Hubo un tiempo no tan lejano en que Europa era como un muscle car americano de los 70: enorme, potente, orgulloso y ruidoso. Su motor socialdemócrata, un V8 ideológico con más cilindrada que cualquier otro modelo político del planeta, parecía indestructible, imparable. Y lo era… mientras el “combustible” parecía caer del cielo.

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Entre 1950 y finales de los 70, la socialdemocracia europea vivió un periodo irrepetible: natalidad alta, baby boomers entrando en masa en el mercado laboral, petróleo y, en general, energía a precios ridículos, economía en expansión, productividad creciente, la clase media en auge y, como cortafuegos, la Guerra Fría, que mantenía cohesionados a los países occidentales frente a la amenaza del bloque soviético. Y como guinda del pastel, Estados Unidos pagando generosamente nuestra seguridad: nosotros poníamos los discursos sobre justicia social, ellos ponían las bases militares.

Era fácil ser progresista o, simplemente, socialdemócrata sociológico con el depósito lleno a rebosar y la autopista despejada. Imposible resistirse a pisar a fondo el acelerador de las políticas sociales en busca de paisajes cada vez más igualitarios

Era fácil ser progresista o, simplemente, socialdemócrata sociológico con el depósito lleno a rebosar y la autopista despejada. Imposible resistirse a pisar a fondo el acelerador de las políticas sociales en busca de paisajes cada vez más igualitarios cuando la línea del horizonte sólo dibujaba buenos augurios.

El problema es que durante ese viaje el paisaje cambió de forma radical. La natalidad cayó en picado, el envejecimiento se aceleró, la productividad se estancó, la energía barata se esfumó, y lo que antes era un continente que aportaba más del 25% del PIB mundial hoy apenas supera el 15%, y sigue menguando. Los costes sociales crecientes y la competencia de economías emergentes, como China, India y el sudeste asiático puso fin al monopolio industrial europeo.

El bulo del “consenso neoliberal”

Antes de continuar conviene desmontar la mentira del “consenso neoliberal”. En el discurso político y mediático dominante, este cliché se ha usado como arma arrojadiza para denunciar el austericidio neoliberal, pero si se miran las series históricas de Eurostat y la OCDE, la realidad es que la presión fiscal media y el gasto público como porcentaje del PIB han aumentado prácticamente de forma constante desde los años 70, incluso tras la caída del Muro de Berlín y durante la supuesta hegemonía neoliberal de los 90 y 2000. Las “contracciones” que aparecen en los gráficos casi siempre coinciden con crisis económicas severas, donde la recaudación cae y el gasto se ajusta por necesidad, no por convicción liberalizadora.

La falaz retórica del “austericidio” se parece mucho a la de alguien que dice estar sometido a una dieta severa mientras le pide al camarero otra ración de tarta, pero “sólo por esta vez”

No, Europa no ha vivido cuatro décadas de desmantelamiento neoliberal. Eso es una mentira tan grande como una catedral. Los datos son tan tozudos como lo es la realidad. La diarrea reguladora no miente; tampoco las cifras: la presión fiscal media en la UE ha pasado de un 34% del PIB en 1970 a más del 42% en la actualidad.

Lo que sí hemos tenido es un muscle car cada vez más pesado, con el maletero cargado de derechos sociales y gasto estatal estructural… y un motor desgastado que ya no responde igual y consume cada vez más gasolina a precio de boutique. La falaz retórica del “austericidio” se parece mucho a la de alguien que dice estar sometido a una dieta severa mientras le pide al camarero otra ración de tarta, pero “sólo por esta vez”.

Cambios dramáticos

El mundo que permitió fabricar y mantener aquel coche ha desaparecido. La natalidad lleva en caída libre desde mediados de los 70, con menos conductores jóvenes para pagar el seguro y mantener el vehículo. La energía barata es ya un recuerdo: adiós al petróleo asequible, hola a la transición verde con sobrecostes que vacían los bolsillos. El envejecimiento hace que haya más jubilados que activos, más pasajeros que conductores, más peso muerto que carga útil. La inmigración, pensada al principio como relevo laboral, ha traído consigo una merma notable en la cualificación y se ha convertido en un asunto social y político con tensiones crecientes.

Mientras Europa decoraba su muscle car con llamativos vinilos de derechos sociales, Asia aprendía a fabricar coches más eficientes, económicos y adaptados al tráfico global. La desaparición de la fuerza centrípeta soviética hizo que, sin la amenaza de Moscú, Europa perdiera parte de su cohesión política y estratégica, y la multipolaridad que siguió se ha reflejado en una fragmentación política local cada vez más polarizada.

El “tuning” populista

Las alternativas populistas prometen arreglar el coche añadiendo un tuneo patriótico pero manteniendo el mismo diseño. Algunos han acertado a llamar a este peculiar restomod “social patriotismo”, lo que, con un par de giros semánticos acaba sonando a social nacionalismo, para finalmente, invirtiendo los términos, adquirir una resonancia histórica impensable.

No es tanto un paradigma nuevo como una reedición de las viejas políticas desarrollistas con un marco retórico identitario

Tanto en la derecha como en la izquierda, gran parte del populismo actual no cuestiona el núcleo del modelo del Estado de bienestar heredado de las décadas doradas de la posguerra, sino que promete “hacerlo funcionar” mediante proteccionismo, desarrollo industrial nacional, subsidios sectoriales y cierre selectivo de mercados. Esta estrategia no es tanto un paradigma nuevo como una reedición de las viejas políticas desarrollistas con un marco retórico identitario.

Lo irónico (y peligroso) es que, aunque se presenten como opciones “contra el sistema”, estos movimientos inciden en la hipertrofia estatal, el intervencionismo y la dependencia económica de la planificación centralizada, lo que a medio plazo acelerará la crisis estructural que amenaza con colapsar Europa.

Mentes atrapadas en el mundo de ayer

El problema no son los extras ni los vinilos decorativos, es que el motor sigue siendo el mismo bloque pesado y tragón de hace medio siglo, con piezas de recambio descatalogadas y con facturas de mantenimiento que ponen los pelos de punta.

El mundo que hizo posible el auge europeo de la segunda mitad del siglo XX ya no existe

Europa tiene que decidir si sigue invirtiendo en mantener vivo un muscle car que ya no se adapta a las vías actuales o si se atreve a rediseñar su modelo político y económico para el siglo XXI. La mayor amenaza en tiempos de turbulencia no es la turbulencia, sino actuar con la lógica de un pasado en el que las turbulencias no existían. El depósito ya no se llena solo, las autopistas están atascadas y el rugido del V8 empieza a sonar a lata. La melodía que emerge de sus colectores de escape es un adagio nostálgico, no una estimulante sinfonía.

Es necesaria la reiteración, a la vista de la terca ceguera colectiva. El mundo que hizo posible el auge europeo de la segunda mitad del siglo XX ya no existe. La natalidad lleva en caída libre desde mediados de los 70, lo que significa menos jóvenes que conduzcan la economía y sostengan el sistema. El petróleo barato es cosa del pasado y la transición energética avanza con sobrecostes que reducen el margen de los hogares y las empresas. El envejecimiento demográfico ha invertido la pirámide: más jubilados que activos, más peso muerto y menos carga útil para el destartalado muscle car.

Europa ha pasado de ser el motor central del mundo a engranaje secundario en una cadena global dirigida por otros. La inmigración, concebida inicialmente como solución al relevo laboral, ha generado tensiones sociales y políticas, junto con una merma en la cualificación. En paralelo, mientras Europa sufría la diarrea de la regulación y sobrecargaba su Estado de bienestar de políticas sociales, Asia aprendía a producir con más eficiencia y a competir en todos los sectores clave. La desaparición de la fuerza centrípeta soviética redujo la cohesión política y estratégica del continente, y la multipolaridad exterior se ha reflejado en la fragmentación interior.

Cuanta más precariedad, más golfos: la decadencia moral

Pero la decadencia no es sólo económica o geopolítica. La erosión de las condiciones que hicieron posible las décadas de prosperidad también está transformando el carácter de las élites y, poco a poco, de la propia sociedad. A medida que el crecimiento se estanca, las oportunidades se reducen y el Estado se vuelve más difícil de sostener, la política deja de ser, en demasiados casos, un instrumento para servir al interés general. Se convierte en un mecanismo para garantizar carreras personales, asegurar lealtades o colocar a afines, sin importar la eficacia.

La degeneración moral no nació en la abundancia de las décadas prodigiosas, sino que habría sido consecuencia directa de su lenta desaparición

Esta lógica de supervivencia, que va desde los despachos ministeriales hasta la vida cotidiana, fomenta una mentalidad oportunista y de corto plazo. No se trata ya de los grandes actos de corrupción, sino de la proliferación de una cultura de la ventaja: sortear las reglas, recortar por donde se pueda y mirar sólo por la conveniencia propia. Una picaresca que, más allá de la crisis ética, refleja una adaptación a la percepción de que el futuro será cada vez más precario.

La degeneración moral no nació en la abundancia de las décadas prodigiosas, sino que habría sido consecuencia directa de su lenta desaparición. La sensación de que “cada uno debe salvarse como pueda” erosiona la confianza en las instituciones, pero también la cohesión social que fue la base del viejo modelo europeo. Cuando esa cohesión se rompe, el empobrecimiento ya no es exclusivamente económico: es de expectativas, de horizonte vital y, en última instancia, de civilización.

El Estado de bienestar más abollado del garaje europeo

España encarna, con una intensidad casi caricaturesca, los males que aquejan al muscle car europeo. Lo que en otros países son grietas, aquí se convierten en boquetes: declive ético, incapacidad para pensar fuera de la caja e inoperancia política. No son meros síntomas, son heridas que supuran y se infectan de polarización, improvisación y nostalgia mal entendida.

España sigue aferrada a un modelo económico y social diseñado para un mundo que ya no existe

El declive ético no se limita a los grandes escándalos. Es algo más profundo: una picaresca institucionalizada, una mentalidad de “sálvese quien pueda” que permea desde los despachos ministeriales hasta la vida cotidiana. La política española, atrapada en un bucle de clientelismo y tacticismo, ha renunciado a liderar una transformación imprescindible. En su lugar, ofrece espectáculos de confrontación estéril, donde el rédito electoral pesa más que cualquier visión de futuro. Los partidos, convertidos en organizaciones de poder y agencias de colocación, perpetúan un sistema en el que la lealtad al líder o al clan es lo único que importa. Esta erosión moral, alimentada por la precariedad y la desconfianza, no solo refleja la crisis estructural: la acelera.

Aún más paralizante resulta la incapacidad para pensar fuera de la caja. España sigue aferrada a un modelo económico y social diseñado para un mundo que ya no existe. La dependencia del turismo y la construcción, sectores tan potentes en los años de bonanza como vulnerables a cualquier shock, se combina con una burocracia asfixiante y una resistencia casi patológica a la innovación. Mientras el mundo gira hacia economías basadas en conocimiento y tecnología, España repite el mismo mantra: más subsidios, más regulación, más protección, más inmovilismo. La educación, llamada a ser el motor de cualquier cambio, languidece entre reformas cosméticas y luchas ideológicas que desprecian la necesidad de formar mentes críticas y adaptables. La cultura dominante castiga el riesgo y el emprendimiento, y premia el conformismo y la obediencia, dejando apenas espacio para la creatividad y el liderazgo.

La inoperancia política es el óxido que corroe el chasis español. La fragmentación parlamentaria, lejos de enriquecer el debate, ha degenerado en un mercadeo de escaños y prebendas que paraliza la toma de decisiones. La incapacidad para alcanzar consensos en temas cruciales —pensiones, demografía, desindustrialización, decrepitud de las infraestructuras y servicios públicos, endeudamiento, fiscalidad abusiva— es el retrato de una clase política más obsesionada con sobrevivir y saquear que con gobernar. El país se entretiene en guerras culturales mientras el motor chirría, y nadie parece dispuesto a levantar el capó.

España, como el viejo muscle car europeo, corre el riesgo de convertirse en una reliquia: admirada por su estética, pero incapaz de moverse en el siglo XXI. La cuestión no es si puede permitirse seguir así, sino cuánto tiempo queda antes de que el motor se gripé por completo.

Los europeos nos enfrentamos al dilema de cualquier conductor que se aferra a un coche que ya no funciona: seguir gastando en reparaciones cada vez más costosas, o atreverse a diseñar un vehículo nuevo, con otro motor, otra lógica y otro destino. Aferrarse al ruido nostálgico del escape puede generar la ilusión de movimiento, pero no evitará la avería catastrófica final. El verdadero desafío no es conservar un muscle car glorioso en el garaje de la historia, sino decidir si queremos seguir siendo pasajeros de un presente gripado o ingenieros de un futuro que todavía es posible construir.

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