Es muy probable que usted pertenezca a una familia en la que, desde la más tierna infancia, sus padres, abuelos y familiares le educaron en una serie de convenciones morales, algunas de ellas bastante elementales tales como que no se debía abusar de los demás, que estaba mal agredir o pelearse, menos aún hacerlo con personas manifiestamente más débiles. Incluso, tal vez le enseñaran que la violencia de cualquier tipo, no sólo física, sino también verbal, contrariamente a lo que un niño pudiera creer, no te colocaba por encima de los demás sino justo lo contrario: te degradaba.

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Era bastante difícil siendo muy joven asumir por completo esas enseñanzas, sobre todo en la escuela, sin el amparo de la familia, rodeado de desafiantes competidores, de locos bajitos que buscaban destacar sobre los demás, erigirse en líderes dominantes o, simplemente, colocarse los primeros en la cadena alimenticia de una selva infantil. En ocasiones se fracasaba porque resultaba imposible reprimir el insulto ante una provocación o no recurrir al uso de la fuerza cuando algún chico te atizaba un buen bofetón durante una discusión. Sin embargo, los mayores insistían. Así, perseverando, madurabas y desarrollabas un mayor autocontrol. Ya de adulto, eras tú quien transmitías esas mismas convenciones a tus hijos, que a su vez tenían que asumirlas e intentar salir indemnes de sus particulares selvas infantiles.

Evolución social

Sin embargo, pese a esas convenciones nobles, aquellos eran tiempos diferentes. Tiempos en los que contar chistes sobre homosexuales, negros, mujeres, discapacitados físicos o mentales no estaba mal visto. Se admitían porque nos hacían reír y se descontaba que su coste moral no recaía sobre nosotros sino que corría a cuenta de minorías testimoniales. La “ofensa” era inocua, en tanto que afectaba a grupos supuestamente residuales o que no manifestaban de forma contundente su indignación. Obviamente esta circunstancia no ennoblecía la costumbre. De hecho, antes de que aparecieran  grupos organizados que defendieran a las minorías, estas actitudes ya resultaban incómodas para quienes habían sido educados en contra del abuso, porque podían intuir cierta incoherencia entre esas elevadas convenciones transmitidas en el seno familiar y la trivialización del menosprecio, aunque fuera por mera diversión.  Así, aunque la actitud mayoritaria consistiera en mirar para otro lado, con el tiempo aquellas actitudes fueron cayendo en desuso.

El progreso social consiste en desarrollar reglas informales y espontáneas contrarias a cualquier práctica que denigre a los demás

Podríamos decir que el progreso social consiste en desarrollar reglas informales contrarias a las prácticas que denigren a los demás. Unas reglas informales que tarde o temprano se convierten en convenciones. Quizá no a la velocidad que muchos desean, pero la evolución se produce.

Sin embargo, lo que hoy entendemos como corrección política es relativamente reciente. Un fenómeno que no ha surgido de forma espontánea, a través de reglas informales que dimanan de la sociedad, sino que ha sido dirigido desde las instituciones a exigencia de organizaciones que, se supone, representan a grupos agraviados, discriminados o simplemente vituperados. Esta corrección política ha dado lugar no sólo a legislaciones polémicas, que, esgrimiendo la discriminación positiva, han chocado frontalmente contra el principio de igualdad ante la ley, sino al surgimiento de una policía del lenguaje. Incluso, en ocasiones, lo que puede parecer un avance, una evolución, puede ser un viaje al pasado, como sucede, por ejemplo, con el “novedoso” delito de odio, que es una puesta al día del delito por convicción ideado en la totalitaria y desaparecida Unión Soviética.

La policía del lenguaje

Hoy, cualquiera con una mínima empatía sabe que no sólo causa daño la agresión física sino que también puede hacerlo la palabra. Por lo tanto, la corrección política, que afecta al uso del leguaje, ha progresado sin apenas resistencia, a una velocidad vertiginosa, demasiado vertiginosa como para no producir efectos adversos. Al fin y al cabo, ¿quién osa oponerse a prohibiciones que persiguen actitudes inmorales?

Lamentablemente, las sociedades no son masas uniformes de millones de individuos, capaces todos de avanzar a igual velocidad en el complejo terreno de las convenciones y mucho menos estar de acuerdo. Hay quienes están encantados con que la progresión sea vertiginosa y quienes necesitan mucho más tiempo para asumir convenciones completamente nuevas que, en no pocos casos, les obligan no ya a luchar contra la costumbre, el hábito, la cultura, sino a girar 180 grados sobre sí mismos.

Hoy, cualquiera puede meterse en un buen lío por el simple hecho de tener un desliz y usar una expresión inconveniente

Hoy, cualquiera puede meterse en un buen lío por el simple hecho de tener un desliz y usar una expresión inconveniente, quizá anacrónica, aunque sólo sea una frase hecha dentro de una conversación mucho más amplia y, desde luego, sin intención de ofender. Peor aún, se puede sacar de contexto una expresión y que algún desdichado termine siendo linchado socialmente, sin que la turba atienda a razones. De hecho, resulta alarmante la facilidad con la que hoy se adjudican etiquetas como “intolerante”, “machista”, “racista”, “xenófobo”, “homófobo” a cualquiera que, no ya utilice expresiones incorrectas, sino manifieste su desacuerdo o disienta de determinadas iniciativas, leyes o medidas que supuestamente tienen como fin revertir algún tipo de discriminación.

Autocensura y silencio

Así, hemos llegado a un punto en el que cada vez son más las personas que prefieren autocensurarse, eludir la discusión, el debate (incluso mentir) o, simplemente, no manifestar su opinión ante el riesgo de ser señaladas con el dedo y que su reputación se vea comprometida. En lugar de propiciar el acuerdo, el intercambio de ideas y pareceres, se incentiva el silencio, la falta de comunicación y el distanciamiento entre las personas.

Los políticos llevan demasiado tiempo incentivando la existencia de grupos de intereses de los que luego se valen para permanecer en el sillón del poder

Una sociedad solo puede evolucionar de forma equilibrada en un clima que favorezca el diálogo, donde las personas puedan expresar libremente sus preocupaciones, inquietudes, dudas y, por qué no, desacuerdos. Una sociedad sana tiene que poder debatir sobre cualquier asunto, por espinoso que sea, abiertamente, sin tabúes, desde todas las perspectivas y dentro de un clima de confianza. Pero si la policía de la corrección política anda al acecho, vigilando el más mínimo indicio de disidencia, dispuesta a arrojar a la hoguera a cualquier sospechoso de herejía, el clima resulta asfixiante. Así, lejos de lograr la integración, lo que se perpetúa es la exclusión, la polarización y el infantilismo.

Todo esto nos revela una sociedad enferma, neurótica, extremadamente irritable, que no es capaz siquiera de tolerar el debate, que exige a la «autoridad» que lo erradique y convierta las ciudades en «espacios seguros», lugares libres de cualquier manifestación que pueda herir nuestra sensibilidad. Y los políticos, siempre tan solícitos cuando se trata de demostrar su relevancia, cumplirán nuestros deseos.

Sin embargo, si hay un síntoma de la crisis de la política es la incapacidad de los gobernantes para encauzar las diferencias y los desacuerdos dentro de un orden civilizado. Muy al contrario, los políticos llevan demasiado tiempo practicando el peligroso juego de la polarización, dividiendo a la sociedad en facciones irreconciliables, estimulando la proliferación de grupos de intereses de los que luego se valen para permanecer en su sillón, confundiendo derechos con sentimientos y animando a los ciudadanos a calificar como odio la discrepancia, el desacuerdo o la opinión contraria.

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