El 25 de mayo, George Floyd entra en Cup Foods, un restaurante independiente de comida rápida que da a la Avenida Chicago de Minneapolis. Un hombre cualquiera, en un sitio cualquiera de los Estados Unidos. Compra un tentempié y se va a tomárselo a su coche, que está en la calle 38, que cruza la avenida. El dependiente se da cuenta de que Floyd le ha pagado con un billete falso de 20 dólares, y llama a la Policía.
Acuden los agentes Alexander Kueng y Thomas Lane. Preguntan al dependiente y éste les dice que el hombre que les ha entregado el trozo de papel está en su coche, a la vuelta de la esquina. Y ahí estaba, en su coche, en compañía de otras dos personas. Lane se acercó al coche por el lado del conductor, que ocupaba Floyd, y Kueng por el del copiloto. Al llegar a la altura de la puerta del coche, Lane blande su pistola y apunta a Floyd. Éste acata las órdenes del agente y pone sus manos sobre el volante. Lane enfunda su pistola, y ordena al hombre que salga del coche. Una vez fuera, se resiste a que Lane le espose, pero el policía se vale de su experiencia para imponerse.
Una vez esposado, Floyd no ofrece ya ninguna resistencia. El policía le aleja del coche, y el vecino de Minneapolis sigue sus indicaciones sin atisbo de oposición. En un momento, se sienta y se recuesta contra la pared. Entonces, mantienen una conversación los dos, en las que Floyd se identifica, y el policía le informa de que está detenido por utilizar dinero falso. La cámara del local capta la conversación, y el momento en que el policía le conmina a levantarse. Floyd lo hace, con la ayuda del agente.
Estamos ante una olla que ha estallado, en la que había ideas muy distintas, que se esconden unas a otras, y que es preciso desenmarañar, una a una, para que podamos entender todo este espectáculo. Y, en última instancia, para que entendamos la enorme amenaza a la democracia y las libertades que se cierne sobre nosotros
Entonces, los dos uniformados le acompañan al coche de Policía. Camino del vehículo, el detenido empieza a ponerse nervioso. Cae al suelo, alterado y rígido, y advierte a los policías de que tiene claustrofobia. En ese momento llegan otros dos agentes, en otro coche de policía. Son Tou Thao y Derek Chauvin.
Los agentes intentan que Floyd entre en el coche, pero él se resiste. Es un hombre corpulento. Forcejea con los agentes, se niega a incorporarse, y no hay forma de entrarle en el coche policial. “No puedo respirar”, dice repetidamente el detenido. El pánico hace que le falte el aire. Pero tiene el vigor suficiente para evitar que lo introduzcan en el vehículo.
A las 8:19, el detenido está con el pecho sobre el suelo, y Chauvin le tiene controlado, pues ha colocado su rodilla sobre el cuello de Floyd. Los policías dudan sobre cómo proceder. “¿Deberíamos ponerlo de lado”, pregunta Lane. Chauvin se opone: “No, le dejamos donde le tenemos”. Lane ve el estado de ánimo que tiene George Floyd: “Estoy preocupado por que tenga un delirio, o algo”. “Por eso le tenemos contra su estómago”, replica Chauvin.
La sociedad de millones de ojos y memoria digital en que vivimos ha hecho posible que podamos ver los últimos minutos de George Floyd. Son los que transcurren desde las ocho de la tarde, diecinueve minutos y treinta y ochos segundos, hasta casi cinco minutos después. En el vídeo se oye a los ciudadanos que contemplan la escena. “Su nariz está sangrando”, se oye. Otro vecino advierte: “Hermano, ya lo has reducido, déjale al menos respirar”. Floyd había advertido de su situación con angustiosa insistencia: “¡Por favor, no puedo respirar!”.
Chauvin, Thao, Kueng y Lane, y con ellos un coro de ciudadanos, ven cómo la vida se le escapa a George Floyd. La declaración del fiscal del distrito recoge escuetamente: “A las 8:24:24, Mr. Floyd deja de moverse. A las 8:25:31, el vídeo parece mostrar que Mr. Floyd ha dejado de respirar”. Pero el agente Chauvin mantiene su posición, y sigue oprimiendo el cuello del detenido hasta las 8:27:24.
Esto es todo lo que sabemos de sobre las circunstancias de la muerte de George Floyd. Completan el cuadro una primera autopsia concluía que la muerte se debió a una parada cardiorespiratoria, mientras que una segunda, realizada a instancias de la familia, recoge como causa una “asfixia mecánica”. La primera autopsia despertó las dudas sobre si el agente podría librarse de la condena por homicidio si la causa de la muerte del detenido estuviese en el corazón, pero los primeros análisis jurídicos apuntan a que ello no afectaría a su responsabilidad penal.
Y esto es todo. Una detención con un exceso de violencia, ejercida con saña y desprecio por la vida de un ciudadano, durante casi ocho minutos, contra las mejores prácticas policiales, y con un resultado fatal. Todo ello, además, por un delito presunto del cual George Floyd podría ser tan víctima como el hombre que recibió los 20 dólares falsos.
Este hecho, luctuoso, cruel, ha despertado un movimiento que se ha extendido por todo el país, y más tarde por todo el mundo. Y cabe preguntarse por qué. Como cabe preguntarse por qué muchos arquearán sus cejas al leer esta pregunta, porque entienden que la respuesta es obvia. Ciertamente, lo parece. Cualquier televisión, cualquier radio, casi cualquier artículo de periódico, todas las declaraciones tomadas a pie de manifestación, apuntan a lo mismo: La rodilla de Chauvin es la de todos los blancos, y el cuello de Floyd el de todos los negros. El ciudadano George Floyd murió por todos los negros del país, a manos de todos los blancos.
Y, entonces, todas las circunstancias sobre la muerte, recogidas en el arranque de este artículo, no tienen ya tanta importancia. Y al duelo le ha sustituido un sentimiento de indignación y denuncia de un determinado racismo (el de la raza blanca toda hacia la negra) que, a diferencia de otros, se considera intolerable. Y los edificios ardiendo son el símbolo de lo que se quiere hacer con todo el país, con sus instituciones, y con una mitad de la población que ha permitido que Donald Trump esté en la presidencia. El mito del cambio en política, el mito de la injusticia estructural, el mito problema-solución, y el mito del fuego, se dan vida el uno al otro y justifican la violencia.
Estamos ante una olla que ha estallado, en la que había ideas muy distintas, que se esconden unas a otras, y que es preciso desenmarañar, una a una, para que podamos entender todo este espectáculo. Y, en última instancia, para que entendamos la enorme amenaza a la democracia y las libertades que se cierne sobre nosotros. No es fácil, pero el esfuerzo vale la pena porque están en juego las instituciones que nos permiten vivir en común.
La sostenida violencia del agente Derek Chauvin sobre el detenido, ¿estaba motivada por racismo? Para responder a esta pregunta, necesitamos saber dos cosas. La primera, qué es el racismo. La RAE lo define como “exacerbación del sentido racial de un grupo étnico que suele motivar la discriminación o persecución de otro u otros con los que convive”. Pero esa es en realidad una segunda derivada de lo que es en realidad el racismo, que define perfectamente el diccionario Merriam-Webster: “La creencia de que la raza es el principal determinante de los atributos y capacidades humanos, y que las diferencias raciales producen una superioridad de una raza particular”. Y, como segunda definición “Una doctrina o programa político basado en la asunción del racismo y diseñado para ejecutar sus principios”. Lo segundo que necesitamos saber para dar respuesta a la pregunta de si Chauvin actuó por racismo es su propio pensamiento. Pero eso, por el momento, se nos escapa.
El racismo es una idea, y las ideas sólo las pueden albergar las personas. Lo que debería dilucidarse es si el agente las tenía, y si ellas han podido condicionar su actuación. Pero cuando se habla de racismo en las protestas, en las declaraciones públicas, en los medios de comunicación, parece que se habla de otra cosa: del racismo como atributo de la estructura social, como algo que supera la capacidad de los los individuos para pensar de una u otra manera. En última instancia, se habla del racismo como una cualidad adherida a la piel: como un atributo de la raza.
Así, este antirracismo es racista. Denuncia a toda una raza, la blanca, como poseedora de un conjunto de atributos de los cuales ninguno de sus miembros puede escapar. Es el viejo y acendrado racismo, la atávica llamada a definirnos por nuestras cualidades genéticas comunes. Es la forma de pensar que en algún momento soñamos que el descubrimiento del individuo podía haber dejado para la historia; materia para la coprología de las ideas. Hoy, el racismo se viste de su contrario para sobrevivir. Y emerge con una fuerza desconocida desde comienzos del pasado siglo.
Por poner un solo ejemplo, voy a rescatar un artículo de un periódico tan progresista, y en consecuencia tan proclive al racismo, como es el diario El País. El pasado 6 de junio publicó un artículo muy preciso, tanto por su titular como por su contenido, adherido sin burbujas al canon del racismo.
El título, Yo soy racista, tú eres racista, todos somos racistas, es inapelable en sus tres primeras palabras, y está firmado por Nuria Labari y Quan Zhou. Labari lo explica con su cuerpo de escritora: “Es importante que se escuchen voces fuera de la mirada blanca cuando hablamos de racismo”. Su problema consiste en responder a la cuestión: “¿Qué puede hacer una mujer blanca española por la lucha contra el racismo en el mundo?”. Se vale de su amiga Quan Zhou como sujeto de desdoblamiento que le permite expresar sus ideas a ella, cuya raza anula el valor ético de sus ideas: “Me gustaría que ayudaras a dar voz a los racializados, me gustaría que no fuera otra española blanca hablando de raza”, le confiesa. Nuria no puede porque es blanca. Pero quizás Quan, racializada, pueda dar un contenido ético a este racismo. Que el nuevo racismo pueda curar el antiguo es una de las ideas más estúpidas y más peligrosas del momento.
Cada uno de los blancos, como miembros de esa raza, poseen todas esas características despreciables. Y deben pedir perdón por su condición, y humillarse poniéndose de rodillas. Han de pedir perdón por pertenecer a un grupo humano del que, eso sí, no pueden escapar. Al menos pueden redimirse hundiendo sus rodillas en el suelo, como Chauvin lo hizo sobre el cuello de Floyd. Algunos, que no somos racistas, que nos vemos a nosotros mismos como individuos, con toda la dignidad de ser únicos e irrepetibles, nos negamos a asumir nuestra cualidad racial, y a humillarnos de ese modo.
Puesto que el racismo no es un conjunto de ideas que cualquiera puede asumir o rechazar, no se puede luchar contra ellas con el viejo y desacreditado apero del racionalismo. Es estructural, y es toda la estructura lo que hay que derribar. Y en esa estructura está la Policía. Una manifestante negra, y en consecuencia con el derecho de hacer interpelaciones al poder, le preguntaba al alcalde de Minneapolis si iba a desmantelar la Policía. Con un gran pensar, y sin nada que ofrecer para justificar su posición, tuvo que decirle que no iba a hacer eso.
Es estructura la ley que defiende, o debería defender, la Policía. Es estructura la democracia que codifica las leyes y las reforma. Todo es estructura y todo está impregnado de ese racismo del que no podemos escapar. El capitalismo, la moral, las leyes, todo lo que nos permite vivir en común, todo eso debe ir a la hoguera. Con todos nosotros, todos, en ella.