A no ser que medie un milagro, a dos semanas de las elecciones ya está el pleito visto para sentencia en México. Las encuestas podrían equivocarse como lo hicieron en las elecciones estadounidenses de hace dos años, pero también podrían acertar.
Según los últimos sondeos, Andrés Manuel López Obrador, más conocido por su acrónimo AMLO, ganaría el día 1 de julio, y lo haría de calle, con un 35%-40% de los votos. Eso le convertiría automáticamente en presidente de México porque allí no hay segunda vuelta, es decir, que Ricardo Anaya, candidato del PAN, segundo en las encuestas, no podrá reclamar para sí los votos del PRI, que atraviesa el que quizá sea el peor momento de su historia.
México no es cualquier cosa. Es, con 120 millones de habitantes, el país hispano más poblado y uno de los más importantes de América
México no es cualquier cosa. Es, con 120 millones de habitantes, el país hispano más poblado y uno de los más importantes de América junto a Brasil, Canadá y Argentina. Pero lo que le hace especial es que comparte una larguísima frontera de más de tres mil kilómetros con los Estados Unidos. Una frontera que Donald Trump ha convertido en uno de sus reclamos políticos predilectos y que hoy por hoy quizá sea la más famosa del mundo.
Cuenta, además, con una economía poderosa, grande, diversificada, dinámica y en plena transformación tecnológica. México, en definitiva, es un termómetro de toda la América hispana y lo que allí suceda se deja sentir en todo el hemisferio. También en España, país al que está unido por el idioma, la cultura y, por qué no decirlo, por la admiración y la desconfianza mutua. Mexicanos y españoles nos miramos en el espejo del otro y nos vemos reflejados. Eso nos gusta y nos disgusta a partes iguales.
Estas y otras muchas razones explican que en el pasado se temiese tanto que hasta México llegase la ola bolivariana que estaba anegando América. No lo hizo por la mínima. En 2006 AMLO, el candidato preferido de Hugo Chávez, estuvo a punto de ganar las presidenciales. Se quedó a 250.000 votos de la victoria, que recayó finalmente en Felipe Calderón, candidato del PAN cuyo más funesto legado fue haber desatado la guerra del narco, que aún continúa y que se ha cobrado ya más de 200.000 vidas.
Desconocemos si AMLO hubiese hecho lo mismo, lo que si sabemos es que en apenas seis meses nos sacará de dudas, ya que una de sus propuestas estrella es acabar con esa guerra mediante el expeditivo método de otorgar una amnistía a los narcotraficantes.
Ahí AMLO ha innovado. En todo lo demás no. Con todo, el candidato de hoy no es el de 2006. Han pasado doce años de tiempo ordinario, pero un siglo de tiempo político. Ya no reclama la revolución pendiente y ha pasado de ser el campeón de la indignación a sermonear como un fraile. Cosas de la edad… y de haber hecho una lectura adecuada del momento. Se cuida mucho de dejarse ver con Maduro, Ortega, Evo Morales y demás escombros del chavismo, que vivaquean despreciados por todos y que siempre terminan haciéndole la campaña al adversario.
Pero que no sea el de 2006 no significa que este politólogo de 64 años se haya convertido en un inofensivo angelito. Los objetivos de antaño los mantiene hogaño aunque, eso sí, ha aprendido de los sucesivos batacazos electorales de 2006 y 2012 a camuflarlos discretamente.
Su programa es un refrito populista de inconfundible sabor hispanoamericano muy similar al que Gustavo Petro ha presentado en Colombia sin demasiado éxito
Su programa es un refrito populista de inconfundible sabor hispanoamericano muy similar al que Gustavo Petro ha presentado en Colombia sin demasiado éxito. Tras el desastre bolivariano la izquierda hispana se cuida mucho de enseñar los dientes, se ha vuelto herbívora de nuevo. Renuncia, al menos por ahora, a empresas más ambiciosas y parece conformarse con pequeñas nacionalizaciones y mucho gasto social.
El programa de AMLO es, por lo tanto, esencialmente económico ya que no puede aspirar a más. Si llegase exigiendo una asamblea constituyente y refundar la República como Chávez en la Venezuela del 98 despertaría desconfianza y la clase media huiría de él. Eso es exactamente lo que quiere evitar. Sabe que jamás llegará a la presidencia sin esa clase media urbana que, al calor de la bonanza económica, ha crecido mucho en las dos últimas décadas.
Y aún con todo, el programa económico es muy contenido, puro politiqués con las intenciones reales escondidas entre las líneas de un sucinto plan de acción de seis puntos. Quiere, por ejemplo, «incrementar la producción nacional en todos los sectores», lo cual es loable, pero eso no depende del Gobierno. México ya produce mucho. En los últimos 25 años aprovechando el NAFTA se ha convertido en una potencia exportadora de bienes de consumo dirigidos en su mayor parte al exigente mercado norteamericano.
AMLO pretende equiparar los salarios de la industria mexicana con los de la estadounidense y hacerlo por ley
AMLO pretende aquí equiparar los salarios de la industria mexicana con los de la estadounidense y hacerlo por ley. A eso los empresarios no se podrán oponer pero siempre les quedará el recurso de echar el cierre y trasladarse a Honduras o El Salvador, cosa que ya vienen haciendo gradualmente en ciertos sectores como el textil porque los trabajadores mexicanos están más especializados y ganan más que los hondureños. La idea de AMLO sería, por tanto, una hecatombe para las maquilas o las fábricas de electrodomésticos que abastecen a Norteamérica. La ley de las consecuencias imprevistas se pondría a funcionar de manera endiablada y muchos mexicanos pasarían de tener un empleo mal remunerado a no tener ninguno.
A partir de aquí todo el programa de AMLO se reduce a expandir el gasto público con la intención no disimulada de construirse una base clientelar que le permita, en última instancia, abordar reformas constitucionales por la vía del referéndum. Entre sus propuestas la de poner un sueldo de 3.600 pesos (150 euros) a los ninis ha sido quizá la más comentada y ridiculizada en las redes sociales.
Inasequible al estado del Tesoro mexicano, que no está para muchos trotes, lleva meses prometiendo subsidios aquí y allá sin orden ni concierto, al que le levanta la mano le devuelve una promesa de pago. Nadie sabe como va a financiar todo eso porque ha prometido no subir los impuestos y la capacidad de endeudamiento del Estado mexicano en el mercado internacional es limitada. Luego sólo queda la espita de la inflación.
Parece terrorífico pero no es nada que los mexicanos no conozcan ya. El país atravesó dos episodios hiperinflacionarios en 1982 y 1995. En ambos casos por idénticos motivos: excesivo gasto público, déficit disparado, shock externo y recurso a la impresora para tapar una herida que sangra a borbotones con una tirita.
México perdió quince años que nunca ha terminado de recuperar a pesar de haber tenido el viento de popa durante el último cuarto de siglo
Como vemos, todo (o casi) ha ocurrido ya en México antes de la llegada de AMLO, que no es ni de lejos el primer presidente populista del país. Tanto Luis Echeverría como José López Portillo en la década de los setenta fueron populistas. Pero México sobrevivió. La institucionalidad mexicana, fuertemente cimentada hace un siglo con motivo de la revolución, impidió dictaduras como las de Castro o Pinochet, pero no que muchos presidentes hiciesen auténticos experimentos con la República y sus habitantes.
El brote populista de los setenta se pagó con la década perdida de los ochenta, las medidas de emergencia tomadas por Salinas de Gortari a principios de los noventa y el tequilazo del 94. México perdió quince años que nunca ha terminado de recuperar a pesar de haber tenido el viento de popa durante el último cuarto de siglo. Ese es el coste diferido del populismo. Pero muchos mexicanos o lo desconocen, o lo han olvidado, o hacen una lectura errónea de su propia historia. Tal vez por eso la van a repetir.
Foto David Taffet
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