Corre el año 2018. Entrega de los MTV Awards. Madonna sube al escenario para homenajear a Aretha Franklin quien había fallecido recientemente. Su atuendo llamaba la atención: trenzas, joyas, pulseras de colores y una suerte de corona o algo parecido intentando emular la tradición amazig o beréber del norte de África. Lo que algunos años atrás hubiera podido verse como el intento de visibilizar una cultura ajena a Occidente recibe ahora una crítica que comenzó a expandirse rápidamente desde algunos núcleos universitarios estadounidenses: la apropiación cultural. Madonna se estaría apropiando indebidamente de algo que pertenece a otra cultura. No fue ni la primera ni la última acusada en el mundo de la música. Le pasó lo mismo a Adele (por subir unas fotos con un sostén con la bandera de Jamaica y tener un peinado “estilo afro”); a Ariana Grande (por promocionar ropa con frases en japonés); a Selena Gómez (por pintarse el famoso bindi en la frente y usar ropa característica de la India); a Katy Perry (una vez por aparecer vestida como una geisha y otras veces por usar “trenzas afro”); a Miley Cirus (por bailar “twerking”, esto es, un tipo de baile que sería propio de las mujeres negras); a Rihanna (que lució ropa propia de la cultura china en la tapa de una revista china), etc. La lista es interminable. Algo parecido viene sucediendo con el mundo de la moda: la marca, con sede en Estados Unidos, Urban Outfiters fue acusada de realizar diseños típicos del pueblo Navajo; la londinense KTZ recibió críticas por supuesta apropiación de modelos propios de los Inuit; Dior habría hecho lo suyo con un chaleco tradicional de la región rumana de Bihor; por su parte, hacia 2017, la empresa Topshop realizó un diseño similar a la Keffiyeh, esto es, el típico pañuelo palestino y también recibió críticas; algo similar le ocurrió a Carolina Herrera por su colección 2020 y a Louis Vuitton por el diseño de una silla, ambos acusados de servirse de diseños mexicanos. Aquí también la lista puede continuar hasta el infinito.

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Si bien este tipo de casos aparecen con mayor frecuencia en las noticias, quien se ha dedicado bastante pormenorizadamente a esta problemática ha sido la periodista francesa Caroline Fourest en un libro publicado en 2020 y que ha sido traducido al castellano como Generación ofendida. De la policía de la cultura a la policía del pensamiento.

¿Qué sucederá el día en que alguien reivindique el uso de la rueda como propia de su cultura? ¿Y la imprenta? ¿Deberíamos acusar de apropiación cultural a todos los lectores no europeos?

Fourest, quien desde el título mismo ya sienta posición respecto al modo en que las políticas identitarias han instalado la tiranía de una subjetividad para la cual sentirse ofendido supone ya un acceso directo a la verdad, menciona algunos de los ejemplos aquí indicados y agrega otros conectados con el mundo del arte y la cultura. Defendiendo la idea de una izquierda republicana “a la francesa”, Fourest critica lo que, considera, son derivas autoritarias de movimientos antirracistas. Uno de los casos más famosos en este sentido es el que ocurrió con la artista Dana Schutz quien había realizado una pintura en homenaje a la foto sacada en 1955 del cadáver desfigurado de Emmett Till, un joven afroamericano que había sido asesinado por supremacistas blancos. La madre de Till había querido que lo velaran a cajón abierto para que el mundo fuera testigo de lo que le habían hecho a su hijo de 14 años y la fotografía del cadáver fue tapa de uno de los periódicos de la época. 60 años después, la mencionada Dana Shutz, decide rendir un homenaje a Till y expone su cuadro en el Withney Museum. La respuesta no se hizo esperar: un grupo de escritores afroamericanos publicaron una carta exigiendo que quitaran la obra y otros hasta indicaron que debía ser destruida. La razón era que una persona blanca no podía transformar el sufrimiento de la comunidad negra en un beneficio económico personal. Es decir, el problema no era la obra sino el hecho de que quien la realizó era una persona blanca o, digamos, no negra. Lo que siguió fue la amenaza de boicotear la bienal y el rechazo de la exposición del cuadro en cualquier lugar donde la autora lo dispusiese por temor a represalias.

Otro ejemplo mencionado por Fourest es el que se dio en torno al estreno de la obra de Esquilo, Las suplicantes, el 25 de marzo de 2019 en La Sorbona. La obra gozaba de cierta actualidad porque narra las peripecias por las que tiene que atravesar un pueblo oriundo de Libia y Egipto que pide asilo en Grecia. Si bien la exposición de la obra era un guiño a la problemática de los actuales refugiados, unos cincuenta manifestantes identitarios negros impidieron su realización. La razón es que durante la obra los soldados griegos usaban una máscara blanca, mientras que los representantes del pueblo oriundo de Libia y Egipto usaban una máscara cobriza, lo cual, según los manifestantes, era un ejemplo de “blackface”. Para los que no están familiarizados con el término, hasta bien entrado el siglo XX, en el teatro popular de Estados Unidos era usual burlarse de los negros haciendo que actores blancos se pintaran la cara de negro resaltando, por ejemplo, unos labios gruesos y rojos con el fin de ridiculizarlos como se intentaba ridiculizar a muchas otras minorías.

La acusación de “blackface” demostró que los manifestantes no entendieron el uso que tienen las máscaras en el teatro clásico y en la página 51 del libro de Fourest podemos encontrar a quien mejor respondió a semejante dislate censor, esto es, el director de la obra, quien indicara:

“El teatro es el lugar de la metamorfosis, no el refugio de las identidades. Lo grotesco no tiene color. Los conflictos no impiden el amor. Aquí acogemos al Otro, nos convertimos en el Otro a veces, el tiempo que dure la representación. Para Esquilo, la escala de su puesta en escena es el mundo. En Antígona, elijo que los hombres desempeñen el papel de las chicas, a la antigua. Canto Homero y no soy ciego. En Niamey, los nigerianos hicieron de persas (…) mi última reina persa era negra de piel y llevaba una máscara blanca”.

A propósito de ello, algo curioso le ocurrió a Peter Dinklage, el actor de Game of Thrones, a quien los televidentes suelen identificar como “El enano”. Efectivamente Dinklage nació con acondroplasia y mide apenas 1,35, lo cual, naturalmente, no le impidió destacarse en su labor de actor y ganar numerosos premios. Sin embargo, cuando fue convocado para realizar el papel de Tattoo en una remake de la famosa Isla de la Fantasía, fue objeto de protestas por el hecho de no ser filipino. Aunque sea difícil de creer, Hervé Villechaize, el actor que hacía de Tattoo, no era filipino sino francés pero sus rasgos confundieron a una parte de la opinión pública que indicaba que solo un filipino podía representar a otro filipino.

A propósito de casos como éstos, en la página 43 Fourest indica:

“Los inquisidores de la apropiación cultural funcionan como los integristas. Su objetivo es conservar el monopolio de la representación de la fe, prohibiendo a los demás pintar o dibujar su religión. Es el funcionamiento que caracteriza a los dominantes. En el caso de la apropiación cultural, hay escritores, a veces artistas o activistas, que hacen uso de su calidad de minoritarios para imponer mejor su visión y su monopolio interpretativo”.

Cómo puede ser que esta lógica de guardianes que determinan qué pertenece y qué no a una cultura forme parte de las verdades progresistas de la actualidad es un verdadero misterio. ¿Qué sucederá el día en que alguien reivindique el uso de la rueda como propia de su cultura? ¿Y la imprenta? ¿Deberíamos acusar de apropiación cultural a todos los lectores no europeos? ¿Y el calendario? ¿Quién es el dueño y el apropiador del calendario? ¿Los indios latinoamericanos y los gauchos del sur de Latinoamérica han hecho una apropiación cultural de los caballos europeos? ¿Y la música? ¿Y los idiomas? ¿Qué cultura es capaz de reivindicar para sí el origen puro de alguno de ellos?

Quisiera terminar esta nota con una reflexión que la propia Fourest realiza a propósito de una nota de Kenan Malik, publicada en The New York Times el 15 de junio de 2017 con el título: “In Defense of Cultural Appropiation”. La intervención viene al caso porque muestra el giro que se ha dado en las últimas décadas respecto al modo en que es el hoy denominado “pensamiento de izquierda” el que en nombre de presuntas buenas causas acaba propiciando formas graves de censura. Malik afirma:

“La acusación de apropiación cultural es la versión secular de la acusación de blasfemia. Esto es, la insistencia de que ciertas creencias e imágenes son tan importantes para determinadas culturas que ellas no pueden ser apropiadas por otras culturas.”

Esta idea de la apropiación como versión secular de la acusación de blasfemia se ve perfectamente en el caso de Madonna, tal como la propia Fourest observa. Corría el año 1989. La misma Madonna que casi 30 años después sería acusada de apropiación cultural por sectores de la izquierda identitaria, lanzaba la canción “Like a prayer” con un video en el que había un Cristo negro al cual ella veneraba y besaba, y que, a su vez, representaba a un joven negro acusado falsamente de cometer un crimen que habían realizado supermacistas blancos. La derecha religiosa americana estallaba y el asunto llegaba hasta el Papa mientras el video que se repetía sin cesar culminaba con Madonna luciendo un sugestivo escote bailando al ritmo de un coro Gospel entre unas cruces cristianas que ardían. Mientras se exigía la censura y Madonna era acusada de “blasfemia”, todo el mundo progresista salía a defender la libertad de la artista y el mensaje comprometido. Evidentemente corren tiempos en los que no contamos con la misma suerte.

Foto: Matthew Ball.

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