Es frecuente que la actitud ciudadana ante los partidos, o ante los políticos como se suele decir, sea un tanto displicente si no directamente despectiva porque son mayoría los que piensan que las lacras que afean el funcionamiento de los partidos y que tanto nos perjudican no tienen remedio conocido. La pasividad ciudadana no es sólo la consecuencia del mal funcionamiento de los partidos, sino un efecto que buscan sistemáticamente para poder gobernar a sus anchas.

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En todo el mundo los partidos cumplen funciones similares, pero son organizaciones muy singulares y enormemente distintas, de país a país y dentro de un mismo ámbito político, a las que no resulta fácil someter a un régimen claro, de manera que más que por las leyes, suponiendo incluso que se respeten en lo esencial, lo que no siempre es el caso, su conducta se rige por una tradición y por una cultura propia que, como es fácil comprobar, tiende al culto al líder y al despotismo.

Los partidos que tenemos ahora mismo son una especie de islotes sin la menor exigencia de democracia interna y eso es una de las causas principales de que nuestra democracia se esté empobreciendo y de que caminemos a buen paso hacia un sistema cuya definición, una democracia liberal constituida como monarquía parlamentaria, se vaya alejando cada vez más de su funcionamiento real

Los partidos son, en principio, agrupaciones ciudadanas de carácter privado que cumplen funciones esenciales e irremplazables en un sistema de democracia liberal. Ocupan una posición social y una función política extremadamente peculiares y ello se refleja en la dificultad de legislar sobre su actuación que no deriva sólo del hecho, sin duda decisivo, de que ellos tendrían que ser en todo caso actores imprescindibles en la creación o modificación de su estatus. Cuando se está en el poder y se tiene una legitimidad democrática es muy fácil ceder a tentaciones autoritarias que siempre encontrarán una disculpa en los propios. Sólo una ética muy exigente puede obligar a que los partidos actúen con decencia y su actitud de autodefensa permanente dificulta mucho que la ética pueda prevalecer.

No estaría mal, por ejemplo, que la ley impidiese que un ministro del Gobierno, en especial si es el de Hacienda, pudiera ser a la vez candidato en unas elecciones regionales, pero cosas así de absurdas y contrarias al buen sentido suceden continuamente cuando se confía exclusivamente en que los partidos se autorregulen por exigencias éticas. No estaría de más que la ley estableciese unos controles mínimos sobre su funcionamiento y elecciones internas, de forma que la judicialización que en España garantiza el buen funcionamiento del sistema electoral tuviese ciertas competencias básicas en este asunto.

Es clásico distinguir en las empresas entre propietarios, directivos y clientes, los stakeholders básicos de una empresa que tienen diferentes responsabilidades en su constitución y comportamiento pero que son esenciales para su existencia y su éxito económico. A semejanza de ese modelo cabría distinguir en los partidos tres componentes esenciales, los accionistas propietarios o militantes, los líderes, directivos y empleados y, en tercer lugar, los clientes, es decir los ciudadanos que les dan el voto porque esperan de ellos que lleven a cabo las acciones políticas que consideran esenciales para su satisfacción.

La verdad del caso es que los partidos suelen constituir estructuras muy cerradas en las que los propietarios nominales apenas cuentan y con las que los clientes o electores tienen que conformarse porque no tienen muchas posibilidades reales de influir directamente en la marcha del partido. La peculiaridad más importante de los partidos, si se comparan con el modelo empresarial, es que los clientes no suelen tener muchas oportunidades de cambiar de proveedor, están unidos al partido por algo más sólido que una simple elección porque son, en cierta forma, cautivos respecto a las acciones de los partidos con los que se sienten identificados.

Me parece oportuno recordar una verdad tan elemental porque aunque suela pensarse que allá los partidos con sus decisiones, sus aciertos y sus errores, la verdad esencial del caso es que una de las razones por las que los partidos suelen decepcionar a sus electores es porque no existe una relación simétrica entre unos y otros, los dirigentes tienden a pensar que la política es algo que sólo a ellos concierne y que tienen libertad para decidir, mientras que los electores deben limitarse a pechar con las decisiones que otros tomen.

La teoría democrática dice algo contrario porque afirma que los partidos tienen que ser cauces de representación y se opone a que puedan considerarse entes autónomos que deciden a su aire y sin rendir cuentas a nadie. La realidad política apunta siempre a un exceso de autonomía tal vez porque los electores, cuando están disconformes, deciden reservar sus iras para los adversarios y aceptan resignadamente las disculpas y explicaciones, a veces muy tontas, de quienes lideran los partidos.

La única manera de que en un partido no haya corrupción habitual es que haya transparencia, cuentas claras y auditadas, y democracia interna, lo que requiere un censo creíble, unas elecciones internas abiertas y limpias, con garantías, y unos estatutos que lo establezcan de manera taxativa. Adelantaré mi convicción de que eso no será posible en España sin que se instrumente algún tipo de garantía auditora o judicial que prive a las secretarías de organización de hacer mangas y capirotes con censos y resultados. Una reforma legal rigurosa del régimen económico de los partidos ayudará, además, a que nadie pueda prestar oídos a quienes demandan comisiones en nombre del partido, disculpa cínica de una gran variedad de comisionistas que lejos de robar para un tercero, lo que hacen es recaudar para sí mismos: parece bastante lógico suponer que nadie roba para que el botín vaya a manos de otros.

Como se sabe desde hace mucho tiempo, los partidos tienden a ser oligárquicos, de forma que se necesita arbitrar sistemas que puedan corregir esas tendencias y permitan articular un nivel alto de participación ciudadana y de renovación política. Es necesario, por ejemplo, evitar que la elección de los órganos de gobierno y de los candidatos electorales esté controlada de manera férrea, desde arriba, que no tenga nada que ver con un proceso abierto de selección de los más aptos, de aquellos que tengan el apoyo de la mayoría.

Hay que hacer que ese mangoneo tan habitual de alterar los procesos de elección internos sea ilegal e imposible en la práctica por ser opuesto a la definición constitucional de la naturaleza y función de los partidos, además de enteramente contrario a cualquier forma defendible de organizar las democracias. Lo que no tiene sentido es que lo que consideraríamos un delito electoral, alterar los censos, intervenir las urnas, impedir a ciertos candidatos presentarse, en el sistema público se haya convertido en moneda de circulación corriente en el seno de los partidos.

Las consecuencias de mayor importancia de la casi completa ausencia de democracia interna en nuestros partidos son dos, la primera que fomenta una especie de hipocresía política por la cual los principios democráticos se aplican hacia fuera pero nunca en los asuntos internos, pero hay otra todavía más importante que consiste en que el partido queda completamente aislado de la sociedad, pierde a toda velocidad capacidad representativa y se convierte en un lobby que sólo se interesa por sí mismo. El reciente apagón muestra que los españoles querríamos saber qué ha pasado, pero la maquinaria interna del poder socialista se empeña a fondo en no explicar nada y, en consecuencia, en retirarnos la capacidad de juzgar precisamente sobre su gestión que es algo exigible en cualquier democracia.

La parte de la sociedad española que no se resigna a ser cada vez más pobre y menos libre, a estar sometida a un poder administrativo sofocante y caótico, pasto de la corrupción y el despilfarro, necesita partidos más abiertos y representativos en los que una ética cívica exigente impida que se conviertan en oligarquías absolutistas y arbitrarias.

Los partidos que tenemos ahora mismo son una especie de islotes sin la menor exigencia de democracia interna y eso es una de las causas principales de que nuestra democracia se esté empobreciendo y de que caminemos a buen paso hacia un sistema cuya definición, una democracia liberal constituida como monarquía parlamentaria, se vaya alejando cada vez más de su funcionamiento real.  Pedro Sánchez puede hacer lo que hace, comportarse cada vez más abiertamente como un autócrata que está más allá de cualquier control, precisamente porque en su partido ha desaparecido cualquier atisbo de democracia interna, de pluralismo y de debate político.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web