Cuando los partidos se acusan de atentar contra la Constitución o incumplir alguno de sus mandatos, es que hace ya tiempo que se ha roto algo por debajo de la misma ley de leyes, aquello que la sustenta, un acuerdo de fondo sobre que los objetivos de todos están por encima de los de parte y sobre que las reglas hay que cumplirlas, en especial cuando parecen molestar. Esto, dicho de manera muy sucinta, es lo que ahora mismo ocurre en España y es una salida de pata de banco echarle la culpa a la Constitución de las malas pedradas que sobre ella arrojan los que parecen empeñados en que la política sea un monólogo, en que ya no hay nada que hablar.
Lo que me parece muy destacable es que esta animosidad que se ha instalado en el escenario político no responda, en el fondo, a causas sociales de peso, aunque es indispensable no olvidar que tras la calma social hay al menos dos motivos de honda división que los partidos no han sabido manejar bien. Me refiero al separatismo que afecta al País Vasco y a Cataluña, con o sin violencia, y a la desafección de los españoles hacia los grandes partidos que se ha hecho virulenta alrededor de la crisis del 2008 en la cual estamos, de algún modo, todavía. Son dos motivos de diferente fuste, pero ambos influyen de alguna forma en el desquiciamiento político que padecemos.
Las razones de Sánchez para actuar como lo hace son bien simples, no es capaz de imaginar otra forma clara de retener y volver a conseguir el poder y parece dispuesto a consagrar por tiempo indefinido una coalición política que consagra la desigualdad de trato entre españoles
En el caso del País Vasco, la forma en que se acabó con el terrorismo no ha ido acompañada de un tratamiento acorde sobre la manera de lidiar con los objetivos políticos de quienes, más obligados que de corazón, decidieron abandonar las armas y entrar en la política electoral. El hecho de que partidos vascos puedan seguir tratando como héroes a criminales muy recientes, irrita de manera muy justificada a quienes hubieron de soportar el peso del terrorismo sobre sus vidas y familias, a las víctimas. En un asunto que requería extremada delicadeza se ha obrado con cinismo y hasta con descaro y eso hace que la herida no acabe de cerrar.
En el caso del secesionismo catalán, ocurre algo parecido porque el actual gobierno parece decidido a apuntarse como un éxito propio el relativo mejoramiento del clima político, al olvidar que ha sido el funcionamiento de las instituciones y de la Justicia el que ha puesto los puntos sobre las íes a las pretensiones de éxito del proceso secesionista, pero es que, además, el Gobierno de Pedro Sánchez está empeñado en devaluar el peso de la ley que se aplicó a los que quisieron romper con España desde instituciones constitucionales: ambas intenciones constituyen un auténtico despropósito.
Las razones de Sánchez para actuar como lo hace son bien simples, no es capaz de imaginar otra forma clara de retener y volver a conseguir el poder y parece dispuesto a consagrar por tiempo indefinido una coalición política que consagra la desigualdad de trato entre españoles, con el agravante obvio de premio a la conducta de los más desleales.
En cuanto a la segunda dificultad, la crisis económica y sus consecuencias en el mapa político, Sánchez se aprovecha con audacia e imaginación del amplio horizonte de barra libre en el gasto que se ha enseñoreado de Europa (algo de lo que no pudo gozar Zapatero) y ha conseguido llevar al ánimo de muchos españoles la convicción de que los problemas que padecemos son más importados que debidos a la impericia del Gobierno. Esta vía de descargo de responsabilidades es la que invoca a hora y a deshora Pedro Sánchez incluso para el disparate de las leyes de inspiración podemita, pues no hay que olvidar que tenemos un Gobierno fundado por Pablo Iglesias, aunque manejado con notable habilidad por quien tal vez sea su peor enemigo.
Este plan del Gobierno implica, en su conjunto, una serie de medidas de muy dudosa constitucionalidad (como lo fueron los encierros por el Covid que, al parecer, ya no importan a nadie) pero Sánchez no tiene el menor empacho en aplicar el precario rodillo del que dispone para hacer saltar por los aires todas las precauciones que la ley había establecido para mantener una cierta despolitización de instituciones básicas, y es claro que camina hacia un Tribunal Constitucional que sea capaz de plegarse a sus necesidades políticas.
Si bien se mira es asombroso que haya podido llegar a tanto un político cuyo partido solo cuenta con 120 diputados y que, en condiciones ordinarias, habría tenido difícil aguantar más de dos años en la Moncloa. La pregunta esencial es cuáles son las razones que le han permitido hacerlo, de hecho, no de derecho, porque lo interesante es que la mayoría de sus decisiones las ha tomado pasando por encima de lo que las leyes parecen haber establecido, cosa que no le afecta mucho. A este capítulo pertenecen, sin duda alguna, y hasta ahora, que vendrán más y serán peores, los más de 120 decretos leyes despachados como si fueren asuntos de verdadera urgencia, los chapuceros estados de alarma, la burla de llamar cogobernanza a hacer lo que se le ocurre a uno sin consultar con nadie, los intentos de amordazar al Consejo del Poder judicial, la alteración de los modos de elegir a los magistrados del Tribunal Constitucional, o las oportunistas reformas del Código Penal en beneficio de sus socios de legislatura.
Lo que le ha permitido hacerlo es la persistente debilidad política del PP y no solo eso, sino que el propio PP haya dado la patada a la Constitución cuando le ha convenido, por ejemplo sustrayendo al Parlamento la facultad de nombrar miembros del poder Judicial y dejando, con obscenidad, que esa negociación se haga entre Moncloa y Génova o, antes, entre Moncloa y Ferraz, aunque este tema pueda parecer menor en relación con el derribo de los acuerdos básicos que se propone Sánchez.
No se trata, como es obvio, de pedir al PP que esté de acuerdo con las pretensiones de Sánchez, de modo que es lógico y exigible que se oponga a ellas. La cuestión clave es saber si el PP es capaz de hacer algo más que oponerse y, en concreto, responder a una pregunta crucial, ¿cómo es posible que Sánchez pueda cometer semejantes tropelías sin que el partido que encarna a la oposición crezca de manera muy significativa?
Mi respuesta a esta pregunta puede parecer retórica, pero intento que no lo sea. La razón es que el PP está demasiado lejos de cumplir en sus carnes los dos mandatos constitucionales básicos que afectan a los partidos, y que eso se traduce en que gran parte de quienes podrían ser sus electores, quienes alguna vez lo han sido y otros muchos que podrían serlo dadas las circunstancias, desconfían de su actuación, no ven una especial utilidad política en su triunfo, apartan su atención de la vida política y confían en que la izquierda no llegará a donde podría llegar por el camino que va gracias al paraguas europeo, gracias a que no vivimos en ninguno de los sistemas que más gustan a los podemitas, y a buena parte de los cuadros del PSOE, por cierto. Cada vez que el PP ha ido a lo suyo, en los incontables y escandalosos caos de corrupción que le han afectado y es solo un ejemplo, ha minado por completo la credibilidad de su organización y, con ello, ha lastrado de manera muy fuerte la posibilidad de una alternativa que de otro modo sería inevitable.
Pues bien, después de pasar por el bochornoso episodio de la defenestración de Casado, pura magia política, el PP ha decidido que no necesita ninguna clase de congreso ni debate ideológico alguno. Al parecer, sus dirigentes, saben muy bien lo que hay que hacer, lo malo es que no se lo dicen a nadie y que nadie parece ver en esa gallarda postura una esperanza clara de victoria frente a los poderes desconstituyentes de la izquierda.
Si el PP no es una organización capaz de aglutinar mayorías en su torno, y es evidente que ahora mismo no lo es, tendría que pensar en serio en las razones que lo invalidan, pero no dedica ninguna atención, que se sepa, a esta cuestión. Los partidos conservadores en el mundo entero hacen congresos anuales y discuten sus políticas con mucha libertad y a fondo, el PP lleva años sin hacer un Congreso lejanamente parecido a lo que debiera ser normal y repite que no necesita ninguna puesta a punto ni ideológica ni política, que le basta con aplaudir a Feijóo o a Ayuso (a los dos a la vez va a ser difícil) y con esperar a que el fruto maduro del fracaso ajeno les devuelva su derecho a llegar a la Moncloa. Esto es lo que el PP parece querer, pero no hay, ni de lejos, una mayoría dispuesta a otorgarle esa prenda.
Esta falta de nervio político, estos errores de fondo no corregidos y no ninguna grave carencia de la Constitución de 1978 es lo que tiene a la Constitución y a España misma al pairo, a la espera de que alguien sepa armar la nave y hacerla capaz de reemprender un rumbo cierto que haga posible recuperar los acuerdos básicos sin los que la política resulta indistinguible del caos y de la misma guerra y acaba por ser una pulsión negativa para todos.