Por razones dolorosamente obvias, hay gente que ha decidido estos días leer o releer La peste, descubriendo, en ese Orán que Albert Camus describe, primero frenético, felizmente descuidado y absurdo, y después sombrío, miserable y heroico, un trasunto de nuestro confinado presente. La extraordinaria novela nos ayuda a comprender hasta qué punto el escenario es otro cuando nos acechan la enfermedad y la muerte. También que el ser humano se acostumbra a todo, y que, tras los abismos de lo deleznable y las cumbres de lo admirable, aguarda la llanura del tedio, en la que mucho me temo que ya estamos entrando. Averiguamos, de paso, que este mal que nos aqueja es benévolo con respecto a la peste, pues respeta a los niños, cuyo mayor trauma es no poder salir a la calle.
Hay otra gran novela de Camus, abundante también en avisos para navegantes: La huida. Si su protagonista, Jean Baptiste Clemence, nos espanta, es por lo familiar que nos resulta en este aciago 2020. Clemence se autoproclama un amante de la vida. Cuando algún desasosiego lo ronda, cuando algún mal se le cruza, no se quiebra, sino que se doblega. Conoce sus fallos, y los lamenta, pero solo el tiempo justo para poder olvidarlos, automedicándose con risas, seducción y fiesta. «La cuestión es pasar a través y, sobre todo, ¡oh, sí!, sobre todo la cuestión es evitar ser juzgado». Clemence no quiere evitar el castigo, sino el juicio, y por ello se acoge a un término que garantiza la inocencia: el infortunio. De lo que se trata es «de atajar los juicios, de evitar ser siempre juzgado, y que nunca se pronuncie sentencia».
En la encrucijada de optar por la gravedad o por la vía Clemence nos encontramos nosotros; en la necesidad de contrapesar las performances, los chistes vía guasap y otras gracietas con los difuntos que se agolpan en nuestra memoria. También estamos en la necesidad de no «hacernos un Stalin» y confundir más de veinte mil personas muertas y otras tantas familias heridas con una simple estadística. Estamos, en definitiva, ante el dintel de una nueva época —más compleja, más convulsa, más exigente, más peligrosa—, y por querer espantar enseguida la sombra de lo angustioso corremos el riesgo de diluir lo que nos toca pensar en jugo de chirigota.
Para poder reírte de un drama, antes lo tienes que haber sabido llorar. Como decía Elizabeth Kübler-Ross —que de duelo algo sabía—, los que saben llorar bien, viven bien
¿Qué es la gravedad, y por qué importa? La gravitas es, para empezar, un invento romano: una virtud recia, civil, que implica una dignidad en la postura, en las acciones y las palabras. Formaba parte de una constelación moral a la que se añadían, entre otras, la pietas (el sentimiento que religa al romano con los ancestros y los dioses), la fides (el leal cumplimiento de los compromisos) y la constantia (la firmeza ante la adversidad), y cuyos motores eran lo honestum (el ideal que arrastra) y el decorum (el cumplimiento de nuestros deberes).
¿Estaban locos, estos romanos? Pregúntese, querido lector, si la gravedad, la piedad, la constancia, la honestidad y el decoro son cosas que ya no nos hacen falta. Aún más: calcule si acaso no estará en esas viejas prácticas la clave para que esta tragedia sirva, como toda persona de bien desea, para hacernos algo mejores. La polisemia de «gravedad» es engañosa: gravitas y gravedad como ley física son una y la misma cosa. La gravedad es el peso de nuestras vidas, lo que las ata a la tierra. La posmodernidad, siempre tan dicharachera, nos había vendido que todo peso es un lastre; que para poder desplegar las alas teníamos que renunciar a nuestras raíces. Ahora que nuestros mayores y no tan mayores desaparecen sin que podamos velarlos, comprendemos que el verdadero precio es un desarraigo que nos desgarra.
De los autores de «la bandera nacional es fascista» ha llegado «el luto es antipatriótico». La emisión, en una cadena pública, de una serie como Diarios de la cuarentena, no es inmoral, sino idiota. Que hayamos sido los únicos en el mundo en promover algo así no nos convierte en pioneros de la sanación psicológica de los confinados por la vía de la risoterapia, sino en los más gañanes de esta pandemia. «Nunca llegué a creer profundamente que los asuntos humanos fuesen cosa seria» —dice Clemence en La huida— «No tenía ni idea de dónde estaba la seriedad de todo aquello, salvo que no estaba en lo que yo veía, que únicamente me parecía un juego divertido o inoportuno. De verdad, hay esfuerzos y convicciones que nunca he logrado comprender». Por lo visto, ahora es Clemence quien programa.
Los bailecitos de IFEMA y otros vídeos hospitalarios del mismo tono tienen una lectura distinta, aunque la raíz de los males sea idéntica. De una parte, nadie es quien para juzgar cómo alivian su exasperante tensión y ansiedad quienes están en las trincheras. Un soldado, siempre y cuando no dañe a los demás, goza de una licencia infinita para sacudirse la muerte en la intimidad de la contienda. Hasta ahí todos estaríamos más guapos callados. Lo que atenta contra la gravedad es el acto de grabarlo y compartirlo en las redes, incluso con la ñoña excusa de generar esperanza. Uno, denota una extraordinaria ignorancia sobre lo humano, pues lo que salta al ciberespacio pierde su contexto y daña de hecho a muchos deudos. Dos, nos humilla porque trivializa la catástrofe, pretendiendo revocar la tristeza cuando las heridas aún supuran, contribuyendo así a que no cicatricen.
Se está gestando un estalinismo contra «lo negativo» que nos idiotiza. Todos los totalitarismos han sido ideológicamente positivistas, proscribiendo por todos los medios las caras largas, el descontento y la suspicacia. En el ignominioso campo de trabajo de Solovkí había carteles colgados en los que podía leerse: «Con puño de hierro conduciremos a la humanidad hacia la felicidad». Sin embargo, lo que el ser humano necesita no es ausencia de aflicciones, sino algo por lo que merezca la pena luchar. Lo explica Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido: «Cuando los arquitectos quieren apuntalar un arco que se hunde, aumentan la carga encima de él, para que sus partes se unan así con mayor firmeza». Para que haya sentido ha de existir relevancia, es decir, gravedad, porque ese es el peso que endereza nuestra espalda y nos permite caminar con paso firme.
La tristeza es una emoción importante. Si la evolución ha querido que la sintamos es porque salva vidas: es un manto emocional protector que resguarda nuestras fuerzas y nos pone a cavilar. Tenemos que entristecernos lo suficiente para entender qué nos ocurre y cómo salir de nuestros atolladeros. Frente a eso, empezar a reír puede esperar, especialmente si es a costa de reírnos de lo que nos pasa cuando ni siquiera sabemos todavía lo que nos pasa (y lo que nos queda por pasar). Ni está más unida la sociedad que cancela sus discrepancias, ni es más fuerte el pueblo que se niega sus penas.
Para poder reírte de un drama, antes lo tienes que haber sabido llorar. Como decía Elizabeth Kübler-Ross —que de duelo algo sabía—, los que saben llorar bien, viven bien. Hay que padecer antes de celebrar; descender al subsuelo de la angustia antes de recuperar el suelo de la cordura. Y ocurre lo que al buzo que ha de subir a la superficie: si lo hace demasiado rápido, puede sufrir una embolia dramática. El trombo en este caso sería una estupidez extrema, individual y colectiva. Como escribe Nietzsche en La Gaya Ciencia:
En el dolor hay tanta sabiduría como en el placer: el dolor pertenece igualmente a estas dos esferas de primer rango que conservan la especie. Si el dolor no fuera esto, ya hace tiempo que se habría ido al traste. El que haya dolor no es un argumento contra él, sino que es su esencia. En el dolor escucho el grito de comandante del capitán del barco: ¡arriad las velas!
Están muriendo muchos miles de personas ahogadas y solas. Este es un hecho incontestable y de gravedad máxima. Si, como dice Irene Vallejo en «Épica del cuidado», el origen de nuestra civilización está en un hombre con un anciano a las espaldas y un niño de la mano —Eneas huyendo de la barbarie de una Troya en llamas—, entonces estamos asistiendo al fin de nuestra civilización, porque a ese anciano lo hemos dejado atrás y ahora es un montón de cenizas. ¿Lo haremos entre chascarrillos sin gracia, o nos detendremos a pensar para poder civilizarnos de nuevo? Todos estamos contrayendo una gran deuda durante esta pandemia. Y no me refiero a nuestra propias y maltrechas cuentas bancarias, ni a la pavorosa deuda pública que ya se vislumbra, sino a la deuda que estamos contrayendo con nuestros muertos. De las dos primeras se sale, aunque sea con mucho esfuerzo; en cuanto a esta última, cabe incurrir en una definitiva e infame insolvencia.
Politizar los crespones es la penúltima incursión estomagante de la ideología en todos los frentes. Luto, dolor y llanto cimentan la posibilidad de que construyamos un mundo mejor una vez venzamos al virus. También es la gravedad condición sine qua non para que todas esas risas no se nos hielen más tarde, dibujando en nuestros rostros nerviosos y demudados la mueca del Joker. Es el príncipe Malcolm, que perdió a su padre a manos del criminal Macbeth, quien nos lo recuerda: «Dad palabras al dolor: la pena que no habla gime en el corazón hasta romperlo».