Hace años, Aida vino con su hija a visitarnos a Guadalajara, España. Paseábamos por la Avenida del Ejército cuando nos cruzamos con dos mujeres marroquíes que iban cubiertas, dejando su rostro encerrado en el óvalo formado por el hiyab. Al verlas, Aida me preguntó en voz alta: “Y éstas, ¿por qué van así?”. Las marroquíes la escucharon y miraron altivas. Para ellas, éramos unos españoles xenófobos más, que atacábamos la cultura islámica expresada en sus pañuelos.

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Pero entonces Aida se encaró con ellas y en su correctísimo árabe de Medio Oriente les dijo: “¿Para eso habéis viajado tanto? ¿Para seguir igual?”. Porque Aida no era una española escandalizada por el hiyab sino que viene de Ramallah, en Palestina. Las dos marroquíes, al verse interpeladas en un árabe académico, en el árabe de allá, de Oriente Medio, agacharon la cabeza. Porque a una palestina no le van a contar ninguna patraña de símbolos culturales y defensa de identidades.

Conocimos a Aida cuando vivíamos en Jerusalén. Alquilábamos en aquel entonces un cuarto en casa de Haifa Khalidi. Los Khalidi llevan viviendo en la Ciudad Vieja de Jerusalén desde el siglo XII. Son la nobleza del lugar e, incluso, un barrio de la ciudad, la Khalidiya, se nombra en su honor.

Haifa siempre ha vivido enla Ciudad Vieja y le gusta cruzar por la Explanada de las Mezquitas para salir de allí. Cuando no hay oración es un lugar tranquilo por el que es fácil transitar. Haifa no lleva velo. Ni siquiera cuando cruza la Explanada. A veces, algún vigilante, de esos jóvenes que no la conocen, le llaman la atención. Pero Haifa les recuerda que el velo es sólo para la mezquita, cuando va a rezar.

Lo mismo me cuenta Rima, miembro de otra de las familias tradicionales de Jerusalén, los Nashashibi. El velo es para rezar. Y he visto como se lo pone cuando la he acompañado a la Cúpula de la Roca.

Es posible que para Rima y Aida sea fácil evitar una imposición, el velo fuera de la mezquita, porque viven en Jerusalén y allí, a pesar de todo, hay más libertad. En los Territorios Ocupados, la cosa es más difícil. Duha, que vive en Nablus, pelea continuamente para que no le obliguen a llevarlo. A Duha le conseguimos una beca para estudiar en la Universidad de Jaén, en España, y allí sacó su doctorado con una tesis sobre el papel de las palestinas en la lucha contra la ocupación.

No, el velo no forma parte de la lucha. Y la ocupación de Palestina por parte de los israelíes sí es un problema real, no una fingida batalla por supuestos derechos culturales.

El hiyab, en demasiados casos, es impuesto

Eso no quiere decir que no haya mujeres que se pongan el velo voluntariamente. Amine, la segunda hija de Aziz, lo hace. Sus hermanas, no. Pero Amine tiene muy claro su rol. Quiere ser una buena musulmana, una esposa sumisa y una madre entregada. Por ese orden. Si es buena musulmana encontrará el marido adecuado al que someterse y con el que procrear muchos hijos.

En algunos casos el uso del ‘hiyab’ es una opción voluntaria; en otros muchos es impuesto por la presión familiar o del ambiente

Escena en la Ciudad Vieja de El Cairo. Foto: Juan M. Blanco

Amine no es tonta, sencillamente, tiene muy claro qué quiere hacer en la vida. Es su decisión. Nadie se lo impone. La prueba es que, en su familia, sus hermanas no siguen ese modelo. No, tampoco Amine es una mujer amargada. Al contrario, tiene mucho sentido del humor y nos hace reír constantemente. A ella nadie le impone el hiyab, pero en muchos otros casos, demasiados, el velo sí se impone.

En los años que trabajé con Shaid, en Omán, muchas tardes acababa la jornada en su casa, tomando café y dátiles. Su hija Sebha y algunos de sus nietos nos acompañaban, escuchando nuestra charla. Con el tiempo, Sebha se acostumbró a estar descubierta frente a mí. Pero en cuanto oía una voz masculina entrando en casa, se tapaba, con auténtico temor. No importaba quien viniera. Si era un hombre y la veía descubierta, tendría problemas.

A esos problemas hacen frente las mujeres cristianas de Erbil, en el norte de Irak, que van siempre descubiertas, incluso en invierno, cuando se agradece llevar una gorra por el frío reinante (yo la llevaba). Sí, incluso entonces se descubren, porque son cristianas (de esa minoría cristiana iraquí que tanto sufrió con el ISIS) y no están sometidas a los hombres como las mujeres musulmanas.

Antes de vivir en Jerusalén, mi esposa consideraba que el hiyab era un valor cultural, que había que respetar la tradición, que la mayoría de las mujeres lo llevaban porque querían o, sencillamente, no les incomodaba. Pero cuando ella trabajó allá en Jerusalén, había de cruzar cada día las callejuelas de la Ciudad Vieja hasta llegar al colegio donde daba clases. Sentía la presión de los hombres que la miraban con descaro, con agresividad. Algunos llegaban a insultarla o la amenazaban con tirarle piedras. Porque era una fresca, una mala mujer que iba descubierta, alguien que merecía ser maltratada.

Llego a plantearse vestir con velo. No por ser musulmana, sino porque se dio cuenta de que, al final, el pañuelo era el refugio donde se escondían la mayor parte de las mujeres. Por cierto, en su colegio, donde sólo había chicas, ni las niñas estudiantes y ni las maestras, musulmanas y cristianas, llevaban velo. Pero si alguien se empecinaba en ello, podía ir cubierta.

Cuando todas esas chicas entraban a la escuela, desde las adolescentes a las más veteranas, todas las musulmanas llegaban cubiertas y, al acceder al colegio, se descubrían. Todas menos una profesora, que estaba en pleno debate consigo misma y, sobre todo, con su familia, sobre si era correcto o no quitarse el pañuelo. Al final, aquella joven no sólo se quedó con el pañuelo, sino que dejó de ser maestra.

Los pantalones o minifalda de la lejana juventud

Muchas tardes, Haifa Khalidi nos enseñaba las fotos de su juventud. A ella siempre le gustó ir con pantalones. Pero a algunas de sus amigas no les importaba llevar falda e, incluso, minifalda. Conocímos a varias de esas amigas, todas ellas cerca de la sesentena. La mayor parte llevaban pañuelo e, incluso, vestían con túnica. Decían que por fervor religioso. Según Haifa, por temor a los familiares. Porque corrían malos tiempos para ser insumisas.

A partir de la revolución iraní de 1979, el pañuelo, que había quedado como una muestra de retroceso, volvió a extenderse por el mundo musulmán

A partir de la revolución islámica iraní de 1979, el pañuelo volvió a extenderse por el mundo musulmán. Algo que había quedado como una antigualla, una muestra de retroceso o marginación, se convirtió en el símbolo del nuevo islamismo radical (daba igual de qué secta, chií, suní…). Conquistó el Medio Oriente, desde Teherán al Cairo, desde Damasco a Adén.

La esposa de Abdullah, cuando cenaba con ellos en su casa en Saná (la capital del Yemen del Norte), me recordaba cómo tras la unión delos Yémenes, a ella le llamó la atención que las chicas del Sur no sólo iban descubiertas, sino que vestían con pantalones e, incluso, había mujeres soldados enfundadas en su ropa militar. Todo eso desapareció cuando el conservador Norte ocupó el Sur (porque al final no fue una unión pacífica, sino una conquista en toda regla).

Erdogán está haciendo retrocecer en el tiempo a Turquía a la misma velocidad en que la hizo avanzar Atatürk

El avance del velo siguió por el Norte de África y hoy también se va imponiendo peligrosamente Turquía, donde Recep Tayyip Erdogán está logrando dar pasos atrás a la misma velocidad que Mustafá Kemal Atatürk logró dar pasos adelante. Erdogan está haciendo retroceder a los turcos todo un siglo.

Feministas occidentales defendiendo el hiyab

Lo llamativo es cuando las feministas de Occidente reclaman la libertad de las mujeres musulmanas para llevar el hiyab como muestra de optar por su cultura islámica frente a la imposición occidental. No, no hay libertad en el hiyab. Las mujeres musulmanas pueden elegir llevarlo, pero entonces aceptan su sumisión o el desconocimiento de su verdadero significado.

Las feministas que defienden el hiyab, sólo demuestran su inocente ignorancia o, mucho más peligroso, una profunda y retorcida maldad

En cuanto a las feministas integristas que lo defienden, sólo demuestran su inocente ignorancia o, mucho más peligroso, una profunda y retorcida maldad, donde en su afán por acabar con nuestra sociedad de libertades están dispuestas a aceptar cualquier imposición antioccidental, a riesgo de condenar a sus pares musulmanas.

Foto: Janko Ferlič


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Alberto Garín
Soy segoviano de Madrid y guatemalteco de adopción. Me formé como arqueólogo, es decir, historiador, en París, y luego hice un doctorado en arquitectura. He trabajado en lugares exóticos como el Sultanato de Omán, Yemen, Jerusalén, Castilla-La Mancha y el Kurdistán iraquí. Desde hace más de veinte años colaboro con la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala, donde dirijo el programa de Doctorado.