Para que los seres humanos pudieran abandonar sus tribus llegando a construir sociedades civilizadas cada vez mas extensas, fue necesario que se dotaran de valores morales y reglas de juego compartidas que fueron evolucionando con dispares resultados a lo largo de la historia.

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De todas las civilizaciones que han existido, la cristiano-occidental es la única que merece usar con mayúsculas dicho apelativo, como ponen de manifiesto los siguientes rasgos  –no exhaustivos– que la caracterizan y distinguen de todas las demás: la libertad, la propiedad privada, el orden moral, el código civil, la ley natural y la internacional,  los derechos humanos, la ciencia incluida la económica, la universidad, la caridad, los hospitales, la industria, el liberalismo, la arquitectura, la pintura, la literatura, la música, etc.

Si a quienes destruyeron la civilización romana, todavía se les denomina bárbaros, ¿que denominación merecen quienes persiguen y están consiguiendo desmontar la de nuestros días?

El  éxito histórico de la civilización occidental, está sustentado por  la  genuina y sin par conjunción de la libertad personal y la prosperidad económica y social, y ambas manifestaciones, como sostienen todas las muy numerosas y acreditadas investigaciones y ensayos sobre la materia de las últimas décadas tienen profundas raíces institucionales, es decir, dependen de las reglas de juego formales (legislación) e informales (comportamientos sociales) que determinan las acciones humanas.

Entre las instituciones sociales vigentes cabe consignar, además de muchas otras: el lenguaje, la familia, el matrimonio, la justicia, el mercado, la división del trabajo, la moneda, la ciudad, el derecho, la democracia, el Estado, etc…Todas ellas, según descubrieron brillantemente nuestros escolásticos de la Universidad de Salamanca hace mas de cuatro siglos, se caracterizan por su naturaleza espontánea. No las inventaron los gobernantes, ni los legisladores, ni los intelectuales –ni los partidos políticos si hubieran existido-, sino que fueron descubiertas mayormente por necesidad o casualidad y adoptadas socialmente mientras resultaron útiles, pues muchas de ellas posiblemente se extinguieron por desuso.

Es bien sabido que el Derecho Civil romano, ese gran pilar de la civilización occidental, no fue creado por ninguna autoridad o jurista en particular, sino que fue el resultado de la recopilación ordenada de instituciones ampliamente experimentadas y aceptadas por la sociedad a lo largo del tiempo. Se atribuye, por ello, a Catón la siguiente valoración de dicho orden jurídico: “No se basa en el genio de un hombre, sino de muchos: no se fundó en una generación, sino en un periodo de varios siglos y muchas épocas”.

Esta visión evolutiva de la historia de las instituciones humanas originada en Salamanca, terminaría trasladándose al mundo de la ciencia al adoptarla Charles Darwin, para convertirse después en el lugar común de la ciencia moderna.

Frente a esta interpretación evolutiva de la historia del progreso humano surgieron, entre otras menos significativas, dos muy características y convergentes: la Revolución francesa y el marxismo, comúnmente caracterizadas por el “borrón y cuenta nueva” de la historia. Mientras que los revolucionarios franceses negaban todas las leyes e instituciones que les precedieron, los marxistas pretendían conocer “científicamente” el devenir histórico mientras negaban las instituciones del pasado. Los desastres cosechados -con millones de vidas perdidas por el camino– de ambas corrientes políticas, son tan manifiestos que sus seguidores actuales no se atreven a reivindicarlas abiertamente; lo que no significa que su afán de destrucción de las instituciones con las que Occidente ha forjado su éxito no siga vigente. No han cambiado su subversivo designio histórico, solo el método de trabajo.

Ya no se atreven los enemigos de nuestra civilización a combatir frontalmente nuestro orden moral y nuestras instituciones sociales, su estrategia es corromperlas hasta dejarlas privadas de su verdadero significado, como ponen de relieve algunos ejemplos:

  • La libertad, no la niegan; eso sí, la matizan y condicionan, como Lenin cuando le preguntó al socialista español, Fernando de los Ríos, ¿para qué?
  • La ley tampoco la cuestionan frontalmente: la interpretan a su manera, la incumplen sistemáticamente y la vulgarizan mediante decretos al margen del parlamento.
  • La propiedad privada, sin atreverse a eliminarla cuando gobiernan, la limitan tanto como pueden.
  • El orden moral, no osan combatirlo abiertamente; simplemente lo obvian con sus permanentes mentiras, sus falsas promesas y sobre todo con la corrupción de los valores morales en el ámbito educativo.
  • Principios jurídicos esenciales, como la presunción de inocencia, la no retroactividad y la igualdad ante le ley, que han cimentado el progreso occidental son soslayados.
  • Los derechos humanos, una imperecedera creación de la escolástica española con motivo del descubrimiento de América, se han vulgarizado con añadidos populistas sin fin, que restan el protagonismo que merecen los originales y verdaderos.
  • La epistemología de la ciencia, que desde Kant la demarca de la metafísica, está reñida con los enemigos de la civilización occidental; caracterizados por tratar de imponer su ideología contra el viento y marea de los hechos contrastados.
  • La universidad, antaño sede de la seriedad y el rigor intelectual, está crecientemente dominada por el pensamiento liquido -de moda- progresista.
  • Las artes, tanto las literarias, como las figurativas, incluso la música y en particular el cine, están dominadas por la falta de oficio, el mal gusto y el cultivo de una visión completamente falsa de la condición humana, cuya suprema expresión son los “reality shows” televisivos.
  • El lenguaje, se pretende utilizarlo para regresar a un pasado imposible, atropellando por el camino verdaderos derechos ciudadanos; amén de tratar de desdoblarlo -por razón de sexo- hasta hacer ridículo su uso.
  • El matrimonio, una institución social cuyo origen semántico no puede ser mas preciso, no lo objetan; simplemente lo desvirtúan, utilizándolo para denominar cualquier tipo de relación personal, y quizás incluso animal en el futuro.
  • La justicia, carece de vida propia para los progresistas; y la separación de poderes es una mera fantasía burguesa para ellos.
  • El mercado, visto el dramático fracaso de la planificación socialista, no lo cuestionan frontalmente; se conforman con arreglarlo a su manera mediante todo tipo de obstáculos a la libre competencia.
  • La división del trabajo, sobre todo internacional, la consideran junto con la libre competencia construcciones intelectuales de las clases privilegiadas, negando así la realidad que subyace tras la riqueza de Occidente y los países imitadores de sus instituciones.
  • La moneda, cuando están en el poder la devalúan sistemáticamente, empobreciendo a sus poseedores, mientras caminan hacia estados fallidos.
  • La ciudad, cuna de los mejores logros humanos, se pretende sustituir por el regreso a las aldeas vacías.
  • El derecho, formado por reglas –concebidas para durar indefinidamente– que gobiernan la conducta de los individuos en sus relaciones por los demás, solo sirve a los progresistas en función de su utilidad para sus fines políticos.
  • La democracia, descubierta en la Grecia antigua y vertebrada en torno a la división de poderes, la defensa de la libertad, el respeto de las minorías y la limitación del ejercicio del poder, está en las antípodas de subversión totalitaria progresista.
  • Las tradiciones, en tanto que libres expresiones de la sociedad civil –la democracia extendida en el tiempo, para Scruton– están en la diana de los enemigos de una civilización basada y fortalecida por ellas.

Si a quienes destruyeron la civilización romana, todavía se les denomina bárbaros, ¿que denominación merecen quienes persiguen y están consiguiendo desmontar la de nuestros días?

Mientras que el “nuevo marxismo”, desde Gramsci a la escuela de Frankfurt pasando todos por Hegel, “disfrazado de oveja”, según Pedro Fraile, avanza horadando nuestra civilización, en la universidad, los medios de comunicación y la política, la todavía inmensa mayoría de la sociedad civil que aún no ha comulgado con él, debe decidir si “es hora ya de pararlo”; no sea que le suceda como a aquella rana a la que le fueron calentando el agua hasta perecer sin darse cuenta.


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