Sobre el carácter de los españoles hay cientos de citas, quizá miles, casi todas inexactas por simplistas. A este ejercicio de calificarnos tomando el todo por una parte se han sumado a lo largo de los siglos multitud de personajes, de dentro y fuera de nuestras fronteras. Desde los más lúcidos hasta los más tenebrosos. A Winston Churchill se le atribuye la lindeza que dice: «los españoles son vengativos y el odio les envenena» (en referencia a la Guerra Civil de 1936). Y Napoleón Bonaparte, aquel general corso que quiso reformar Europa a cañonazos, dejó dicho, quizá porque su sueño imperial empezó a desmoronarse precisamente al cruzar los Pirineos, que España era «una chusma de aldeanos guiada por una chusma de curas». Y como final de esta breve muestra, cabe añadir la cita atribuida a Julio César, un tanto menos peyorativa y dramática, que reza: «dichosos los españoles para quienes beber es vivir».
Sin embargo, el argumento más distorsionador es el que surge desde dentro de España y asegura que este es el país de la picaresca, esgrimiendo el Lazarillo de Tormes como prueba irrefutable de que, desde casi siempre, no tenemos remedio. Pero no se señala a la nación política sino a esa otra más llana, la del ciudadano común, a quien se considera incapacitado para juzgar la acción de gobierno porque nunca ha sabido discernir entre lo que le conviene y lo que no. Sin embargo, el verdadero trasfondo de ese relato es la denuncia contra el poder y, muy especialmente, contra aquellos personajes menores que cooperan con él y viven en sus inmediaciones, como podía ser un miembro del bajo clero o un modesto hidalgo. Contrariamente a lo que muchos defienden, El Lazarillo de Tormes es el retrato minucioso de una sociedad cerrada, en la que la asfixiante falta de expectativas dibuja un horizonte sombrío que transforma el ingenio en picaresca.
Lo que impide que los españoles se reconcilien con la idea de España y actúen de forma cooperativa es la injerencia de un modelo institucional y de Estado que se ha empeñado en anular ese carácter emprendedor y práctico, privando a las personas de las cualidades necesarias para enfrentarse a los retos del presente
Aún hoy permanece la idea de que nuestra indisciplina se debe a una tara genética, de la que sólo se libra un puñado de afortunados. No es cierto. Si hay algo que se repite a lo largo de nuestra historia, detalle que olvida la mayoría de aquellos que nos califican tan despectivamente, es que es difícil encontrar un país europeo que haya tenido tan mala suerte con la mayoría de sus gobernantes. Y una élite en general mediocre, sólo preocupada por engordar sus patrimonios mediante el favor del poderoso. Este hecho no es producto de la fatalidad o el destino, sino resultado de un secular déficit de libertad que ha impedido al común controlar a reyes y presidentes. Una anomalía que está en el origen de casi todos nuestros problemas.
Este legado envenenado ha llegado hasta el presente prácticamente intacto, alumbrando en 1978 una ficción democrática que décadas después se ha vuelto pesadilla. Y mientras el ciudadano común, no siempre sobrado de inteligencia ni de buenas intenciones, todo hay que decirlo, ha intentado abrirse camino y alumbrar una España más solvente, la nación política, con sus intereses creados y su irresponsabilidad crónica, ha proyectado al exterior, también a lo largo de los siglos, una imagen de país bastante mejorable.
Los españoles no podremos solucionar nuestros problemas si no rompemos antes con esta singularidad. Los ciudadanos deben poder juzgar y controlar las decisiones de sus gobernantes, no sólo mediante el voto cada cuatro años, sino mediante mecanismos democráticos disponibles en otras naciones europeas.
Es evidente que la libertad individual implica ciertos riesgos, no ya para el país sino especialmente para los particulares, y que, como dijo el filósofo, “el mundo no puede ser redimido de una vez para siempre. Por eso, cada generación tiene que empujar, como Sísifo, su propia piedra, para evitar que ésta se le eche encima aplastándole”. Pero si los españoles no alcanzan mayores cotas de independencia, entendida ésta como un compromiso con la responsabilidad individual, la capacidad de decisión y la creación de riqueza, y no sólo como la acumulación de endebles derechos comunes asociados al reparto de rentas, será muy difícil que España pueda salir airosa, no sólo en lo que respecta a los problemas más apremiantes, sino de esos otros que, inevitablemente, llegarán más adelante.
Pero volvamos de nuevo a las visiones tradicionales y a los clichés, y veamos de qué otra forma, más épica y tenebrista, retrataba el escritor vienés Stefan Zweig a los españoles que, de la mano de Vasco Núñez de Balboa, descubrieron el Océano Pacífico en 1513:
“Devotos y creyentes como ninguno, invocan a Dios Nuestro Señor desde lo más profundo de su alma, pero cometen atrocidades. Obran a impulsos del más sublime y heroico valor, demuestran el más alto espíritu y capacidad de sacrificio, y al punto se traicionan y combaten entre sí del modo más vergonzoso, conservando a pesar de todo, en medio de sus vilezas, un acentuado sentido del honor y una admirable conciencia de la grandiosidad de su misión”.
Estas otras visiones, que dibujan una imagen épica y aparentemente halagadora pero llena de sombras, son tanto o más engañosas que las meramente peyorativas. En ellas, con un tono halagador, también se traslada la creencia de que la singularidad de lo español está en nuestro carácter y es fruto de algún influjo divino, no de la naturaleza de nuestras instituciones formales e informales, la organización política, la economía y la capacidad tecnológica. De ahí que en el siglo XXI todavía gocen de predicamento algunas de las teorías que en su día formuló Ortega y Gasset en su libro España invertebrada (1921), con las que pretendía acreditar la debilidad de la raza española, y por tanto su devenir histórico, en base a sus raíces visigodas:
“Eran, pues, los visigodos germanos alcoholizados de romanismo, un pueblo decadente que venía dando tumbos por el espacio y por el tiempo cuando llega a España, último rincón de Europa, donde encuentra algún reposo. Por el contrario, el franco irrumpe intacto en la gentil tierra de Galia, vertiendo sobre ella el torrente indómito de su vitalidad”.
El ilustre filósofo y ensayista no sólo cometió el error de evitar la aproximación a la realidad mediante el método de la observación, el análisis y la contrastación, sino que, aún peor, convirtió estos factores fundamentales en consecuencias subordinadas a nuestra naturaleza.
Por el contrario, desde un punto de vista bien distinto, mucho más abierto, ambicioso y acorde con los nuevos tiempos, prologaba John Huxtable Elliott (Reading, 1930) su libro La España Imperial, editado por primera vez en Londres el año 1963:
“Una tierra seca, estéril y pobre: el 10 por ciento de su suelo no es más que un páramo rocoso; un 35 por ciento, pobre e improductivo; un 5 por ciento, medianamente fértil; sólo el 10 por ciento francamente rico. Una península separada del continente europeo por la barrera montañosa de los Pirineos, aislada y remota. Un país dividido en su interior mismo, partido por una elevada meseta central que se extiende desde los Pirineos hasta la costa meridional. Ningún centro natural, ninguna ruta fácil. Dividida, diversa, un complejo de razas, lenguas y civilizaciones distintas: eso era, y es, España”.
Más adelante el ilustre hispanista se preguntaba cómo aquella España, que hasta el siglo XV había sido una mera denominación geográfica, se había convertido súbitamente en una potente realidad histórica. Acontecimiento del que Maquiavelo dio fe con estas palabras:
“Tenemos en la actualidad a Fernando, rey de Aragón, el actual rey de España, que merece ser considerado muy justamente como un nuevo príncipe, pues de un pequeño y débil rey ha pasado a ser el mayor monarca de la cristiandad”.
Es evidente que la raza no puede explicar de forma lógica y racional nuestro pasado y tampoco nuestro presente. Entre otras muchas razones, porque no ha existido una raza española como tal, sino una diversidad que en un momento dado y por diferentes motivos cristalizó en el Estado nación que hoy llamamos España. El material que unió aquello que era diferente y diverso, y en ocasiones antagónico, en una entidad fueron las circunstancias compartidas por unas gentes que aisladas del resto de Europa por el Norte y amenazadas por poderosos enemigos que fluían sin cesar desde el Sur, desarrollaron un espíritu de frontera y una mentalidad combativa con los que alcanzar la seguridad y la prosperidad de las que carecían. Por eso el español era emprendedor y aventurero, y en ocasiones temerario.
Lamentablemente el sometimiento a unas instituciones expansivas e invasivas, corruptas y miopes, con sus incentivos perversos, ha convertido aquel espíritu cooperativo en oportunismo; la creatividad y el genio en indisciplina; y el sentido de la justicia en un rechazo sistemático a la autoridad. De tal suerte que en el fuero interno de cada ciudadano, aun en el más sumiso, hay un resentimiento que, a menudo, aflora en forma de egoísmo exacerbado y un comportamiento poco cívico.
Lo que impide que los españoles se reconcilien con la idea de España y actúen de forma cooperativa es la injerencia de un modelo institucional y de Estado que se ha empeñado en anular ese carácter emprendedor y práctico, privando a las personas de las cualidades necesarias para enfrentarse a los retos del presente. De ahí que para alcanzar el mismo nivel que las naciones más avanzadas, España, además de reformas económicas, precise un modelo político distinto, nuevas reglas de juego que incentiven las virtudes y no los defectos y garanticen la igualdad ante la Ley, la igualdad de oportunidades y la libertad para emprender.
En definitiva, el problema de España no está en la genética, ni tampoco en ese incombustible fatalismo con ribetes épicos que, como relataba Stefan Zweig, nos acompaña desde hace siglos. Basta con observar cómo nuestros compatriotas, una vez emigran y se integran en sociedades mucho más exigentes, pero más abiertas y justas, destacan y prosperan como el resto. Mientras que, por el contrario, los ciudadanos provenientes de esas mismas sociedades, cuando se instalan en España, no sólo desarrollan nuestros mismos defectos sino que, en no pocos casos, los agravan.