No hace falta ser experto en física cuántica para haber oído hablar de la paradoja del gato de Schrödinger, un experimento complejo, difícil de explicar, que traemos aquí a colación en su versión pop, simplificada, esa que dice que si encerramos a un gato en una caja, donde puede activar, o no, un mecanismo que le causará la muerte y que no controlamos desde fuera, nunca sabremos si está vivo o muerto hasta que abramos la caja. E incluso, en ciertas circunstancias (que no soy capaz de explicarles) podríamos pensar que está muerto y vivo a la vez.

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Es a esta imagen paradójica a la que me acojo para explicar una situación no menos sorprendente que la descrita, y sin relación alguna con la física: nuestro país y la Unión Europea están y no están en guerra con Rusia y, además, ambos escenarios se dan simultáneamente, lo que sin duda nos sitúa en una realidad inquietante y perturbadora que, como estamos viendo, alimenta nuevos episodios de una tendencia que va a más en nuestras sociedades: el empeño en recortar el terreno de lo decible y de lo pensable en nombre de una creciente moralización pública.

Como en la célebre paradoja cuántica del gato de Schrodinger estamos y no estamos en guerra con Rusia, en un escenario nuevo, históricamente inédito, que está ofreciendo legitimación a nuevos episodios de acoso a la libertad de opinión y al recorte del pluralismo en nuestras sociedades

Hasta ahora, estar en guerra con otro país implicaba una constelación de realidades que iban naturalmente aparejadas. La más importante era la participación militar en el conflicto (ya fuera combatiendo dentro del propio territorio o en otro escenario bélico), lo que implicaba también aceptar que se era susceptible de ser atacado. Cuando un estado entraba en guerra las normas de la normalidad se quebraban y se instalaba la excepcionalidad, y ello suponía la ruptura de las relaciones económicas con el enemigo, e incluso la expulsión o vigilancia de sus ciudadanos, como potenciales agresores, así como el cierre de sus medios de información, por ser instrumentos de una propaganda que podría desmoralizar a la población. Todo ello se justificaba en la excepcionalidad de la guerra, que ponía el orden habitual de las cosas patas arriba y creaba uno totalmente nuevo, ajustado a las necesidades y rasgos del conflicto militar.

Sin embargo, en este año de 2022, el año del metaverso, Europa ha ideado un peculiar modo de estar y no estar en guerra al mismo tiempo: no mandamos tropas, pero activamos todo el resto de las actuaciones habituales, incluyendo unas durísimas medidas financieras que buscan provocar la asfixia económica rusa mediante un drástico bloqueo comercial y bancario. Medidas que incluyen el cierre de nuestro espacio aéreo y los aeropuertos a aviones rusos, ya sean comerciales o de pasajeros.

Muchos ciudadanos están todavía hoy convencidos de que el envío de tropas es el rubicón que decide si se ha entrado en guerra o no, pero eso hace tiempo que dejó de ser cierto, como explica la catedrática de Derecho Internacional y Experta en Relaciones Internacionales Araceli Mangas: “Estamos en guerra con Rusia, aunque no se haya declarado; que los españoles lo sepan”. Y es que las otras medidas económicas adoptadas son lo suficientemente agresivas (buscan nada menos que el colapso del país de Putin) como para interpretarlas como una agresión.

Añadamos, además, aunque no sea el elemento más esencial, que hemos acordado proporcionar armamento a los ucranianos para que puedan defenderse de la ilegal invasión de Putin.

Estamos en guerra, por tanto, pero de un modo peculiar porque, aunque tenemos estrés bélico y mucha incertidumbre, la vida no ha sufrido esa alteración radical que esta situación conllevaba en el pasado. Es un escenario nuevo, de sí pero no; o sí y no a la vez.

Un escenario nuevo que genera situaciones anómalas, pues también a nivel interno aplicamos medidas que únicamente se entienden, y se justifican, en ese estado de realidad alterada del que hemos hablado, sin que éste se haya manifestado por ahora o se le espere, aunque tampoco se descarte. De ahí la extrañeza de iniciativas como la prohibición de los medios rusos Russia Today y Sputnik, o el acoso a personalidades de aquel país -primero ‘oligarcas’ y ahora ya incluso celebridades- o incluso la ‘cancelación’ de todo tipo de manifestaciones culturales rusas.

En unos casos, el castigo se vincula directamente al conflicto y así, por ejemplo, se expulsa del circuito de la música a artistas que en el pasado simpatizaron con Putin, incluso si ahora condenan la invasión, como la soprano Anna Netrebko, junto a otros que se niegan a manifestarse políticamente, como el director de orquesta Valery Gergiev, cuyo contrato con la Filarmónica de Berlín ha sido cancelado. No faltan tampoco voces que piden el cierre temporal del Museo Ruso de Málaga, una de las joyas culturales de la ciudad, para ‘no financiar’ a Putin. Y se han suspendido también actuaciones del Bolshoi fuera de su país. En el lado contrario, los artistas occidentales empiezan a cancelar sus conciertos en Rusia (un caso reciente es el de Nick Cave).

Y, por si todo esto fuera poco, Twitter, siempre dispuesto a seguir alimentando su cruzada contra las fake news, ha colgado a periodistas independientes que colaboran con varios medios (entre los que puede haber rusos) el sambenito de ‘medios afiliados al Gobierno de Rusia’, lo que ha provocado lógicas protestas por parte de los señalados por la etiqueta.

Pero la animadversión bélica no se ha quedado aquí: Disney ha retirado de su canal de televisión la película ‘Anastasia’, una historia ambientada en la Rusia de los zares, mientras la universidad italiana cancelaba un seminario sobre Dostoievski, por miedo a las reacciones, y la Filmoteca de Andalucía se plantea suspender la proyección de la película ‘Solaris’, del ruso Andrei Tarkovski, “debido a la delicada situación mundial”.

Son medidas y actitudes miedosas que conocemos bien, porque ya eran habituales entre nosotros, antes de la invasión de Ucrania, en el marco de eso que hemos denominado la corrección política, o la cultura woke y el justicierismo social, que ahora encuentra una nueva legitimación en el contexto bélico.

Añadamos otro argumento inquietante: se ha impuesto entre muchos de nosotros la idea de que no hay nada que decir, ni explicar, de la invasión de Ucrania más allá de constatar su carácter ilegal, su perversidad moral y su condición de prueba de toque de la peligrosidad de Putin. Las tres cosas son ciertas, desde luego, pero no son las únicas verdades relevantes para el caso. Esta dinámica de exclusión argumental se parece muy mucho a otras que conocemos bien y que se aplican a realidades como el cambio climático o la violencia de género. En el primer caso se descalifica al disidente con la acusación de negacionismo, y, en el segundo, no se admite ninguna otra explicación para la violencia que sufren las mujeres de sus parejas que no sea el machismo. En ambos casos, la apuesta por una férrea posición moral impone, o lo pretende, una mirada unidireccional.

Todo esto, en realidad, tiene relación sólo en parte con la guerra, y apunta más bien a los peligros de la hipermoralización de la vida social que denuncia Pablo Malo en su libro ‘Los peligros de la moral’. La moral es necesaria, pero es un líquido viscoso que tiende a expandirse e invadirlo todo si no se le pone freno, y las sociedades occidentales no están sabiendo ponérselo, de modo que circula desbocada. Esta desmesura está directamente ligada con el desbordamiento de la política, que ya invade todos los rincones de nuestra vida, pues política y moral suelen ser, con mucha frecuencia, dos caras de una misma dimensión social. Y esta sensación bélica, o prebélica, en la que nos encontramos estimula ese furor moral, como antes lo hizo la pandemia.

Todo esto nos conduce a la paradoja máxima de esta situación: hacemos esta guerra en nombre de la libertad y los valores de la democracia y el pluralismo, y los primeros disparos ha ido dirigidos justamente contra la libertad de expresión y de opinión. Vuelve el mito de los ciudadanos manipulables, como con las fake news de Trump; vuelve esa visión paternalista que se arroga la necesidad de proteger a la gente de las mentiras, como han hecho siempre todas las dictaduras del mundo. Y, sin embargo, cabe recordar que, en plena II Guerra Mundial, Gran Bretaña optó por no prohibir la propaganda alemana, convencida de que era un argumento que motivaba a luchar contra los nazis más que lo contrario. De hecho, tendemos a rechazar aquello que no encaja con nuestros marcos e ideas previas y la propaganda rusa, por no ajustarse a las visiones occidentales (la insistencia en la desnazificacion de Ucrania es un buen ejemplo) genera más desconfianza y rechazo que adhesión.

Estamos y no estamos en guerra. Para unas cosas sí, como se ha visto, y para otras no. De la justicia de la causa que apoyamos no tenemos dudas, pero, como en la paradoja de la gata de Schrödinger, hasta que no se abra la caja no sabremos realmente la magnitud de nuestra implicación bélica. Con la peculiaridad de que aquí, el que tiene esa decisión en su mano es Putin. Un hombre del que también podría decirse que es y no es un demente a la vez. Y es que, por un lado le hemos presentado como un autócrata insensible capaz de cualquier cosa, pero, sin embargo, en la práctica, confiamos en que actúe de forma racional, y no pulse el botón nuclear. Si no creyéramos, más allá de nuestra propia propaganda, que Putin es un hombre capaz de ponderar riesgos y beneficios y, por tanto, no actuar a lo loco, no tendría sentido la estrategia adoptada por la Unión Europea, que sería como espolear a una furia capaz de destruirlo todo.

Se ha reflexionado poco sobre esta excepcional situación en la que nos encontramos. Un escenario en el que, por ahora, podemos seguir siendo esa sociedad reticente al sacrificio que, de hecho, somos, mientras nos dejamos llevar de un humor social heroico. Con una novedad; en este caso hemos asumido un riesgo, el de que nuestras medidas de apoyo a Ucrania puedan provocar repercusiones bélicas contra nosotros, aunque confiamos en que el riesgo sea remoto y que la estrategia diseñada por nuestros líderes bloquee esa temida respuesta.

Esperamos que todo se reduzca a un agravamiento de la crisis económica, aunque esta es una amenaza que todavía no sabemos cuantificar, aunque podría golpearnos de forma dolorosa. Pero tenemos dudas, sobre todo, porque nuestro destino depende de otro. Y, por ello, vivimos atrapados en una pegajosa sensación de incertidumbre y angustia.

Quienes abogan por no enviar armas, para no contribuir al agravamiento del conflicto, parecen ignorar que nuestra implicación mayor no es ésa -con ser muy importante para los ucranianos, y una pieza esencial de la estrategia- sino el boicot económico que hemos decidido. Es, por tanto, ingenuo abogar por una diplomacia que no sea el resultado de un desgaste bélico y económico que obligue a Putin a buscar una salida. Pero nadie debería engañarse: hemos apostado y estamos corriendo un riesgo. Nuestra apuesta es que nuestro gato sigue vivo en la caja y que así nos lo encontraremos, coleando, cuando se abra.

Paradójicamente, los únicos que se salvan de la incertidumbre son los hombres y mujeres de bien que se han lanzado al encuentro personal del prójimo para ayudar en lo posible. Es el caso de los ciudadanos polacos que van en busca de los refugiados para darles cobijo en sus propias casa, o el de ese puñado de ciudadanos españoles, y de otros países, que se han desplazado hasta Varsovia con el mismo propósito. O como todas esas asociaciones e iglesias que prestan asistencia a tantas necesidades humanas provocadas por la cada vez más agresiva invasión de Putin y sus devastadoras bombas. No se trata en estos casos de solidaridad ideológica: no es un movimiento reclamando que el Estado se haga cargo del problema. Son auténticos samaritanos comprometiendo sus vidas y sus haciendas para responder a desconocidos que necesitan ayuda.

Ahí, en la verdad de ese amor al prójimo practicado sobre el terreno y en directo, se despejan las dudas y las paradojas se resuelven. Aunque también se toma plena conciencia de lo real de una guerra que ha provocado ya el desplazamiento de casi un millón de personas que no saben cuándo podrán volver a sus casas, ni si sus casas seguirán en pie para entonces, dada la intensidad de los bombardeos rusos. Una guerra para la que, a lo mejor, estamos menos preparados de lo que creemos, si llegara a golpearnos directamente.

Foto: Sasha Maksymenko.


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Vidal Arranz
Comencé en El Norte de Castilla y allí he retornado, ahora como colaborador, tras haber hecho literalmente de todo en El Mundo de Castilla y León y El Mundo de Valladolid. Con más de 30 años de ejercicio profesional del periodismo a mis espaldas contemplo con perplejidad, no exenta de curiosidad, el mundo que me rodea, que se ha convertido en un desafío intelectual apasionante e inquietante a la vez.