El desarrollo de vacunas para proteger contra las infecciones graves por el virus SARS-CoV-2 es un logro espectacular de la ciencia y motivo fundado de esperanza en esta pandemia.

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Sin embargo, pienso que una vacunación obligatoria general con las vacunas Covid 19 es rechazable. Viola el derecho a la autodeterminación corporal y representa una expansión atroz del derecho de intervención del Estado.

Pocos temas nos ayudarán tanto para alcanzar de forma tan rápida la confrontación emocional, porque los críticos de la vacunación, así como sus denostados defensores, tienen en sus mentes un sólo objetivo: quieren lo mejor para ellos y para sus hijos. Y las dos partes hacen uso de un potente argumentario.

A las personas hay que convencerlas de, no obligarlas a. No olviden, si la gente prefiere escuchar a los chamanes, homeópatas y otros «expertos», sus razones tendrán (aunque nosotros no las compartamos)

La decisión de dejarse vacunar (o dejar vacunar a un hijo) o no tiene dos motivaciones primordiales. Una de ellas es puramente personal: quiero sentirme seguro ante enfermedades / no deseo padecer las consecuencias negativas de una vacuna. Discutir sobre ello en parámetros de libertad se me antoja carente de interés. Cada cual puede hacer con su salud lo que le venga en gana. Ocurre que la segunda motivación es puramente social: quien no se deja vacunar reduce la llamada inmunidad de grupo. La inmunidad de grupo (o inmunidad colectiva) describe un tipo de inmunidad que se produce cuando se vacuna a una parte de la población proporcionando protección a los individuos no vacunados. Dina Fine Maron lo explica muy bien en este vídeo

La inmunidad de grupo protege especialmente a aquellos que no pueden protegerse a sí mismos. Aquí están incluidas las personas inmunodeficientes, aquellas que no responden a las vacunaciones o los bebés. Efectivamente: no podemos obligar a nadie a vacunarse que no desee protegerse él mismo frente a ciertas enfermedades por temor a posibles consecuencias negativas de la vacuna, pero debemos tener muy en cuenta, y quien no se vacuna también, las consecuencias que para terceros tiene adoptar semejante decisión.

Tras muchas y largas discusiones mantenidas por este que les escribe, hay tres tendencias principales (con fuerte solapamiento) entre los miembros del movimiento antivacunación:

  1. Los que argumentan fuertemente contra el malvado lobby farmacéutico, que gana millones, miles de millones de euros, vendiendo vacunas que no funcionan. Estas personas pueden ser probablemente encuadradas en lo que yo llamo «víctimas del comunismo popular», algo tan típico occidental como estúpido. Los beneficios de las vacunas hoy en el mercado están sobradamente probada. Y sí, cuestan dinero.
  2. El segundo grupo, a pesar de que tiene una fuerte superposición con el anterior, se compone de quienes centran su argumentación en la inexistente eficacia de las vacunas y los daños resultantes de las mismas.  Con los miembros de este grupo es más difícil discutir, porque la discusión se asemeja a un debate sobre el calentamiento global o la discusión sobre la eficacia de la quimioterapia. Hay «científicos», más o menos prominentes, que tratan de imponer sus estadísticas en las que muestran la peligrosidad e ineficacia de las vacunas. El problema aquí es que el lego tiene grandes dificultades para entender las premisas científicas necesarias a la hora de interpretar datos estadísticos. No se suele tardar mucho, y el debate pasa a convertirse en una disputa sobre cuestiones de fe.
  3. El tercer grupo es el de los asociales: quiero que mi hijo no padezca la enfermedad, pero el riesgo asociado a las vacunas deben asumirlo los demás. Como todos los otros ya se vacunan, no veo necesario hacerlo yo, o que mi hijo lo haga. Esta configuración es simplemente anti-social en el verdadero sentido de la palabra. Pero no está prohibida.

Antes de tomar partido por cualquiera de las posturas (las favorables o las desfavorables a la vacunación obligatoria) debemos tener en cuenta que, con la vacunación obligatoria, los políticos intentan culpar únicamente a los no vacunados de la presión que sufren las unidades de cuidados intensivos. Esta es una estrategia barata de chivo expiatorio y distrae de los muchos errores que ellos cometieron en su propio bando.

Entre los errores destacables se encuentra el hecho de que al principio se suscitaron dudas sobre ciertas vacunas también desde el punto de vista político (AstraZeneca, Moderna), por lo que se descuidó la creación de una confianza suficiente en estas vacunas. A esto hay que añadir (en el caso concreto de Alemania) la reducción de la capacidad de las unidades de cuidados intensivos durante la pandemia y el retraso con que ha comenzado la campaña de refuerzo, la famosa tercera dosis.

La vacunación obligatoria, en contra de lo que se suele afirmar, no reforzará la solidaridad de la población. Al contrario, se basa en la coacción, el castigo y la exclusión, y es una expresión de lo poco que la política sigue siendo capaz de convencer a grandes partes de la población en temas que son incapaces de justificar más allá de “esto es lo mejor para todos”.

La idea de la vacunación obligatoria sugiere que la vacunación no sólo protege a uno mismo de un curso grave de la enfermedad, sino también a los demás de la infección. Sin embargo, se ha demostrado que existe un riesgo nada despreciable de transmisión incluso entre las personas vacunadas. Por lo tanto, tendría más sentido proteger a los grupos de riesgo en determinados contextos a través de test frecuentes y gratuitos.

Una sociedad libre y solidaria acepta que no todas las personas tienen las mismas ideas sobre lo que es bueno y correcto para sus vidas. Tolera diferentes estilos de vida y creencias. La idea de que el Estado debe obligar a sus ciudadanos a hacer lo «correcto» para su propia protección no es compatible con una democracia liberal.

La vacunación obligatoria universal tiene un precio muy alto: la renuncia a los derechos de libertad fundamentales que han hecho tan valiosa nuestra civilización. Este precio se exige tanto a los vacunados como a los no vacunados, porque incluso los vacunados experimentan indulgencia sólo si hacen lo que el Estado les exige (tal vez con la absurda obligatoriedad de llevar mascarilla al aire libre y en cualquier circunstancia, por ejemplo). No deberíamos pagar este alto precio.

La vacunación fue y sigue siendo una lesión. Tiene riesgos, unos conocidos y otros desconocidos, incluyendo el grave sufrimiento, incluso la muerte. Desde un punto de vista de la ética de la libertad existe el derecho a la estupidez, el derecho a confiar en el charlatán y el derecho a comportarse de forma antisocial. Efectivamente: somos libres en tanto que no ponemos en riesgo la libertad, la propiedad o la VIDA de los demás. Me pregunto: ¿hacemos daño a alguien ya por el mero hecho de existir?

A las personas hay que convencerlas de, no obligarlas a. No olviden, si la gente prefiere escuchar a los chamanes, homeópatas y otros «expertos», sus razones tendrán (aunque nosotros no las compartamos). La ciencia, los médicos y los políticos deben tener mayor credibilidad para alcanzar sus fines. Credibilidad, no poder.

Foto: Mika Baumeister.


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