Foucault, Heidegger, Guattari, Deleuze, Butler, Derrida, Althusser, Lyotard, Paul B. Preciado, Vattimo: me cuesta hacer una lista definitiva de filósofos odiosos, pero los anteriores estarían en ella sin dudarlo. Aclaro que incluyo a Preciado no porque merezca estar ahí, por impacto, pues su relevancia es ínfima y su ámbito casi exclusivamente el patrio; lo hago solo por señalar que hasta los malos padres tienen hijos que insisten en replicar de esos padres todo lo malo, y para que no bajemos la guardia ante futuros impresentables.

Publicidad

He dicho en alguna ocasión que esta gente se especializó en las malas ideas porque las buenas ya estaban cogidas y se trataba de destacar por algo. Lo cierto es que se habla poco de hasta qué punto las teorías sobre el mundo dependen menos de la lógica, la dialéctica y la investigación que de inclinaciones personales, y del grado en que su éxito se explica por la capacidad de seducción y tener buenos padrinos (las suficientes cátedras que piquen). Tengo para mí que muchas de las barbaridades que los de arriba evacuaron se entenderían mejor con un estudio social o hasta psicopatológico que estrictamente filosófico. ¿De qué clase de ideas odiosas estamos hablando? Vayamos por partes.

De Foucault a Preciado: la genealogía del delirio intelectual que Occidente aún no supera

Para Foucault no es la realidad la que es auténtica, sino el intérprete. «Solo hay interpretaciones», sostuvo; y el conocimiento es un invento a partir de lo que reprime la cultura (es violencia). «Cada sociedad tiene su régimen de verdad», escribe en Verdad y poder, «su “política general” de la verdad: es decir, los tipos de discursos que acepta y hace funcionar como verdaderos». En consecuencia, y como el autor afirmó en una entrevista, «el problema no es cambiar la conciencia de la gente o lo que tienen en la cabeza, sino el régimen político, económico, institucional de producción de la verdad». Su relativismo se extendía a la moral y todavía colecciona incautos. La culpa y la inocencia le parecían meros inventos. La ética antigua era la correcta, pues, decía, era «optativa» (¡?), mientras que la moderna era «imperativa», y por lo tanto horrenda. Rechazó la tradición filosófica occidental en bloque, tildándola de inexorablemente colonialista y salvando tan solo a los presocráticos. No es desencaminado ver en él también el inicio del desprecio al conocimiento que nosotros hoy padecemos, y de ese suicidio de Occidente contra el que unos pocos —ojalá no sea tarde— hoy se rebelan. Su ideal era el de una sociedad utópicamente ancestral, lúdica, peterpanesca; nada concedió a la modernidad, ni siquiera el objetivo modo en que ha mejorado la vida de los individuos. Desde esas bases, no ha de extrañar que reivindicase el fundamentalismo islámico ni que alabase la revolución de los ayatolás, quienes, por lo visto, de represión no sabían. Aquí tiene el lector el origen de otra enloquecida veta del izquierdismo: clamar contra el opresivo Occidente mientras le hace arrumacos a Hamás o habla del «derecho de Irán a poseer la bomba atómica».

A mi juicio, Heidegger es un serio candidato a filósofo más sobrevalorado de la historia. Claro que tuvo sus hallazgos (metafísicos); pero su aportación está a años luz de la pleitesía que la Academia —y casi nadie más— le rinde. Escribió en cierta ocasión que «la nada nadea»; no puede imaginar el lector la de tesis doctorales que se han escrito después sobre esa nadería. La frase —tan ontológicamente hueca como metafísicamente ampulosa— resume a la perfección el proyecto filosófico de un hombre que hizo de la niebla una virtud y de la confusión una categoría del espíritu. Heidegger no explica el ser: le pone vestiditos, como una niña pequeña que juega. Con una prosa que es puro galimatías y chuleando a la etimología griega, alumbra un engendro conceptual mastodóntico. Heidegger no pensaba, cavaba. Y lo hacía con la cargante gravedad de quien cree que cada palabra que dé a la imprenta debe resultar insoldable. Leer Ser y tiempo es como atravesar un pantano en zancos: cada página te hunde más, y lo único que emerge al final es la sospecha de que todo ese aparataje verbal no es más que un intento por encubrir una perplejidad radical ante el mundo, convertida en sistema. Lo trágico de Heidegger es que se creyó sacerdote del Ser cuando apenas era un aprendiz de hechicero de la Semántica. Su coqueteo con el nazismo no fue un accidente biográfico, sino un síntoma de esa misma fascinación por lo arcaico, lo telúrico y lo inefable que tanto seduce a quienes prefieren la tribu a la polis y el bosque a la plaza pública. Si algo nos enseña Heidegger es que la filosofía, cuando deja de dialogar con el mundo para recluirse en sus propios ídolos verbales, se convierte en religión: con dogmas, altares y profetas.

El declive actual de la izquierda debe no poco a tipos como Deleuze, a quienes abandonaron la lucha por la justicia social por batallitas esotéricas como «el rizoma», la estructura horizontal y descentralizada que constituía a su juicio una alternativa al pensamiento tradicional y jerárquico. Diferencia y repetición, su obra más celebrada, ve la luz en 1968, el momento en que la juventud francesa grita «prohibido prohibir», «la imaginación al poder» y «seamos realistas, pidamos lo imposible». En este marco hay que entender su éxito instantáneo, fruto del oportunismo. «Un rizoma no comienza ni concluye; siempre está en el medio, entre cosas, inter-será, intermezzo», escribe en Mil mesetas; esta es la clase de subversión huera que él propugnaba. Quien se aventure a descifrar sus obras descubrirá una escritura impenetrable, un talento descomunal para transformar ideas relativamente simples en palabrería de frenopático. Escribe, por ejemplo, en su mencionada obra: «La repetición no es generalidad. Por el contrario, pertenece a lo singular, a aquello que produce lo singular». Traducido: la repetición es repetición. ¡Un genio!

Ya mayo del 68 enfrentó a los estudiantes con los obreros, de modo que es a él y a Derrida, Althusser y el resto a quienes hay que pedir cuentas, antes que a Trump o a Meloni, del cambio de sensibilidad política de los jóvenes o de la clase trabajadora. Como hay gente que sigue comprando esta quincalla posmoderna, coligen que si el obrero ya no vota izquierda es por falta de esas lecturas; sostienen que son engañados, pero en el fondo piensan que son idiotas. Fue Deleuze quien disfrazó de liberación el nihilismo; para sorpresa de pocos, el nihilismo hace poca gracia a los currelas. «El fascismo no está en el poder. Está en cada uno de nosotros», escribió en Mil mesetas; tampoco sorprende que al hombre de a pie le reviente que lo llamen fascista por defecto.

«La ideología interpela a los individuos como sujetos», dijo Althusser, con la seriedad de quien acaba de encontrar una tabla perdida del marxismo en el fondo de un archivo de Lévi-Strauss. A partir de ahí, se embarcó en una cruzada para salvar a Marx del propio Marx, filtrándolo por Spinoza, Freud y el estructuralismo francés, y sirviéndonos el resultado como un plato minimalista de haut cuisine que nos deja pasmados y hambrientos. El problema principal de Althusser no es que empuje al lector a ser un arqueólogo de la sintaxis, tampoco su propia y beoda sintaxis, sino que quiso construir una teoría científica de la ideología sin el más mínimo rigor. Su idea de que los sujetos son efectos de aparatos ideológicos no es más que una versión actualizada del pecado original: no hay salida, estamos todos contaminados. Su «lectura sintomática» es una manera elegante de decir que uno ve lo que quiere ver, siempre que lo disfrace de análisis. Desenmascarar a Althusser ni es ni era muy complicado: acabó estrangulando a su mujer con sus propias manos, y eso es probable que quiera decir algo. Si Marx levantara la cabeza, probablemente le respondería con una cita muy breve: «¡Basta!».

De Butler ya dijimos bastante cuando hablamos del pseudofeminismo; vayamos con su pupilo, el tal Preciado. «Mi cuerpo no es mío, pero me pertenece», afirma este cachorro del transgenerismo con ese aplomo anfetamínico que caracteriza a quienes no tienen argumentos, sino cosas que vender bajo cuerda. Como buen heredero de Foucault pasado por las aduanas del gender punk y el capital farmacopornográfico, Preciado se ha convertido en un gurú para una generación que confunde la deconstrucción con el desorden y la performatividad con el narcisismo. Lo suyo no es teoría, es teatro. La «mutación tecnopolítica del cuerpo» que predica es, en el fondo, calderilla identitaria envuelta en neologismos que harían sonrojar incluso a Derrida. Preciado no piensa: performa. Ha logrado vender teoría crítica como lifestyle de lujo. La teoría se convierte en manifiesto, y el manifiesto en monólogo. Corpoarchivo, videopenetración, testogirl, pop-control (así, sin comillas ni cursivas, para que se entienda su ridiculez): la verborragia de Preciado tendría incluso su gracia si no fuera por las muchas vidas arruinadas por la ideología queer que él propala.

Jean-François Lyotard ha pasado a la historia como el profeta de la posmodernidad, ese término-fetiche que sirve para justificar desde instalaciones de plátanos colgados del techo hasta la abdicación de cualquier criterio racional y cualquier estropicio social y ético. En La condición posmoderna proclama entusiasmado: «El saber en las sociedades desarrolladas está redefinido por la performatividad». Es decir, lo que importa no es que algo sea verdadero, sino que funcione, vale decir: que cuele. Lyotard es a la filosofía lo que PowerPoint a las conferencias: atrezo o esperpento. No propone una crítica del saber, sino su disolución en una espuma de «juegos de lenguaje» sin suelo alguno. ¿Resultado? La celebración nihilista de un pluralismo locuelo, porque el pluralismo exige referencia y criterio, y en su universo de pensamiento (es un decir) todo es equivalente e irrelevante. No es de extrañar que toda verdad le parezca una imposición, y todo intento de pensamiento sistemático autoritario por definición. De ahí a justificar el relativismo más insípido hay un solo paso, y Lyotard lo da casi-casi perreando. Lo peor es que esta visión fragmentaria, en su pretensión de resistir al poder, lo reproduce: al eliminar todo horizonte común, solo queda el mercado como árbitro. Si no hay criterios universales, no aparece la liberación, sino la ley del más fuerte —o del más viral, da lo mismo—. Lyotard no nos libera del poder; nos deja sin herramientas para enfrentarlo. Su legado no es la crítica, sino la indiferencia recubierta de jerga. Y lo peor: aún se lee en muchos campus como si dijera algo valioso y profundo.

Turno, finalmente, para Gianni Vattimo. El apóstol del pensiero debole propuso que al pensar renunciásemos a añadir verdad a nuestros juicios, pues la verdad, dijo, no puede ser sólida ni estructurante. Para Vattimo, afirmar algo con convicción es una forma encubierta de violencia. «No hay hechos, solo interpretaciones y, aun así, esta es también una interpretación»; ¿a que es genial lanzar en masa individuos y ciudadanos al mundo con la idea de que nada es falso ni cierto, bello o feo, malo o bueno? Los resultados están a ojos de todos. La «debilidad» que propugna no es un ejercicio de humildad (todavía hay gente que sostiene que la posmodernidad invento ¡el escepticismo!), un trámite riguroso y necesario, sino una dogmática estación de llegada, un abandono activo del pensamiento crítico. «La verdad es aquello que resulta de la comunicación libre de interferencias», sostiene. Maravilloso. Pero ¿qué sucede cuando la comunicación está precisamente estructurada por el poder, por la ideología o —como en su caso— por la necesidad de resultar original traficando mercancía averiada?

Quien exige coherencia, está «oprimiendo». Es el relativismo de salón, perfectamente adecuado para un pensamiento universitario que ya no quiere incomodar, sino ser interesante: para medrar en la Academia, para ligar o para lo que se tercie. Su deriva política es igual de desconcertante: proclamado marxista cristiano queer heideggeriano, acabó abrazando causas que van del populismo al chavismo, pasando por dar cobertura intelectual a la dictadura castrista, demostrando que cuando todo se debilita, también lo hace el criterio. El problema no es que Vattimo proponga un pensamiento «débil»; es que el suyo es un pensamiento desnutrido, que se derrumba ante el mínimo soplo de realidad que se le aplique. Como esta cochambre pervive en ciertos planes de estudio, todavía hay quien cita a Vattimo creyendo que debilitar el pensamiento es fortalecer la libertad, cuando lo único que se produce es nihilismo.

La gente se equivoca cuando relega las cuestiones filosóficas al mundo de la Academia. En una cena a la que asistía, y mientras servían los postres, un floreciente hombre de negocios recriminó entre risas a Thomas Carlyle que se hubiese pasado toda la velada hablando de libros, que no eran más que «sacos de ideas». Él le contestó que hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que solo contenía ideas —El contrato social— cuya segunda edición se encuadernó con la piel de los que se rieron de la primera. Las ideas importan, y mucho. Nos dicen lo que somos, lo que sentimos, lo que son los demás, lo que les debemos y lo que podemos esperar de ellos, cuál es nuestra circunstancia. Todo nuestro mundo presente, pasado y futuro pasa por el tamiz de nuestras ideas. Las malas ideas, como muchas de lo que engrosan eso que hemos llamado «posmodernidad» nos han hecho mucho daño durante mucho tiempo, y es hora de sacudirse ese barro de los zapatos, restregándolos, por ejemplo, contra la hierba de las buenas ideas de siempre, y de las nuevas y buenas que hay, razonablemente antiposmodernas.

¿Por qué ser mecenas de Disidentia? 

En Disidentia, el mecenazgo tiene como finalidad hacer crecer este medio. El pequeño mecenas permite generar los contenidos en abierto de Disidentia.com (más de 2.000 hasta la fecha), que no encontrarás en ningún otro medio, y podcast exclusivos. En Disidentia queremos recuperar esa sociedad civil que los grupos de interés y los partidos han arrasado.

Ahora el mecenazgo de Disidentia es un 10% más económico al hacerlo anual.

Forma parte de nuestra comunidad. Con muy poco hacemos mucho. Muchas gracias.

Become a Patron!

Artículo anteriorAutónomos: la caza final
David Cerdá García
David Cerdá (Sevilla, 1972), es economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en cuatro continentes, ocho países y seis idiomas distintos, y presta servicio como mentor ético. Ha publicado diez ensayos, entre ellos Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y El dilema de Neo (2024); El bien es universal (2025) es su último libro. También ha traducido más de cincuenta obras, de Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini, Thibon, MacIntyre y Chesterton, entre otros. Más información en www.dcerda.es