Aunque fue anteayer, parece como si hubiese pasado un siglo desde el momento en el que el difunto Rubalcaba, que no era ninguna hermanita de la caridad destinada a consolar al PP, calificase como gobierno Frankenstein lo que Pedro Sánchez parecía tener en la cabeza, y todavía están más cerca de nosotros, los afeites que Sánchez ha ido haciendo con el peculiar pacto de gobierno que, a su modo de ver, le lleva de acierto en acierto hasta la apoteosis final.
Cuando se vio que lo de Frankenstein era inevitable, algunos/bastantes/muchos pudieron pensar que al pobre Sánchez no le cabía otra alternativa y que tal vez hiciera bien tratando de convencer a Torra (¿recuerdan?) mediante un paseo romántico por los jardines de palacio, y sometiendo al bronco Iglesias a una cura de realpolitik de la que, por lo pronto, ha salido sin melena. El supuesto de esta aquiescencia con la pirueta sanchista estaba en suponer que el PSOE pudiera recomponer la figura y acercarse a una nueva mayoría a la vista de los méritos contraídos al normalizar la situación con Cataluña y convertir a los demagogos desorejados que le quitaban el sueño en una pieza presentable de la izquierda del sistema.
La habilidad de Sánchez, y la perruna fidelidad de sus terminales y apologetas, ha permitido que se pueda acusar a la derecha de impedir el normal funcionamiento de las instituciones
¿Qué se hizo de todo aquello? Sánchez ha dicho en su alocución navideña que se ha cumplido el 47,5% del programa, con lo que ha demostrado tanta capacidad para sacar números de la chistera al menos como la que exhibió en su momento para escribir su archifamosa e ignota tesis doctoral. Se ve que al quedarse sin Redondo no ha perdido capacidades de contabilidad imaginativa y que sigue sabiendo complementarlas muy bien con las dosis de propaganda que siempre nos suministra sin el menor rubor. Puede decir que hemos salido de la crisis con la misma pachorra que afirmó, hace ya año y medio, que había vencido al virus, aunque los datos que aportan los organismos internacionales nos coloquen a la cola del resto de países de nuestro entorno en la recuperación económica, ¡hay que ver qué manía nos tienen!
Lo más interesante desde el punto de vista político es que Sánchez parece caminar decidido por la senda de la normalización de lo que le parecía un monstruo a Rubalcaba, que ha asumido sin despeinarse que para que el PSOE pueda repetir investidura tras las elecciones la única fórmula a la vista es la que ahora mismo le sostiene, una coalición, digamos, informal entre todos los que buscan la subversión del pacto constitucional, los que no cejan en lograr la ruptura de España atentando contra la unidad nacional, y un PSOE que, al aglutinarlos, les continúa dando gasolina para que puedan proseguir con toda tranquilidad en su persistente labor destructiva.
Al escoger esta vía, la única que le garantizó el acceso a la presidencia, Sánchez se ha condenado a un enfrentamiento político permanente, es decir ha optado por una polarización que rompe de manera clara con la tradición postconstitucional, en la que las numerosas grescas no habían hecho olvidar la necesidad de acuerdos muy de fondo y, entre otros, el de la misma alternancia política. No deja de ser curioso que el gobierno más endeble desde 1977 sea el que ha proclamado una nueva era capaz de sepultar lo que les parece discutibles logros de la transición y en la que la derecha no podría volver a gobernar en décadas.
El caso es que la habilidad de Sánchez, y la perruna fidelidad de sus terminales y apologetas, ha permitido que se pueda acusar a la derecha de impedir el normal funcionamiento de las instituciones, por ejemplo, la renovación del poder judicial, cuando lo que ocurre es que todo se hace para sacar a la derecha del campo de juego y esta se resiste como puede. No cabe olvidar que el sistema político de la Constitución se diseñó de forma que fuese virtualmente imposible realizar reformas de fondo sin un alto nivel de acuerdo político, y eso se hizo, sin duda, para evitar los extremismos tan abundantes en nuestro pasado histórico. Esa precaución fundacional trae como consecuencia que, como ha escrito Ignacio Varela, la polarización equivalga a paralización.
La suspensión efectiva del reformismo esencial a la vida política, véase la cacareada reforma laboral o el vacile con que se está respondiendo a la UE en cuestiones clave como el control del gasto público y la corrección del inviable sistema de pensiones, implica que, pese a la enorme inversión en propaganda, el PSOE no tenga, hoy por hoy, un panorama político despejado, de forma que no va a poder renunciar a la peculiarísima fórmula en que se apoya si Pedro Sánchez quiere volver a formar gobierno.
Muchos electores se pueden sentir descontentos con los inexistentes resultados prácticos de un gobierno tan original, tanto los que pudieron creer que nos adentraríamos en una era de enorme progreso moral, como los que miden las cosas con criterios más pedestres. De entre estos últimos, los electores del centro derecha tienen muchos motivos para sentirse defraudados, porque visto el deterioro que advierten en la situación política y el desprestigio creciente de un presidente tan mentiroso y oportunista como Pedro Sánchez, resulta difícil comprender que el PP no esté ya en encuestas muy por encima de su tradicional rival.
Este panorama tan desconsolador para el centro derecha se convierte en un alivio inmediato de las dificultades de Sánchez que cuenta, además, con la ventaja de que es el único capaz de fijar cuándo será el momento electoral decisivo, que para eso es el presidente del gobierno, como no se cansa de repetir, y convocará las elecciones cuando le convenga.
A mitad de legislatura, puede que parezca lejano el momento, pero hay que empezar a contar con que habrá que decidir no ya entre el PSOE y el PP, como en las ocasiones anteriores, sino entre prorrogar este gobierno tan ineficaz como agónico o buscar otras fórmulas con mejores expectativas. No es difícil vaticinar que los electores tendrán que tener en cuenta que van a tomar una decisión difícil y que será necesario que los partidos expliquen bien cuáles, y por qué orden, son sus planes: no parece que pueda volver a ser admisible afirmar que no se hará un gobierno que prive del sueño a su presidente, o que se vaya a gobernar en solitario como si aquí no hubiese pasado nada de lo que ha venido ocurriendo en estos convulsos años.
Frankenstein ha pasado de ser una rechazable pesadilla a ser un plan electoral bastante definido, y no es fácil que vuelva a obtener por las claras una mayoría que se alcanzó en condiciones tan peculiares y con expectativas tan inciertas. Que se acierte a sacar ventaja de esta situación debiera ser tarea simple, pero son los líderes quienes tienen la palabra.