Llámeme ingenuo, querido lector, pero creo que toda generación tiene un deber, además de ganarse la vida dignamente: intentar dejar a los que vienen un mundo algo mejor que el que recibieron. Mejor no sólo en lo material, también en lo que se refiere a las conductas y actitudes. Desgraciadamente, mi percepción es que España no está mejor que cuando lo recibí de mis padres. Durante un tiempo, pareció que los de mi generación estábamos cumpliendo con ese deber no escrito. Pero fue sólo un espejismo.

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¿46 años desperdiciados?

La reinstauración de la democracia en 1978 tuvo un comienzo complicado. El partido que ganó las primeras elecciones, UCD, más que un partido fue una agrupación de tendencias difíciles de conciliar, donde los más aperturistas pugnaban con los más reticentes al aperturismo. Este inestable partido-agrupación tuvo que afrontar graves desafíos, como la pérdida dramática de competitividad de la industria española, el terrorismo de ETA y las tendencias reaccionarias que se sustanciaron en el fallido golpe de Estado de 1981, apenas tres años después de reinstaurada la democracia.

Sin embargo, la imperfecta democracia española sobrevivió para ver llegar el primer gobierno socialista de Felipe González, un gobierno que, todo hay que decirlo, en su primera legislatura fue razonablemente liberal y reformista. Sin embargo, en la segunda la corriente interna contraria al enfoque tímidamente liberal, liderada por Alfonso Guerra, se impuso. El PSOE purgó el partido y empezó a distanciarse de los socialdemócratas europeos. Desde entonces los españoles nos vimos privados de “una izquierda homologable a la europea”. Ahí empezó la polarización y el abandono del espíritu de la Transición en favor de un sectarismo que iría de menos a más, hasta alcanzar las alarmantes cotas actuales.

La frase pronunciada por José Luis Rodríguez Zapatero en plena campaña electoral y recogida accidentalmente por un micrófono abierto, «nos conviene que haya tensión», fue el pistoletazo de salida de una estrategia basada en el enfrentamiento y la división

A mediados de la década de 1990, sin embargo, nos las arreglamos para reconducir la situación y cobrar un nuevo impulso, imperfecto, pero más prometedor. Lamentablemente, los atentados del 11 de marzo acabaron con el espejismo liberal y nos llevaron de regreso a la pesadilla de la polarización y el sectarismo. La frase pronunciada por José Luis Rodríguez Zapatero en plena campaña electoral y recogida accidentalmente por un micrófono abierto, «nos conviene que haya tensión», fue el pistoletazo de salida de una estrategia basada en el enfrentamiento y la división, justo lo que la Transición, con todos los defectos y carencias que se quiera, había intentado conjurar.

Después vino el crash financiero de 2008, las llamadas telefónicas intempestivas desde Berlín y Washington, las políticas de choque y la defenestración del inefable Zapatero en las elecciones generales de 2011. Mariano Rajoy (PP) obtuvo una histórica mayoría absoluta, pero de poco nos sirvió porque con todo en su mano, Rajoy nada hizo por reformar un país en franca decadencia. En las siguientes elecciones, con casi seis millones de votos perdidos, Rajoy a duras penas pudo renovar su mandato. Dos años más tarde, en 2018, sería puesto de patitas en la calle gracias a una moción de censura promovida por el PSOE y a la se sumaron comunistas y nacionalistas vascos y catalanes.  Así llegó Pedro Sánchez al poder, con su promesa de regenerar la política española. El mismo Pedro Sánchez que, cercado por la corrupción, está determinado a no dejar piedra sobre piedra del edificio constitucional español.

Este es un resumen muy somero de los últimos 46 años de nuestra historia, a lo largo de los cuales tuvimos varias ventanas de oportunidad para hacer realidad una España mucho mejor que la actual, en la que el empobrecimiento se ha cronificado. Los jóvenes españoles de hoy enfrentan una situación de precariedad laboral sin precedentes. El desempleo juvenil, la temporalidad y la falta de oportunidades para desarrollar una carrera estable son desafíos enormes. El acceso a la vivienda se ha convertido una de las mayores dificultades para los jóvenes, debido a los altos precios del alquiler y la dificultad para adquirir una vivienda que las políticas socialistas de todos los partidos han agravado. A lo que se suma la desafección política, la polarización y la desafección creciente hacia los partidos políticos y, en general, hacia la propia política.

La traición de los partidos

Desde muy temprano, los partidos políticos apostaron por desarrollar redes clientelistas, que respondían más a los intereses particulares de ciertos grupos, y la promoción de bases electorales radicalizadas con las que conjurar las críticas internas. Lo que se tradujo en políticas que beneficiaban a grupos de interés y disparaban la corrupción, convirtiendo a los partidos en parte fundamental de los problemas, nunca en su solución.

En el mejor de los casos, desde muy temprano la política en España ha estado dominada por una visión de corto plazo, centrada en ganar las siguientes elecciones o mantenerse en el poder. Las decisiones políticas se toman en función de cómo impactarán en el próximo ciclo electoral, no por su pertinencia o necesidad, lo que ha conducido a la adopción sistemática de medidas populistas y coyunturales, en lugar de políticas estructurales y de largo plazo que beneficien a la sociedad en su conjunto.

La política se ha degradado a una mera reyerta entre partidos y facciones que pugnan por su parte del botín, mientras el país se precipita en una crisis política, económica y social que parece no tener suelo

Además, el sistema parlamentario español cada vez más fragmentado e inasequible al diálogo ha dificultado la formación de mayorías estables y la implementación de políticas coherentes. Los partidos, en lugar de buscar acuerdos amplios para resolver problemas comunes, optan por bloquear las iniciativas del adversario o formar alianzas que benefician a minorías, como los nacionalistas o regionalistas.

Los casos de corrupción, principalmente en el PSOE, pero también en el PP, han dañado gravemente la confianza pública en las instituciones. El clientelismo y la corrupción han debilitado la eficacia del sistema político, desviando recursos públicos y desvirtuando el principio de meritocracia. Además, al ser los propios partidos los protagonistas de los escándalos, sus reformas anticorrupción son brindis al sol o directamente burdos engaños.

Para colmo de males, la creciente polarización política ha llevado a que el debate público se centre más en demonizar al adversario que en analizar y abordar los problemas reales. Esto ha afectado tanto al PSOE como al PP y, más recientemente, a los partidos emergentes. Esta polarización divide a la ciudadanía y alimenta el enfrentamiento, imposibilitando cualquier acuerdo para abordar problemas apremiantes. Así la política se ha degradado a una mera reyerta entre partidos y facciones que pugnan por su parte del botín, mientras el país se precipita en una crisis política, económica y social que parece no tener suelo.

A todo lo anterior se añade la creciente dependencia de los partidos regionalistas y nacionalistas para formar gobierno (como ERC, PNV o Bildu) ha llevado a que estos últimos obtengan concesiones que perjudican muy gravemente al conjunto del país. Esta dinámica regionalista ha terminado convirtiendo a todas las comunidades autónomas sin excepción en instituciones carroñeras que lejos de cumplir con su teórico cometido de proporcionar una mejor gestión local, se dedican a alentar instintos identitarios y tribales propios de las sociedades primitivas.

Enfrentamiento, corrupción y fragmentación

Convertidos en clubes de acceso restringido que sólo tienen ojos para sus propios intereses, los partidos políticos han acabado funcionando al margen de la sociedad y desconectándose de los problemas cotidianos que enfrentan los ciudadanos, como la precariedad laboral, la falta de oportunidades, el empobrecimiento, el expolio fiscal, la sobrerregulación, la escasez de viviendas y el deterioro de los servicios públicos. Además, la falta de responsabilidad política ha convertido en costumbre que los líderes y altos cargos no dimitan cuando se ven envueltos en casos de corrupción o incompetencia. Lo que refuerza aún más, si cabe, la percepción de impunidad y erosiona la confianza pública en el sistema democrático.

En lugar de consensuar políticas que beneficien al conjunto de la sociedad, la dinámica política ha fomentado el enfrentamiento, la corrupción y la fragmentación

En lugar de buscar soluciones reales a los problemas, los partidos recurren al populismo en su acepción más degradante y a la manipulación del debate público, utilizando los medios de comunicación o las redes sociales para simplificar cuestiones complejas y exacerbar la polarización mediante la infantil política del zasca. El debate democrático se ha convertido así en una trifulca permanente de bajísimo nivel que ha arruinado la política. Dicho en palabras de Ramón Pérez de Ayala: «El problema de los partidos es que se dedican a que sus partidarios no piensen». O en las de Antonio Machado: «En España, de cada diez cabezas, una piensa y nueve embisten».

El problema de fondo es que los partidos políticos han tendido a anteponer sus intereses de poder sobre los del país. Esto ha generado una serie de disfunciones en el sistema político y ha dificultado la adopción de reformas necesarias para mejorar las perspectivas de futuro, muy especialmente para los jóvenes. En lugar de consensuar políticas que beneficien al conjunto de la sociedad, la dinámica política ha fomentado el enfrentamiento, la corrupción y la fragmentación.

¿La solución?

Hasta aquí el diagnóstico. Llegamos al escabroso puntode la solución. Seguramente, más de un lector dirá que, si la solución depende de los partidos, entonces no tenemos remedio. Y es cierto, pero sólo hasta cierto punto. Porque los ciudadanos tenemos también nuestra buena parte de responsabilidad.

La responsabilidad del pueblo en el desarrollo político y social de un país es un tema complejo, pero sin duda, tiene un papel crucial. En el caso de España, hay varios niveles en los que la sociedad comparte cierta responsabilidad en lo que ha ocurrido en las últimas décadas:

Voto y participación política

El pueblo es el que elige a sus representantes a través de elecciones democráticas. Si bien los partidos políticos tienen gran parte de la culpa por sus acciones, es el electorado quien los legitima. Cuando los ciudadanos continúan votando por políticos o partidos a pesar de escándalos de corrupción o promesas incumplidas, existe una responsabilidad compartida. La falta de una evaluación crítica del desempeño de los políticos también contribuye a que se perpetúen malas prácticas.

Cultura del «mal menor»

En España, como en muchos otros países, existe una tendencia a votar por lo que se percibe como el «mal menor», es decir, votar por un partido o candidato no porque inspire confianza, sino porque el otro se considera peor. Esta lógica, aunque entendible, perpetúa un sistema donde no se elige a los mejores, sino simplemente a los menos dañinos, lo que dificulta la regeneración política y la llegada de líderes realmente comprometidos con el bien común.

Pasividad o resignación

Una parte de la responsabilidad también recae en la pasividad o la resignación de muchos ciudadanos. En lugar de exigir cambios reales, a menudo hay una actitud de «esto es lo que hay», que refuerza el statu quo. Movilizarse, involucrarse en política, exigir transparencia y hacer valer los derechos como ciudadanos es esencial para cualquier democracia. En España, como en otros lugares, la desafección política o el «dejar hacer» debilita el control ciudadano sobre las instituciones.

Apoyo a las políticas de confrontación

La polarización es otro factor. El apoyo a políticos o partidos que fomentan la confrontación y la división social, en lugar de buscar soluciones, ha contribuido a agravar la situación política. Cuando el pueblo se alinea más con su «tribu» política que con los intereses generales del país, se profundiza la fragmentación y se legitima el juego de poder y de enfrentamiento en lugar de políticas de cooperación y mejora colectiva.

Tolerancia a la corrupción

La corrupción es un mal endémico en muchas sociedades, pero su persistencia también depende del grado de tolerancia que el público tiene hacia ella. En España, aunque ha habido movimientos en contra de la corrupción, la realidad es que se sigue votando a políticos implicados en casos de corrupción, lo que envía un mensaje de permisividad o indiferencia.

Medios de comunicación y opinión pública

Los medios juegan un papel crucial en la formación de la opinión pública, y el consumo pasivo de información o la falta de espíritu crítico hacia la manipulación mediática también es una responsabilidad compartida por el pueblo. Cuando los ciudadanos aceptan versiones simplificadas o manipuladas de la realidad, sin cuestionarlas o buscar alternativas, se facilita el control del relato por parte de los intereses políticos.

Así pues, aunque los políticos y los partidos tienen una responsabilidad mayor en la situación actual, los ciudadanos también tenemos nuestra parte de culpa. La falta de una actitud más activa, racional, crítica y exigente, así como la resignación ante la polarización y la corrupción, contribuye a perpetuar un sistema disfuncional con visos de catástrofe. Si los ciudadanos no ejercemos nuestra responsabilidad cívica con compromiso, no solo en el voto, sino en la participación y la exigencia diaria, los políticos jamás cambiarán su comportamiento. Aunque sólo sea porque se lo debemos a los jóvenes, a nuestros hijos y nietos, debemos ser mucho más activos, responsables y decididos. Lo advirtió Ronald Reagan: «La libertad nunca está a más de una generación de extinguirse. No la transmitimos a nuestros hijos a través de la sangre; debe ser luchada, protegida y entregada para que ellos hagan lo mismo».

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