Como recordará cualquier buen lector del Quijote, el título de este post está tomado de una pregunta que el caballero andante le hace a su escudero: “¿Qué te parece desto, Sancho? ‑dijo Don Quijote‑ ¿Hay encantos que valgan contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura; pero el esfuerzo y el ánimo será imposible”. Me he acordado de este pasaje al leer esta mañana que se está preparando una moción legislativa en la Asamblea francesa para poner coto a lo que llaman el empleo inclusivo de la lengua, ya saben a decir médicos y médicas, pero sin decir periodistas y periodistos. Los franceses siempre han tenido una gran preocupación por preservar su lengua y hay muchos que opinan que esta moda inclusivista supone un atentado al buen sentido y al espíritu de la lengua y que, aparte de no traer beneficio concebible, implica una falta de respeto a la soberanía de los hablantes.

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Al pronto, la iniciativa me pareció bienintencionada y muy francesa, pero no tardé en caer en la cuenta de que tenía un fondo que, a mi gusto, es disparatado.  Quijote pensaba que ningún encanto podría acabar con el ánimo, con la libertad, y eso mismo me parece a mí, pero abundan los que creen que las leyes son más poderosas que los encantos y que pueden imponerse a todo. Si así fuese, ya se nos habrían regalado toda clase de perfecciones, pues muy desde el principio, desde Platón, existe la idea de que la sociedad perfecta es algo que está al alcance de los seres humanos y que alcanzarla es cosa de leyes.

Hay que ser optimista, sin necesidad de ser optimistos, y esperar que estas pandemias de tontilocos pasen sin necesidad de que se los lleve a juicio: no habría jueces para tanto delito

Esta apuesta por establecer la obligación de hacer el bien es una de esas convicciones que no resiste el menor contraste con la experiencia, pero sigue siendo el ideal machacón de todos aquellos que quieren saber más que nadie y quieren obligarnos a entrar en el Paraíso sin recordar la evidencia que señaló Hölderlin, “Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, se ha convertido en su infierno. El Estado no es más que la ruda corteza que envuelve el meollo de la vida”. Pero los adoradores del Estado ideal, esos que olvidan a todas horas, las penas y miserias de los Estados reales, siempre insisten en el castigo a la perversidad, en establecer leyes, normas, reglamentos, tantos más cuanto más excelso se imaginen el bien que pretenden otorgarnos.

Los que se proponen parar los pies al abuso inclusivista acaso no han caído en que ese propósito podría tener un rebufo muy contrario a sus intereses, pues si se puede legislar sobre la lengua, si hay encantos legislativos que puedan atar su libertad y matar su ánimo, bien podrían emplearse para consagrar el inclusivismo a todo trance.

La lengua es la primera de las expresiones de la libertad más importante, la de pensamiento, y querer imponerle normas más allá de lo que aconseje el buen uso comunicativo que a nadie interesa ignorar, es un atentado al más sagrado de los principios de la libertad, que podamos pensar, decir y hacer cosas que no gusten a todos, que no gusten a nadie. Naturalmente ha de haber límites a la libertad en el ámbito civil, lo contrario supondría legitimar la barbarie y el crimen, pero el lenguaje debiera ser la imagen libre de la libertad de pensar y nadie debiera tratar de hacerle un traje legal a medida. No es difícil ver, por otra parte, como la imposición de una lengua, cualquier sea, es el primer paso que han dado todos los totalitarios, su empeño en homogeneizar el habla es un trasunto de su voluntad de impedir cualquier forma de libertad y de disidencia.

Las jerigonzas del lenguaje inclusivista y de todas las variantes ideológicas de ese tipo tienen, además, una innegable utilidad porque permiten localizar con rapidez y buen tino a cierta clase de desaprensivos y de memos. Nadie debiera privarnos del deleite de ver a los muy tontos ponerse en fila. Querer que ningún francés dé tales muestras de bobería es muy comprensible, pero equivocan el tiro tratando de imponerlo. Hay que ser optimista, sin necesidad de ser optimistos, y esperar que estas pandemias de tontilocos pasen sin necesidad de que se los lleve a juicio: no habría jueces para tanto delito y cabe esperar que el buen sentido acabe por imponerse del todo. Siempre habrá terraplanistas, antivacunas e inclusivistas, aunque hay que reconocer que estos últimos han conseguido ganar para su cruzada a personajes a los que cabría suponer buen juicio, de donde cabe concluir que no hay que ser tan generoso en la estimación de la inteligencia de los personajes públicos.

Foto: French Embassy in the U.S.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web