De un tiempo a esta parte, el necesario debate de ideas ha quedado reducido a una discusión economicista, donde todo parece estar al albur de la constatación de si ésta o aquella política nos proporcionará más o menos bienestar. El lenguaje de «bien» y «mal», “apropiado” e “inapropiado”, ha sido reemplazado por la expresión «la investigación muestra…”. Todo se supedita a los datos, al empirismo; en definitiva, a la demostración ‘científica’ de que, en efecto, una idea es mejor que su contraria según los datos agregados. Esta es la forma de entender el mundo del nuevo progresismo.

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Sin embargo, convertir la ciencia en árbitro de la política y del comportamiento humano sólo sirve para confundir las cosas. En realidad, los datos en sí no nos dicen qué camino debemos tomar. Y aunque los esfuerzos estadísticos pueden suministrar información sobre cómo funciona el mundo, difícilmente nos dicen lo que debemos hacer. Para eso es necesario un marco interpretativo. Y ahí es donde empiezan los problemas, porque se pueden defender correlaciones distintas. A cada estudio, a cada estadística agregada le corresponderá al menos dos interpretaciones diferentes, dos verdades contrapuestas, dependiendo del prejuicio del analista, del sesgo del investigador o de quien utilice el estudio.

Así, desde la propia ONU se realiza todos los años un estudio de «La felicidad» que no es más que la suma de estadísticas donde la clave es el marco interpretativo. Los vectores del análisis están previamente sesgados para que esa «felicidad» sea una felicidad determinada, circunscrita al gasto en políticas públicas de los gobiernos y se reduce un concepto tan amplio y complejo como es la felicidad al bienestar material. Así, si comes bien, tienes un sistema sanitario decente, una industria ‘sostenible’ y educación pública garantizada, el nivel de autonomía personal no importa.

Antes de imponer “empíricamente” la forma de prosperar, de proporcionar más y mejores oportunidades, más bienestar, deberían prevalecer determinados principios fundamentales, aunque, en ocasiones, puedan parecer un freno al cacareado progreso, a esa adoración de la modernidad que se ha vaciado de contenido y de la que hoy solo nos queda la consigna: «ser absolutamente moderno», aunque no sepamos realmente qué significa.

Los momentos más terribles del siglo XX tuvieron un denominador común: el fin justificó los medios

La historia moderna está llena de sucesos tremendos que se desencadenaron precisamente por un empirismo cuyo marco interpretativo resultó catastrófico. Los momentos más terribles del siglo XX tuvieron un denominador común: el fin justificó los medios. La imposición de determinadas ideas, teorías e investigaciones por encima de los principios, se tradujo en atrocidades. ¿No es cierto acaso, por ejemplo, que eliminar a las personas deficientes ahorraría costes al conjunto de la sociedad?, ¿o que liquidar por la vía rápida a los ancianos que ya no pueden valerse por sí mismos supondría un alivio para las arcas del Estado y esos recursos podrían proporcionar al resto más bienestar? Seguro que habrá estudios económicos que así lo muestren. Son ejemplos extremos, desde luego, pero una vez se prima el bienestar material por encima de derechos individuales, las líneas rojas se vuelven borrosas.

Quienes hoy justifican el uso de cualquier medio si el fin, a su juicio, resulta beneficioso para la mayoría, si proporciona bienestar material, creen haber aprendido las lecciones del pasado, piensan que podrán imponer su visión benefactora sin desencadenar nuevos desastres. Actúan de forma sutilmente distinta, modulando su discurso, presentándose como gente sensata, reflexiva; expertos provistos de toneladas de datos que interpretan en busca del bien común. Sin embargo, cometen el mismo error que cometieron otros en el pasado: utilizan marcos de interpretación sesgados.

La intelligentsia global es fiel reflejo de este nuevo progresismo, que impone un marco donde, en realidad, no hay polarización política más allá de las meras apariencias. En este estrecho terreno de juego coinciden hoy la derecha, la izquierda y, también, cierto liberalismo entregado al economicismo.

Al ciudadano corriente le puede parecer que aún hay ideologías contrapuestas gracias a los debates sobre políticas finalistas, por ejemplo, respecto de los sistemas de pensiones, los servicios públicos, la mayor o menor regulación de los mercados, el mayor o menor gasto del Estado… pero es un espejismo. Se impone es un ‘mainstream’, un progresismo trasnacional que se ha arrogado la facultad de decidir lo que está bien y lo que está mal, lo que es correcto y lo que es incorrecto, lo que es moral o inmoral… en función de datos y marcos de interpretación interesados y cambiantes. Para colmo de males, una parte de la sociedad se ha infantililicado hasta extremos preocupantes.

Valores que antes eran muy valiosos, como la responsabilidad individual, un hombre un voto, o la igualdad ante la ley, desaparecen en favor de una «justicia social» que políticos y polítólogos construyen cada día con sus datos agregadas. Y defender algo tan básico como la autonomía personal se ha convertido en algo propio de gente peligrosa a la que conviene silenciar.

A George Orwell le atribuyen haber dicho que en una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario. Sea o no suyo el aserto, habrá que ponerlo al día, porque en estos tiempos, no ya decir la verdad, sino simplemente pensarla es un acto revolucionario.


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