Hace unos meses, numerosos periodistas y políticos participaron en una campaña mediática bajo el lema “Yo también soy machista”. Según ellos, todos nosotros vivimos en una sociedad patriarcal, que considera al hombre superior a la mujer y que perpetúa la cultura machista en la que, según ellos, nos criamos. No fue una idea original.
Las estrategias colectivistas de los lobbies de presión no son algo nuevo. Hace ya mucho tiempo, desde que se volvió normal leer noticias sobre minorías supuestamente oprimidas, que, de una u otra manera, buscan influir en la toma de decisiones políticas. La mayoría de las soluciones que ofrecen a sus problemas, si es que realmente los tienen, suelen ser bastante autoritarias. Un ejemplo es la propuesta de Ley LGTB de Podemos, que busca penalizar con incluso 45.000 euros de multa a aquellos que utilicen insultos “homófobos”.
Luchar por el fin de la discriminación no es algo intrínsecamente negativo, todo lo contrario, pero sí lo es pasar por encima de la libertad ajena para alcanzar tan noble objetivo. Una mayoría de ciudadanos, gran parte de ellos poco o nada informados sobre las luchas que abanderan, considera, aunque no lo expresen con tales palabras, que el fin justifica los medios. Y todo aquel que aporte algo de cordura al debate será tachado de homófobo, machista, racista o el mejor descalificativo posible para dejar claro a la sociedad que ese tipo de gente no merece ni existir.
“Yo también soy machista” era el eslogan de la campaña, pero perfectamente podría haber calado con “Yo también soy racista”… o “Yo también soy empresario”
En medio de este remolino de acusaciones gratuitas contra el sentido común, muchos han caído en la tentación de auto inculparse para no sufrir las consecuencias de actuar según sus principios y no según el buenismo. “Yo también soy machista” era el eslogan de la campaña, pero perfectamente podría haber calado con “Yo también soy racista” o “Yo también soy empresario”. De lo que se trata es de culpabilizar a una parte de la población y hacer que esa parte se vea a sí misma como un estorbo, un opresor al que hay que controlar. ¿Por qué se criminalizan comportamientos o actitudes completamente normales? No, abrir la puerta a una mujer no es ninguna opresión, como tampoco lo es llamar, sin hacerlo de forma peyorativa, negro a un negro o blanco a un blanco. A este paso, no vamos a poder decir nada a nadie, no sea que los ofendidos de siempre, que lejos de preocuparse por problemas reales centran su atención en la manipulación mediática y en la presión social, nos tachen de alguna deshonrosa manera.
El miedo ha tenido el efecto deseado. Demasiados han callado por él, pero la tendencia parece estar cambiando. No me refiero a la irrupción de un partido u otro, sino de todos los políticamente incorrectos, sean del color que sean, rebelándose contra el control que un enorme y ruidoso grupo de perturbados ejerce sobre ellos. Por supuesto, a muchos de los que han creído todo lo que lo políticamente correcto les dictaba les ha pillado por sorpresa este cambio. “¡Son fachas y están orgullosos!” gritaban unos cuantos hace unas semanas, cuando debían estar celebrando de manera eufórica el comienzo de la victoria del pensamiento libre, del debate de las ideas y el cuestionamiento de las imposiciones.
La tolerancia brilla por su ausencia en una colosal parte de los autodenominados “tolerantes”
Muchos viven en una burbuja en la que salirse mínimamente del discurso mainstream está muy mal visto y, por tanto, les extraña que no todo el mundo opine como su grupo, su clase o los usuarios a los que sigue en Twitter. Realmente la libertad es diversidad, y a estas personas, la libertad no les hace la más mínima gracia. La tolerancia brilla por su ausencia en una colosal parte de los autodenominados “tolerantes”.
Visto lo visto y revisado el autoritarismo silencioso, ¿cómo podemos llamar a aquellos que, creyendo las mentiras del pensamiento único, deciden auto inculparse de tan cobarde manera? Esclavos. Pero esclavos que se encadenan de manera voluntaria, gente con problemas muy parecidos al Síndrome de Estocolmo. Esclavos orgullosos que están dispuestos a luchar contra sí mismos (y contra sus semejantes) con tal de ser aceptados por personas que, de mostrarse tal y como son, les mandarían a tomar viento fresco. Nos obsesiona esa falsa aceptación que buscamos de manera totalmente irracional e instintiva, y muchas veces no nos paramos a pensar si realmente vale la pena dejar de ser uno mismo en pos de la pertenencia a un grupo que ni siquiera nos valora.
Un político debe guiarse por unos valores firmes. Los principios traen votos, y no al revés
Parte del éxito de esta mentalidad es de aquellos que, debiendo haber actuado contra ella, no lo hicieron. No pocos decidieron comprar ciertos dogmas para no parecer radicales, para no desentonar demasiado. Pero, francamente, no veo problema en desentonar si se hace en defensa de la libertad. Un político debe guiarse por unos valores firmes. Los principios traen votos, y no al revés. La gente vota a un partido porque, en líneas generales, comparte sus propuestas. Los grandes líderes de la historia han sido claros y sinceros, sin ceder ante populismos ni a la presión social, aun a costa suya.
La sociedad actual tiene poco de crítica. La mayoría se conforma con ser un simple espectador de los sucesos que ocurren a su alrededor. Creen que no les afectan, pero se equivocan, y en vez de actuar, llegan al extremo de auto inculparse para ser aceptados por otros que, de conocerlos bien, no les valorarían en absoluto. Es el silencio más dañino de todos; el voluntario.
Hay cosas muy importantes que deben cambiar, pero no cambian solas
Demasiados se han convertido en esclavos orgullosos, que se encadenan a sí mismos y se sustituyen por la “comunidad”, acabando con su individualidad y, junto con ella, su autenticidad. Muy a menudo me hago la misma pregunta; ¿Se conseguirá acabar con esto? Y siempre hallo la misma respuesta; depende de si somos lo suficientemente críticos como para desafiar al pensamiento único; de si somos lo suficientemente valientes como para alzar la voz contra él; de si somos lo suficientemente perseverantes como para no caer en el intento. En resumen, diré que hay cosas muy importantes que deben cambiar (aunque no siempre son las que la mayoría considera), pero no cambian solas.
Foto: Sandeep Swarnkar