En algo más que unos pocos lugares de América, la fama de Colón está de capa caída, se le acusa de lo que hoy se tienen por delitos capitales, se le trata como un genocida.
A Colón se le ha pasado, al menos de momento, la etapa de las loas, y se le hace frecuente objeto de inquisiciones no demasiadamente comprensivas, que le atribuyen todos los desastres, los reales y los imaginarios, pero le niegan cualquier intención recta y la menor participación en los cambios positivos que ha experimentado el continente americano, una paradoja que se sustenta en que los principales beneficiarios de la civilización que llegó a las Américas se quieren convertir en sus víctimas, para seguir sacando ventajas de los logros que quieren negarle a Colón y lo que con él llegó.
Comprender cómo es posible que esto pase exige una cierta consideración de lo que es la historia, caer en la cuenta de que el pasado no es algo simplemente inmutable y ya sido, sino algo que no solo se puede modificar (tal vez no hasta el punto de considerarlo imprevisible, como dicen en Rusia, y algo saben del caso), sino que se ve inevitablemente alterado por el paso incesante y fatal del tiempo que alguna vez fue futuro.
Se puede hacer historia para dominar el presente y determinar el porvenir
No se trata solo de que todo historiador construya una cierta novela del pasado, sino de algo un poco más complicado, a saber, que el pasado ya no es, y, además, en la medida en que sí es, en que consiste en ser nuestro pasado, aquello que explica en buena medida quiénes somos y cómo hemos llegado a serlo, resulta que ese pasado no está quieto, no es estático, sino que es rotundamente dinámico, porque cambia continuamente con el paso del tiempo, una realidad que, como decía Quevedo, ni vuelve ni tropieza, y que hace que todo tienda a ser distinto a cada paso.
Con el pasado ocurre no solo que pueda ser deformado por narraciones parciales, interesadas o partidistas, sino algo más grave, que su objetividad ideal es particularmente difícil de establecer, para acercarnos a lo que efectivamente ocurrió, a su verdad. Los meros hechos históricos no dan para tanto, han sido hechos, son producto de una manufactura, no son pura naturaleza inmaculada, dependen siempre de explicaciones, de ideas y teorías.
Esta ambigüedad de la palabra hecho, algo que es, digamos, no discutible, pero que también tiene algo de artefacto, de diseño y de invención, está siempre detrás de la clase de objetividad que podemos desear para cualquier historia y, precisamente por eso, la historia puede ser un arma cargada de futuro, se puede hacer historia para dominar el presente y determinar el porvenir, y eso debiera exigir, a la vez, cierta prudencia intelectual y moral, algo muy distante de los eruditos a la violeta, siempre a la moda.
Cuando se quiere impugnar el pasado, enterrarlo, destruirlo, se apunta a un futuro escasamente apetecible, un tiempo no de comprensión y diálogo sino de condena, de escisión, un futuro maniqueo. No es que la historia la escriban los vencedores, sino que los que aspiran a reescribirla quieren vencer, reemplazar una visión con la que no se sienten solidarios que piensan es pequeña y negativa para su voluntad de poder. En la medida en que se piense y se actúe así, cualquier ideal de objetividad, siempre difícil, perecerá a manos de la ambición y diseñará un futuro problemático y represivo.
No es que la historia la escriban los vencedores, sino que los que aspiran a reescribirla quieren vencer
Naturalmente que se puede repensar a Colón, pero es muy gravemente manipulador adjudicarle ideas que estaban muy lejos de su manera de ver el mundo y de sus intenciones. No hay que conformarse siempre con lo que suele llamarse la historia oficial, pero es un atentado a la objetividad y la razón sustituir un balance crítico perfectamente razonable por una condena sumaria, interesada y tendenciosa.
La realidad del pasado es problemática porque, a diferencia de las narraciones, que tienen principio y fin, la historia real, lo que efectivamente aconteció es una realidad que no tiene ni un principio indiscutible, ni, desde luego, un final cierto y definitivo, salvo el caso muy peculiar de civilizaciones que desparecieron: la historia real siempre se mueve, y la historia escrita se ha de reescribir continuamente porque, en último término el pasado no cesa de cambiar y de pasar, es decir que, un poco paradójicamente, podríamos decir, el pasado está, a la vez, muy muerto y muy vivo.
El pasado mismo no está quieto, sino que crece y cambia. Las dificultades de una disciplina como la historia nacen de lo difícil que resulta superar las carencias ontológicas de lo que ya no es. Con el pasado acontece, además, algo similar a lo que ocurre con esos relatos de quienes pretenden convencernos de que han estado muertos y, en ese estado, han visto cierta clase de cosas; cualquier persona avisada deduce que hay una contradicción de base en esos relatos, porque nadie puede estar muerto y dejar de estarlo para contar cómo ha sido la cosa. Del mismo modo que hay una frontera lógica, y a la vez natural, que impide la vuelta de la muerte a la vida, existe también una barrera que nos aparta fatalmente del pasado.
La vida humana tiene la peculiaridad de que, aunque perezcamos todos, unos tras otros, vamos dejando un rastro que se renueva, que sobrevive al paso del tiempo, de manera que la vida histórica es creación, cambio y renovación porque hay una sucesión de generaciones que se van pasando la antorcha y eso hace que perduren ciertas cosas y se cambien otras; es esto exactamente lo que hace la historia y lo que estudiamos al reconstruirla: el estudio de los cambios en el tiempo. Somos hijos de una civilización que se mueve mucho y, tal vez por eso, no se detiene demasiado a pensar, y la historia no es nada sin que fijemos nuestra atención en ella.
No está claro que nos sirva de nada considerar que Colón fue un genocida, que fuese su odio lo que le llevó a cruzar la mar océana, como si se tratara de un Hitler, un Stalin, o un Pol Pot
La urdimbre histórica de nuestras vidas suele pasar inadvertida porque somos herederos de un capital intelectual y cultural que no nos ha costado apenas esfuerzo adquirir, pero cuando intentamos responder cuestiones peliagudas caemos en la cuenta de que resulta imprescindible mantener una mirada atenta sobre lo pasado, algo que ya Cicerón consideraba necesario para aprender a vivir. Y, salvo que nos dejemos llevar por pasiones de moda, no está claro que nos sirva de nada considerar que Colón fue un genocida, que fuese su odio lo que le llevó a cruzar la mar océana, como si se tratara de un Hitler, un Stalin, o un Pol Pot deseoso de sangre, ciertamente no parece que ese haya sido el caso.
Como pasa con harta frecuencia, en algunas estancias de los Estados Unidos se han mezclado las churras con las merinas, la mala conciencia por el exterminio de sus indios y el rechazo actual a lo hispano, a un potente competidor, para buscar en un apátrida aventurero como Colón el origen de desdichas cuya causa está bastante más cerca de la sofisticada costa Este que de Palos de Moguer.
Foto: Javier Ignacio Acuña Ditzel