguido, de un modo que me parece surrealista, su dicharachero portavoz ha aclarado que esa dilación se debe a que el PP tiene que ocuparse de España y no de sus propios asuntos, admirable propósito cuyo único inconveniente es que la consecuencia práctica que pretende justificar con semejante obviedad resulta ser por entero contraria a los principios de cualquier democracia.
Los partidos son esenciales para la democracia, pero no pueden reducirla a nada con sus prácticas y eso es precisamente lo que hace el PP cuando vuelve a demorar un Congreso al que está obligado por sus estatutos y por la propia Constitución que establece que los partidos existen para facilitar la participación política. Feijóo y su alter ego comunicacional parecen pensar que la democracia es cosa de cuatro o cinco, que los demás son comparsa, decorado, extras para aplaudir y agitar banderitas. Con esas ideas de fondo, no parece fácil construir mayorías salvo que se crea en los milagros.
El PP emprendió una carrera prometedora en el Congreso de Sevilla (1990) y de ahí, no de manera inmediata, surgieron las victorias de Aznar, con un partido renovado, estudioso y trabajador que supo ofrecer un programa reformista ambicioso y gobernar luego con bastante buen tino, como lo demostró la mayoría absoluta del 2000 tras cuatro años de gobierno. Luego, Rajoy se hizo con los mandos en el congreso de Valencia (2008) en el que se dio un giro político importante al consagrar una especie de partido ensimismado en el que no cupiesen ni liberales ni conservadores, solo peperos una especie oportunista pero poco afortunada, y así les va. La era de Rajoy acabo como se sabe, con el centro derecha dividido y con un bajón de votos millonario del que el partido todavía no se ha recuperado.
Del trauma del voto de censura que colocó en la Moncloa a Sánchez se salló hacia ninguna parte con Pablo Casado y luego, tras un proceso bien dramático, con Feijóo, en ambos casos sin una palabra de política, sin el menor programa ni la mínima explicación, con la ingenua y loca esperanza en la victoria a la vista del desastre de Sánchez. El hecho de que no se hayan cumplido las expectativas debiera llevar a preguntarse por las razones del fracaso, a tratar de eliminar los estigmas que impiden al PP volver a acercarse a una mayoría electoral suficiente, pero no está siendo así.
El PP tiende a la autocomplacencia y confía muy poco en el debate abierto, una estrategia con la que se empequeñece de continuo. En ocasiones trata de suplir esa carencia recurriendo a la movilización, a hacer lo que, en apariencia hace la izquierda, con el éxito que no es necesario subrayar. Esto supone olvidar que se enfrenta a un partido que tiene planes, los debate, los escribe con cierta claridad en sus documentos políticos, no improvisa. Frente a esa evidencia el PP es un partido sin políticas, nadie sabe gran cosa sobre sus intenciones y muchos temen, y ahí se funda otra de sus carencias, que lo único que le mueve es alcanzar el poder, aunque se muestra bastante torpe en conseguirlo.
Si quiere cambiar la situación, el PP está obligado a pensar más y mejor, a confiar en sus votantes y en sus militantes, a sacar de su poderosa implantación territorial una enorme información que le permita formular planes ambiciosos, distintos a un seguimiento retrasado de la vieja izquierda. Por cierto, que ha resultado penoso ver a dirigentes del PP elogiando o añorando el felipismo, haciendo cierto el diagnóstico de Dalmacio Negro de que la derecha tiende a ser una izquierda envejecida.
Lejos de posponer sus congresos debiera imitar al partido conservador británico que celebra uno al año de manera inexorable y que en ello funda su vitalidad, no en el supuesto carisma del líder circunstancial. Sólo cuando el PP vuelva a tomarse la democracia en serio se convertirá en un partido distinto, en una verdadera alternativa. De una buena vez debiera entender que a los españoles no nos importa gran cosa quién está al frente del partido, sino que sea una fuerza capaz de suscitar un apoyo electoral muy mayoritario, idónea para librarnos de esa inmersión persistente y asfixiante en la cultura política de la izquierda.
Eso sólo será posible si no se limita a ser el PP, sino si vuelve a ser un partido abierto y bien armado que se caracterice por las políticas realistas, ambiciosas y bien testadas que consiga imaginar y proponer, algo que nunca lograrán cuatro o cinco cabezas de huevo encerradas en Génova fatalmente condenados a que el partido se jibarice hasta ser una mera coya de repetidores y aplaudidores de las ocurrencias del que manda, por más que sean ideas torpes y perezosas que ya se ha visto que no conducen a nada de provecho para los españoles que querrían ver y vivir una España distinta a la que ahora padecemos.
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