Es habitual en las historias de magia otorgar a las palabras poderes sobrenaturales que producen un efecto físico inmediato. La clásica Abracadabra, de origen etimológico desconocido, por primera vez fue utilizada por Serenus Sammonicus, médico del emperador romano Caracalla, quien aconsejaba colgarse un amuleto al cuello con esa palabra para evitar contraer la malaria y otras enfermedades mortales. Disney nos trajo Bíbidi Bóbidi Bu de la mano de un hada regordeta que se dedicaba a convertir calabazas en carrozas. A los fanáticos de Tolkien nos pone los pelos de punta leer la frase “Habla amigo y entra” pronunciada por Gandalf en la entrada de Moria, al igual que, con el mismo fin de abrir puertas, a los frikis de Harry Potter no les deja indiferente leer Alohomora.

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En el mundo del derecho también hay palabras “mágicas”. Además de aquellas que Hollywood nos ha enseñado –“Me acojo a la quinta enmienda”, “Tengo inmunidad diplomática”­-, en derecho español hay alocuciones que producen realmente un efecto procesal inmediato, como solicitar el Habeas Corpus o decir “protesto, señoría” ante una denegación judicial verbal.

Mientras seguimos jugando a magos y dejando a los menores sin sus necesarias dosis de disciplina y frustración, desde los juzgados nos seguimos dando de bruces con la cruda realidad de los déficits sociales: ni formación en cómo realizar audiencias de menores, ni espacios amables para niños donde desdramatizar la experiencia judicial, ni psicólogos infantiles a disposición de los juzgados ni nada de nada

El mundo de los conceptos jurídicos indeterminados, sin embargo, tiene el peligro de acabar desvirtuando el sentido de algunos principios generales creados como masilla de obra para rellenar las grietas del sistema, con una función orientadora. Me refiero a conceptos como el derecho de defensa o el de igualdad, que se han convertido en “palabras mágicas” para provocar resultados jurídicos, que a menudo son empleadas de forma inadecuada. Uno de los conceptos que más ha evolucionado en ese sentido es el “superior interés del menor”. Como en las puertas de Moria, juristas de toda condición utilizan esta frase para justificar sus acciones sin meditar en qué consiste exactamente ese superior interés del menor.

Llevo casi toda mi vida profesional viendo casos de familia, por lo que en no pocas ocasiones he oído/leído y he dicho/escrito que algo se pide/otorga en beneficio del menor, apelando a su “superior interés”. Mi opinión es que se ha acabado identificando los deseos del menor con su beneficio, es decir, se considera que lo que un menor quiere o no quiere hacer coincide con su superior interés. A medida que pasa el tiempo, observo una creciente tendencia de los padres a descargar en sus hijos la responsabilidad de los procedimientos judiciales, algo que, cuando empecé a ejercer, no sucedía con tanta frecuencia. A menudo escucho a progenitores diciéndome -con el asentimiento y apoyo de sus letrados- “He presentado esta demanda porque mi hija me lo ha pedido”, algo que puede parecer inocente e, incluso, lógico, pero que es síntoma de la decadencia de la autoridad paterna.

Cuando un menor dice no querer ver a su padre/madre sin que medien causas objetivas y razonables para ello, el otro progenitor, en lugar de presentar demandas para darle gusto al niño, debería preguntarse por qué no impone su autoridad y le dice a su hijo que tiene dos tareas, enfadarse y desenfadarse, porque a su padre/madre le va a ver se ponga como se ponga. Tengo la suerte de pertenecer a una franja de edad -Generación X nos llaman- con sus defectos educativos pero en la que nuestros padres se habrían comportado de esta manera en caso de haber osado a decir que no queríamos hacer algo a lo que estábamos obligados. La autoridad paterna formaba parte de nuestro código ético y la obediencia no solo no nos traumatizaba sino que nos sirvió para apreciar de adultos la libertad consciente de decidir. Y es que la minoría de edad legal tiene una finalidad: proteger a las personas que aún no han alcanzado la madurez suficiente para autogobernarse y entender con plenitud de facultades el mundo en el que tendrán que tomar decisiones. La patria potestad sirve para que los progenitores de los menores adopten determinaciones en su nombre, velen por ellos y les procuren una formación y educación integrales.

Me llama la atención lo protectores que somos los padres de hoy en día para determinadas cosas, confundiendo amor y cuidado con evitar dolor y frustración a nuestros hijos. Si no convocan a nuestro hijo al partido de fútbol del sábado, en lugar de respetar la decisión del entrenador, le interpelamos para que reconsidere su decisión por injusta. Si un profesor castiga a la niña por haber insultado a una compañera, pedimos cita con el tutor para afear la conducta del centro y exigir una restitución inmediata. Si nuestro retoño suspende matemáticas es porque necesita un psicólogo, no porque deba esforzarse más en las asignaturas que no le gustan. El mundo de algodón en el que criamos a nuestros menores acabará volviéndose en su contra cuando alcancen la mayoría de edad y empiecen a ser rechazados por la chica que les gusta o no sean contratados para el puesto al que opten. De la falta de tolerancia a la frustración ya hablé en un artículo anterior y ahora vuelvo a retomar la idea de lo pernicioso que es para cualquier niño ser educado pensando que es el ombligo del mundo y que, en lugar de los adultos, él tiene el poder.

Volviendo a la magia de las palabras, precisamente el “superior interés del menor” suele no coincidir con sus deseos. Si le preguntamos a un niño o niña si quiere seguir durmiendo o ir al colegio, todos imaginamos cuál será la respuesta más probable. Lo mismo sucede con la disyuntiva entre cenar hamburguesa o acelgas o con el dilema entre dejar de ver la serie de adolescentes o ponerse a estudiar. Cualquier adulto sabe de entre todas las alternativas expuestas cuál obedece a su superior interés, como también imagina que no coincide con lo que desea. Sin embargo, cuando de salir de la zona de confort del menor se trata -porque irse de su casa para pasar un fin de semana con el progenitor no custodio no deja de ser incómodo-, se sucumbe a la indolencia de este para generar un caldo de cultivo en el que los deseos (y comodidad) del menor se viste de ese pretendido interés del menor se identifica con su superior interés. El roce hace el cariño y consentir la ausencia de contacto lleva al desamor.

Aunque es sencillo asimilar estos comportamientos a acciones voluntarias de los progenitores custodios siguiendo un plan preconcebido de apartamiento del otro -a quien no quieren ver ni en pintura-, con el paso del tiempo he llegado a una conclusión distinta. Si bien los comportamientos maliciosos existen -y no solo entre las madres, sino también entre los padres, sobre todo cuando los menores se convierten en adolescentes reactivos a la disciplina materna-, creo que la mayoría de quienes así se conducen lo hacen por puro fracaso educativo, por un amor malentendido y por poner en el epicentro del poder al menor, que necesita límites y autoridad como necesita besos y alimentos sanos. Esta generación de padres se sacude la responsabilidad como quien se quita la caspa de los hombros, dejando su deber de autoridad por el camino y, adicionalmente, responsabilizando al menor de la decisión de acudir a los tribunales. Me pregunto qué sucederá cuando ese menor crezca y descubra que él o ella ha sido el “causante” de ese frío que da crecer sin uno de tus referentes educativos. Por descontado que no siempre se pueden mantener los lazos con ambos progenitores, no hablo de supuestos en los que media violencia, drogas o ambientes objetivamente tóxicos, sino que me refiero a familias con diferencias, como todas.

Paralelamente a toda esta tendencia, tenemos un legislador que sigue dictando leyes bonitas para su electorado y para cumplir no sé cuántas recomendaciones internacionales en las que el Abracadabra del derecho de familia se repite como una letanía de rosario mariano. La Ley Orgánica 8/2021 de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia dice veintiocho veces “superior interés” del menor, pero no dota ni un euro a la creación de juzgados especializados en menores como víctimas, no destina fondos para proveer de equipos psicosociales a los juzgados (algunos tardan más de año y medio en emitir informes que son cruciales para aquellos) y no se preocupa de que haya en todos los juzgados de España al menos una cámara Gesell (lugares especiales para tomar declaración a menores víctimas de delitos, donde se cuenta con ventana de espejo y donde es un psicólogo formado el que pregunta a través de un sistema de intercomunicación lo que el juez, fiscal o los abogados desean).

Mientras seguimos jugando a magos y dejando a los menores sin sus necesarias dosis de disciplina y frustración, desde los juzgados nos seguimos dando de bruces con la cruda realidad de los déficits sociales: ni formación en cómo realizar audiencias de menores, ni espacios amables para niños donde desdramatizar la experiencia judicial, ni psicólogos infantiles a disposición de los juzgados ni nada de nada. Aún tengo que soportar cada vez que pido al Colegio de Abogados un letrado de turno de oficio para que actúe como defensor judicial de un menor en un pleito donde hay un claro conflicto de intereses con sus progenitores la repetitiva negativa de que el colegio no los nombra para estos casos.

Ya ven. El verdadero superior interés del menor (tener un defensor judicial independiente, tal y como ha ordenado el Tribunal Constitucional) en estos casos no hace magia.

Foto: Kelly Sikkema.

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Natalia Velilla
Soy licenciada en derecho y en ciencias empresariales con máster universitario en Derecho de Familia. Tras un breve periplo por la empresa privada, aprobé las oposiciones a las carreras judicial y fiscal, entrando en la Carrera Judicial en 2004. Tras desempeñar mi profesión en las jurisdicciones civil, penal y laboral en diversos juzgados de Madrid y Alicante y una época como Letrada del Gabinete Técnico de la Sala Primera del Tribunal Supremo, en la actualidad trabajo como magistrada de familia. He sido docente en la Universidad Carlos III, Universidad Europea de Madrid, Escuela Judicial, Instituto Superior de Derecho y Economía y otras entidades y a ratos escribo artículos de arte, derecho y opinión en Expansión, Vozpópuli, El Confidencial, El Español y Lawyerpress. Autora del ensayo “Así funciona la Justicia: verdades y mentiras de la Justicia española”, editada por ARPA.