Parecería que el nacionalismo excluyente, con sus burdos argumentos, sólo podría manipular a necios e ignorantes. Pero no es así porque se trata de una doctrina que no apela a la razón sino a las emociones.
Atrapa también a muchas personas inteligentes y cultas porque no se trata de una mentira cualquiera sino de una fábula que contiene todo el delicado material con que se tejen las fantasías, los sueños, el miedo, la angustia, las dudas sobre la propia identidad. Narra ese cuento de hadas que todo niño desea escuchar. Un enfoque maniqueo, de buenos y malos, que arrincona la responsabilidad individual, diluyéndola en la dinámica del grupo.
El nacionalismo no se limita a alentar una identidad colectiva, a crear una afinidad hacia los cercanos, una identificación con la comunidad en la que vive. El peligro surge porque la identidad que promueve es excluyente, porque no sirve para cohesionar la sociedad sino para dividirla en mitades irreconciliables. Es nocivo, extremadamente dañino, porque difunde una distorsionada imagen del “otro”, inventa viejos agravios, fomenta la enemistad, el enfrentamiento. Porque inocula en las gentes maldad, odio, menosprecio del vecino, conduciendo a la discriminación, a la xenofobia, a una quiebra de la convivencia.
Foto: Josep Renalias