La creciente facilidad para inventar nuevas palabras, tanto más rimbombantes cuanto más se utilice todo tipo de anglicismos, coloca la actualidad en una sopa de términos que añade más confusión para entender de qué estamos hablando. Las denominadas “fakes news” son un ejemplo más de esta corriente, que evita el uso de lo que entendemos como falsas noticias, fácil de comprender. No es una casualidad que en los últimos años crezcan y se extiendan de tal modo, que parezcan inevitables o que ya las hayamos normalizado en nuestra cotidiana ingesta informativa.
Las falsas noticias son tan antiguas como la historia de la humanidad, no son un invento de los medios, ni de las redes sociales, aunque éstos amplifiquen sus efectos y consecuencias. La historia de la desinformación es muy antigua, recordemos como los pasquines fueron el soporte habitual para difundir noticias ingratas, no deseadas y frecuentemente falsas sobre determinados personajes públicos. También transitaron los llamados “hombres del párrafo”, que se enteraban de los chismes y diretes en los cafés, los escribían en un trozo de papel, y dejaban en una estantería o banco para que otros lo encontraran o los llevaran a los impresores del momento, que hacían las veces de editores, cualquier hueco era bueno para colocar el contenido. Desde las remotas cavernas del suceso hemos llegado a la prensa tradicional, sus shows televisivos mutan y se prologan en una indefinida e infinita modalidad de formatos.
El auge de las redes sociales ha supuesto un buen revolcón en el consumo de noticias. Un sondeo del Pew Research Center indica que las dos terceras partes de los encuestados en Estados Unidos se alimenta de noticias consultadas en las redes sociales (Shearer & Gottfried 2017). Estas tendencias deberían impulsar una valoración y una investigación de la credibilidad que no solo contemple el enfoque de la fuente mediática tradicional, sino también la credibilidad que produce la red de contactos sociales que interaccionan con la noticia. Dicho de otro modo, damos más confianza al quién ofrece y comparte determinado enlace o imagen, que al propio contenido y su fuente.
“No puede haber libertad para una comunidad que carezca de medios para detectar la mentira”, recuerda Walter Lippman. Sin la intención de ser exhaustivo, quiero mostrar algunas razones que han originado el clima desinformativo en el que hoy nos encontramos.
- Exceso de información. Es célebre la infografía sobre lo que pasa en un minuto en Internet, con datos de 2018, se observa que cada sesenta segundos se ven 4,3 millones de vídeos en Youtube y se mandan más de 18 millones de mensajes por WhatsApp, o las 000 horas de contenidos cada minuto que se ven en Netflix, o las 375.000 descargas de aplicaciones cada minuto y los 481.000 tuits que se envían, por señalar solo algunos ejemplos. Todos creamos información constantemente, lo podemos comprobar acudiendo a nuestra configuración wifi 4G del móvil y observar los GB gastados. Una información que seguirá aumentando, como indica el profesor Bernard Beckett cuando describe la humanidad como un vehículo cuya función radica en lo rápido que genera la información. Una era para la saturación y la hiperestimulación, que impide y dificulta procesar, clasificar, utilizar la información, que enciende la mecha de la desinformación y la falta de análisis.
- Creación de burbujas y nichos. Un universo aparentemente abierto y permeable como Internet, diseña y configura perfiles que encapsulan a los usuarios por gustos, preferencias y afinidades. Confirman lo que ya creemos y en lo que pensamos, si soy partidario de abrir las fronteras a la inmigración lo seré más, si defiendo el aborto y la eutanasia encontraré más razones y motivos, si no creo en la religión, ni en la familia tradicional me confirmaré en mis creencias. Estas burbujas siempre han existido, en la medida en que siempre hemos consumido los medios más cercanos y próximos a nuestra ideología.
Lo relevante no son las burbujas sino lo que ocurre en su interior, que crean y expanden la sensación de confianza entre sus participantes sus líderes y prescriptores. Los pactos sociales, las alianzas se tejen centrados en la reputación y en la acumulación de “me gustas”, que vincula a una comunidad y encapsula al individuo. De este modo se produce una mayor polarización de cada postura, que las redes sociales en su visceralidad intensifican y amplifican. El despotismo de los likes se encarga de que así sea.
- La censura. Nos encontramos con diferentes tipos y niveles. Por un lado, la impuesta por la agenda informativa, que focaliza y enfatiza determinadas tendencias en torno a unos temas concretos (ecologismo, feminismo, animalismo, partitocracia, show electoral…). De nuevo las pantallas proyectan unos temas y retiran el foco de otros, como si no fueran relevantes o no importaran a la mayoría (deuda externa, número creciente de depresiones y suicidios, soledad y abandono de los mayores, pensiones, maltrato infantil doméstico…). También nos encontramos una segunda censura sutil pero efectiva, denominada como invisible, por algunos autores como Verdú y Postman, orquestada en un ambiente de permanente infoentretenimiento en el que nos sentimos distraídos y entretenidos, desde los informativos hasta las series. Pero el enemigo duerme en casa para entender un tercer tipo de censura, muy cerca de cada uno, que cada cual se impone en mayor o menor medida, de un modo más o menos consciente. Una autocensura bien provocada por la tensión del entorno o por el propio autoengaño.
- La guerra de los dosieres. Como observamos en la política española e internacional, el uso de la información comprometedora es muy proclive a la obtención de beneficios y plebendas políticos. Quien tiene algo que esconder, tiene el riesgo de estar controlado, vigilado y chantajeado. Como se ha indicado en “El juego de los dosieres o la extorsión como control político”, “Los partidos políticos y los círculos de poder tienen cierta predilección por promover a quienes guardan algún cadáver en su armario”. Un clima de alarma y sospecha que facilita la distorsión, la sospecha, donde la presunción de inocencia se convierte en una moneda de intercambio.
- La atención débil. El escritorio de nuestra pantalla permanece abierto muchas horas cada día, nuestra atención se distribuye entre sus diferentes pantallas, alarmas y avisos de un mensaje o notificación, lo que produce con mucha frecuencia una atención débil y fragmentada. La lectura en una pantalla es discontinua, lo que obliga a que el cerebro arranque una y otra vez, con el desgaste y el cansancio que eso procura. Autores como Nicholas Carr y Gary Small han descrito el movimiento de marcha atrás y adelante que provoca en el cerebro el constante cambio de actividad. Con cada cambio de foco la atención se tiene que adaptar a un objetivo nuevo y distinto. El escaneo de pantalla describe otro tipo de lectura en la que el ojo salta de una zona a otra, algo que no es nuevo, pues siempre ha ocurrido cuando leemos un periódico o hemos paseado la mirada por las diferentes portadas de una revista. Lo diferente es que el hábito dominante de lectura, que precisa atención está enjaulado en la distracción, la superficialidad y la gratificación inmediata y creciente.
- El bienestar del infoentretenmiento. Si en la segunda mitad del siglo pasado se sostenía que los medios sirven para informar, formar y entretener, hoy asistimos al reality permanente tanto en los informativos como en la ficción. Estos días presenciamos con hastío la actualidad política española, horneada en programas televisivos y caldeada en las redes sociales. Los debates se sustituyen por un show que se ofrece en directo al votante, convertido en espectador para un consumo rápido, instantáneo, emocional. No importa qué se dice, ni qué se pacta, sino quienes y sus gestos. La ficción se cuela en el pedido bajo demanda que ofrecen las diferentes plataformas, la trama y la narrativa se convierte en adoctrinamiento ideológico, papilla para engordar una sociedad más infantilizada.