Como es de sobras conocido, ya hace unos meses, entró en vigor la Ley 4/2020, de 15 de octubre, del Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales (IDSD), más conocida como “Google Tax”.
En la propia Exposición de Motivos de la norma se expone que esta figura tributaria no sólo no es adecuada, sino que, incluso a nivel de la Unión Europea se ha rechazado, a la espera de encontrar una respuesta global armonizada, en materia tributaria, a los retos planteados por la economía digital. Pese a todas las posibles objeciones, “por razones de presión social, justicia tributaria y sostenibilidad del sistema tributario”, se sigue adelante y se aprueba el nuevo tributo.
Sean pocos o muchos, la norma ampara que los individuos seamos objeto de monitorización continua por las grandes corporaciones tecnológicas que, en todo momento, podrán conocer dónde estamos y qué estamos haciendo con nuestros dispositivos electrónicos
Este impuesto, cuya efectiva entrada en vigor se ha tenido que demorar por falta de desarrollo reglamentario, se ha anunciado y vendido a los medios como aquel gravamen que pretende doblegar a las grandes plataformas digitales (Google, Amazon, Microsoft, Facebook, etc.) y evitar que, amparándose en una deslocalización y desmaterialización de sus negocios, eludan su tributación en España por las operaciones y beneficios generados en nuestro territorio.
Pues bien, la realidad es bien distinta. La solución unilateral adoptada por este Gobierno (u otros, como Italia o el Reino Unido) es el sueño húmedo de los propietarios y directivos de las grandes plataformas digitales, a quienes nominalmente, se les señala como sujetos pasivos del tributo.
Como ya tuve ocasión de advertir hace tiempo (La “Tasa Google” y esa especie de “Tasa Tobin”, dos fracasos anunciados), hay dos objeciones fundamentales evidentes.
En primer lugar, dada la configuración del tributo (en especial, la propia naturaleza de los servicios digitales) hace que la liquidación del gravamen, la recaudación, dependa de la buena voluntad de los llamados a contribuir, los sujetos pasivos, pues son ellos los únicos que conocen la naturaleza de los servicios prestados y los únicos capaces de geolocalizar a sus destinatarios. En principio, legalmente, la Agencia Tributaria ni tiene medios tecnológicos, ni información ni la capacidad para verificar si la liquidación tributaria es correcta.
En segundo lugar, este tributo actúa como un mero sobrecoste para la plataforma digital; los servicios sujetos a este nuevo gravamen se le “encarecen” un 3%. Por tanto, para recuperar este sobrecoste, las grandes plataformas digitales (gracias a su posición de dominio del mercado), se limitarán a trasladar a sus clientes, nuestras empresas o autónomos residentes y localizados en España, dicho gravamen, salvo que, vehiculen el acceso a estos servicios vía una IP geolocalizada fuera de España. Por tanto, en contra de lo anunciado, los efectivos contribuyentes del tributo serán los ciudadanos y empresas españolas.
No hace falta ser muy inteligente para observar que el propio tributo permite el arbitraje para las plataformas digitales; repercutirán el 3% a todos los clientes y liquidarán a la Agencia Tributaria aquello que estimen conveniente. Ganancia neta.
Sin embargo, lo más grave es el oscuro subyacente. La norma tributaria legitima, de facto, que las grandes operadoras tecnológicas puedan monitorizar a los ciudadanos españoles y obtener datos de forma indiscriminada, desvirtuando la actual regulación de protección de datos. Por unas escasas monedas para asegurarse su supervivencia, este Gobierno, rememorando Fausto, ha entregado el alma de los españoles a una suerte de demonios tecnológicos.
Como se establece expresamente en el artículo 7 de la Ley del IDSD, sólo podrán someterse a gravamen las prestaciones de servicios que se entiendan realizadas en España. En este sentido, para determinar si un servicio se localiza en España o no, es preciso hacer un seguimiento constante y exhaustivo de los usuarios finales para conocer los datos fundamentales de todas y cada una de las transacciones.
Por aquello de guardar las apariencias, la norma trata de limitar esta facultad, al señalar que, “los datos que pueden recopilarse de los usuarios con el fin de aplicar esta Ley se limitan a aquellos que permitan la localización de los dispositivos de los usuarios en el territorio de aplicación del impuesto.”
Sean pocos o muchos, la norma ampara que los individuos seamos objeto de monitorización continua por las grandes corporaciones tecnológicas que, en todo momento, podrán conocer dónde estamos y qué estamos haciendo con nuestros dispositivos electrónicos. No sólo eso, sino que, se consiente y anima a acumular nuestros datos históricos (por aquello de la prescripción), sin límite temporal alguno, acerca de nuestras ubicaciones y movilidad, accesos, actividad con los dispositivos, etc.
Más aún, la norma sólo faculta la captación de los datos, bajo pretexto tributario, por las actuales grandes plataformas digitales, los potenciales sujetos pasivos del tributo, aquellas que tengan una cifra de facturación superior a 750 millones de euros, interfiriendo así en la libre competencia y favoreciendo a los que, actualmente, tienen una posición dominante.
Recordemos que, el recurso natural básico de la economía digital son los datos. Los datos son el motor de la Cuarta Revolución Industrial, la fuente de generación de valor. Aquel que obtenga más datos y mejores datos, no sólo progresará económicamente, sino que adquirirá el poder y la capacidad de dominar y controlar al mayor número de individuos. Os sugiero leer “Surveillance Capitalism” (Capitalismo de Vigilancia) de Soshana Zuboff.
¿Cómo se explica que una red social como WhatsApp preste servicios gratuitamente a miles de millones de personas? ¿Acaso sus propietarios son una entidad sin fines lucrativos que aburridos de ganar dinero ponen a nuestra libre disposición unos servicios de mensajería y comunicación social asumiendo todos los costes de su desarrollo y funcionamiento?
Hasta ahora, pareciera que Google o WhatsApp necesitaban explicar o justificar porqué querían nuestros datos y qué querían hacer con ellos. Ahora, tras la entrada en vigor de la Ley 4/2020, se sentirán legitimados para disponer de nuestros datos, para su acumulación y utilización. Eso sí, lo hacen por “nuestro bien”, para financiar a ese soma mental, denominado Estado de bienestar.
Emilio Pérez Pombo. Economista y Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología.
Foto: Anete Lusina.