Recuerdo que durante la pandemia me había asomado a la ventana para contemplar el atardecer, que era el esparcimiento que nos quedaba durante el confinamiento, cuando descubrí a un hombre solitario que caminaba cabizbajo, sumido en un recogimiento absoluto. Sus pasos inaudibles hacían que más que caminar pareciera que flotara. De pronto, un grito chirrió con furia en medio del silencio. Alguien, además de mí, había descubierto al hombre deambulando por la calle desierta.
El tipo no se inmutó. Impasible, continuó su noctámbulo paseo con la mirada fija en el suelo. Entonces otro alarido sonó una octava más alta, desafinando horriblemente: “¡Hijo de puta, nos pones en peligro a todos! ¡Vuelve a tu casa, hijo de puta!”, gritaba desaforada una mujer desde la ventana de un feo bloque de apartamentos. Y así continuó, gritando una inacabable lista de improperios, insultos y amenazas, hasta que el hombre desapareció de su vista.
El virus tarde o temprano languidecería. Pero la afección psicosocial que había hecho aflorar iba a permanecer entre nosotros, muy probablemente propagándose sin remedio
Nunca comprendí, ni entonces ni ahora, de qué forma nos podía poner en peligro un tipo que caminaba sólo por una calle desierta. ¿A quién podía contagiar o quién podía contagiarle? Sin embargo, lo que en verdad me dejó perplejo fue el acceso de ira que había transformado a una señora vulgar y corriente en un ser desagradable y violento.
La epidemia de 2020 nos descubrió una inquietante realidad, que nuestra sociedad estaba plagada de individuos inasequibles a la razón y la lógica, personas cuyos impulsos se constituían en base al miedo y la ira, una combinación tan inestable como la nitroglicerina. Conmovidos por cualquier memez melodramática podían verter ríos de lágrimas compasivas para al instante siguiente odiar con una visceralidad salvaje. Estas personas habían sustituido su propio juicio en pos del ideal de la seguridad por el automatismo de la fe en el gobierno, la autoridad o el poder en cualquiera de sus formas. A veces a ese poder basado en la fe ciega lo llamaban gobierno de progreso, a veces La ciencia.
Este fanatismo me pareció bastante más temible que el propio virus. Porque el virus tarde o temprano languidecería, pero la afección psicosocial que había hecho aflorar iba a permanecer entre nosotros, muy probablemente propagándose sin remedio.
El instinto contra la democracia
Tal vez lo hemos olvidado, pero la epidemia puso de relieve con que facilidad la democracia puede ser removida por la promesa de una seguridad imposible con el consentimiento y hasta el entusiasmo de quienes, por su propio interés, más deberían cuidarla: las personas corrientes.
Por supuesto, decir que la democracia occidental está en peligro es tan brillante y adelantado como afirmar que el agua moja. El desprecio a la democracia no es nada nuevo. Aunque la costumbre sea afirmarnos públicamente como demócratas, dándonos sonoros golpes en el pecho, en realidad solemos desconfiar de las bondades de este sistema a la vista de los gobernantes que democráticamente elegimos.
Por más que los políticos parezcan gobernar de espaldas a la gente, invariablemente todos los sistemas democráticos acaban siendo fiel reflejo de sus votantes
La desconfianza hacia la democracia es algo instintivo. Y esta desconfianza hasta cierto punto tiene su lógica. En la mayoría de los países, salvo algunas excepciones, el sistema de gobierno democrático apenas lleva funcionando un siglo, mientras que los diferentes modos de gobierno autoritario estuvieron entre nosotros casi dos milenios.
La democracia moderna no sólo ha estado amenazada desde siempre, sino que desde siempre ha tenido bastante mala prensa entre los propios occidentales. George Bernard Shaw dijo que la democracia es el sistema que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que merecemos; Benjamin Franklin, que la democracia son dos lobos y una oveja votando sobre lo que se va a comer; y Winston Churchill, que el mejor argumento en contra de la democracia es mantener una conversación de pocos minutos con el votante medio.
La desconfianza en un sistema en el que un humilde peón tiene la misma importancia que un ilustre académico a la hora de elegir gobierno, es una actitud que se ha manifestado y se manifiesta en los más autoritarios, pero también en demócratas convencidos, intelectuales y presuntos humanistas. De hecho, la democracia es lo que da sentido a una afirmación muy extendida: que «la gente es idiota». Y puesto que la gente es idiota, entonces la democracia es el gobierno de los idiotas. Carpe diem.
Por más que los políticos parezcan gobernar de espaldas a la gente, invariablemente todos los sistemas democráticos acaban siendo fiel reflejo de sus votantes. Cuando la democracia se reduce a la dictadura de la mayoría, su dolencia más habitual, el sino democrático es que la racionalidad y el sentido común acaben siendo arrollados por la ignorancia y la vehemencia de la multitud, alentada, claro está, por los oportunistas de turno. Lo que nos llevaría de vuelta al principio, a concluir que el sistema democrático no puede funcionar correctamente porque todos los electores, excepto, claro está, cada uno de nosotros, son estúpidos.
El desprecio hacia la democracia, como digo, no es nada nuevo. Pero la pandemia agravó esta desconfianza gravemente. Las debilidades del engorroso sistema democrático frente a los contundentes automatismos del sistema autoritario provocan, además de desconfianza, un profundo temor a que estas «debilidades» nos cuesten la vida. Compaginar derechos fundamentales que la democracia consagra con, por ejemplo, una epidemia asusta a demasiados. Esto no es algo que hayamos descubierto de un día para otro. La pusilánime política de apaciguamiento de la democracia británica, sustentada en unos votantes muy influidos por el pacifismo, dio alas en la década de 1930 al régimen nazi. Tras la catástrofe de la Gran guerra, el pueblo británico había derivado hacia un pacifismo radical que se sustanció en el desarme unilateral de Gran Bretaña llevado a cabo por sus políticos. Entretanto Gran Bretaña se desarmaba, Hitler, tras liquidar en la práctica la democracia de la República de Weimar, tuvo las manos libres para armar Alemania hasta los dientes. Lo que sucedió a continuación en Europa es de sobra conocido, aunque tengo serias dudas de que sea así entre los más jóvenes.
Aceptémoslo, la democracia tiene muchas complicaciones. De ahí el sarcasmo de que es el peor sistema de gobierno… a excepción de todos los demás. Desgraciadamente, la democracia no es un conjunto de reglas con carácter facultativo, es decir, no se pueden seleccionar qué reglas nos viene bien respetar y cuáles nos conviene sustituir por supuestas seguridades de las dictaduras, ni siquiera en situaciones excepcionales como una epidemia.
No consientas que tu vecino te perturbe lo más mínimo
Durante la epidemia, cuando el miedo estaba en su punto más álgido, demasiados occidentales miraron hacia China con envidia, convencidos de que su gestión de la pandemia, que era mucho más expeditiva, estaba siendo todo un éxito en lo que a seguridad se refería. Sin embargo, era un espejismo. China pudo afrontar la crisis sanitaria con esa aparente mayor eficacia no porque su sistema fuera mejor, sino porque era una dictadura. La supuesta eficiencia no obedecía a una inteligencia superior, a una mejor gestión o a líderes más sólidos. Sencillamente, el régimen chino pudo presentarse ante el mundo como el capeón de la seguridad porque podía hurtar la información, actuar de espaladas al escrutinio público y operar al margen de cualquier control independiente.
Proliferan los cascarrabias a los que les disgusta soportar las inconveniencias de la convivencia
En definitiva, el «éxito» de China podía parecer indiscutible por la sencilla razón de que estaba prohibido por ley cuestionarlo. De hecho, poco o nada conocemos de lo que realmente sucede en China, ¿sabemos acaso su número de condenas a muerte y ejecuciones anuales?, ¿la cifra de su población reclusa?, ¿qué garantías ofrecen sus tribunales?, ¿hasta qué punto la corrupción está presente en su burocracia? ¿cuál es el modelo de su sistema sanitario y cuál su política fiscal?, ¿qué índice de delincuencia tiene?, ¿cuáles son las principales preocupaciones de los ciudadanos chinos?
Sabemos muy poco de China porque es un régimen hermético. Lo que tenemos es una visión estereotipada y a menudo rimbombante, propagada por el propio gobierno chino, de un país que se convirtió en la fábrica de Occidente, se supero a sí mismo y que ahora, convertido en superpotencia, lo desafía.
No hace falta remontarse a lo sucedido en la antigua Atenas para entender que la democracia no puede activarse y desactivarse pulsando un interruptor de emergencias. Una vez se concede a los gobiernos atribuciones excepcionales para afrontar una crisis, éstas nunca se retrotraen por completo una vez la crisis termina. En economía existe un nombre para este fenómeno. Alan Peacock y Jack Wiseman lo llamaron «efecto trinquete«, en referencia al mecanismo de los barcos veleros que sirve para recoger cabos medante un sistema de engranajes que permite girar en un sentido, pero impide hacerlo en el contrario. Desgraciadamente, quienes, aún sin saberlo, tiran con más entusiasmo del cabo atrapado en el trinquete, para mayor gozo de los gobiernos, son los ciudadanos comunes.
Es evidente, la democracia tiene infinidad de inconvenientes. No sólo da cabida a las opiniones más insensatas, sino que sus autores gozan de los mismos derechos, incluido el de votar en las elecciones, que los más sensatos. Es además incómoda porque nos obliga a tener que discutir disyuntivas complejas que las dictaduras dirimen sin miramientos, como escoger entre libertad o seguridad durante una epidemia. Y es aquí, en esta elección crucial, que viene a colación la señora enloquecida que, desde su ventana, insultaba voz en grito al hombre que se saltó la orden de confinamiento.
Sospecho que las sociedades occidentales, como cada vez tienen menos hijos, se están convirtiendo en sociedades de viejos solitarios y, por tanto, son más propensas a las manías y la intolerancia. Proliferan los cascarrabias a los que les disgusta soportar las inconveniencias de la convivencia. Y esta propensión a la intransigencia es utilizada por los gobernantes que aspiran a emular a China para acorralarnos con nuevos derechos-trampa como, por ejemplo, el derecho a respirar aire limpio.
A propósito de este derecho, advertía en otro artículo en DISIDENTIA que la intransigencia de muchos ciudadanos residentes en las grandes ciudades estaba legitimando abusos de poder como Madrid 360. Un sistema injusto y arbitrario de restricciones que ha convertido los obligados desplazamientos cotidianos de centenares de miles de personas en un suplicio. Y señalaba en ese mismo artículo que políticos y activistas se han inventado este nuevo derecho a respirar aire limpio, que ha sido asumido velozmente y con vehemencia por numerosos ciudadanos y que, a su vez, lo han elevado motu proprio a la categoría de derecho absoluto.
Precisamente, amparándose en este derecho, un hombre hizo la siguiente sentencia cuando celebré que el Tribunal Superior de Justicia de Madrid hubiera echado abajo Madrid 360: “Mi derecho a respirar aire limpio está por encima del tuyo a desplazarte en tu automóvil”. Días después, en X, otro individuo repitió la misma sentencia de forma muy parecida: “El derecho a la salud ha de prevalecer sobre el de moverse echando humo tóxico y de ahí no me bajo”. Daban igual los argumentos, no importaban ni los datos ni los hechos, ningún esfuerzo por razonar surtía efecto. El derecho a respirar aire limpio, elevado a derecho absoluto, era tan incontestable como lo es el éxito del sistema chino, que por ley no puede ser discutido.
El peligro que crece dentro
En realidad, todas las propuestas distópicas actuales que emanan de la política, como la ciudad de los quince minutos; la prohibición del dinero en efectivo; las restricciones del tráfico rodado; el cuestionamiento del turismo de masas; la lucha contra el crecimiento económico que, con su ética del trabajo, las disciplinas de la tecnología y los estigmas de la prosperidad, se considera una esclavitud que debe ser abolida; etc., todas estas propuestas distópicas, digo, encuentran su anclaje en una sociedad de sujetos cada vez más acobardados, irritables e intolerantes, obsesionados con su propia tranquilidad y seguridad, individuos para los que soportar el sonido de un motor diésel, el olor de un cigarrillo que humea a cien metros, las ruidosas risas de una pandilla de jóvenes, el grito de un niño, incluso el ronquido de un perro, se han vuelto insoportables. A todo el mundo le molesta lo que hace todo el mundo. De hecho, diría que a todo el mundo le sobra todo el mundo. Y, claro, todo el mundo quiere que se limite la libertad de todo el mundo.
Muchos protestaron entonces airadamente sin sospechar que ya estaban siendo víctimas de sus propias intransigencias; es decir, que el germen de El gran reinicio llevaba tiempo en su interior
Al concluir la epidemia, políticos, tecnócratas, académicos e ideólogos propusieron aprovechar la coyuntura, ese gran shock para acometer lo que dieron en llamar El gran reinicio. Su idea era resetearnos y transformar definitivamente el ya muy venido a menos occidente capitalista y competitivo en otro sostenible, igualitario y dirigido por expertos. Muchos protestaron entonces airadamente sin sospechar que ya estaban siendo víctimas de sus propias intransigencias; es decir, que el germen de El gran reinicio lo llevaban dentro.
Aprender a aceptar la democracia tal cual es y bregar con ella en realidad viene a ser lo mismo que aprender a soportar los inconvenientes de la vida en sociedad, con sus ruidos, humos, sobresaltos y roces. Debemos ser exigentes, pero también pacientes y ejemplares; fiscalizar a los gobernantes, pero también ser responsables en lo nuestro y comprensivos con lo de los demás. Aceptar, en definitiva, que ser en el mundo de lo real implica sobrellevar con entereza y templanza las crisis, las polémicas públicas y los desacuerdos. Si no somos capaces de sobrellevar lo que es inherente a la vida en comunidad acabaremos como en China, donde para emparedar literalmente a las personas en sus propias casas, con el pretexto de combatir un virus (quién sabe si mañana también para acabar con los malos humos), bastará con la firma de un burócrata. Porque, querido lector, cuando se trata de imponer manías, el Estado es con diferencia el mayor y más peligroso maníaco.
Foto: Derek Story.
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