No hace mucho tiempo me confesaba un conocido que, en su trabajo, estaba afrontando una situación bastante incómoda con una compañera. Según me relató, por puro azar se había topado con ella en una red social. Al principio, había tenido el impulso de saludarla con un mensaje. Por suerte, antes de hacerlo, se percató de que ella estaba argumentando en un extenso hilo que todos los hombres eran violadores en potencia. Así que decidió pasar inadvertido. “En medio de ese alegato, ¿qué podría haber dicho?”, se excusó. “Permanecí en el anonimato y me dediqué a leer lo que iba escribiendo.”
Aquella compañera eficiente que en el trabajo se mostraba cordial, estaba allí, en la Red, argumentando, con escritura muy fluida, que todos los hombres —incluido él— eran violadores potenciales; es decir, sujetos que, sin excepción y en situaciones más numerosas de lo que cabría suponer, resultaban extremadamente peligrosos.
Cuando la falacia de la “violencia estructural” nos agrede
Desde ese día, según me confesó, empezó a sentirse incómodo. Cuando tenían que despachar juntos, lo cual solían hacer en una pequeña salita destinada al efecto, no sabía cómo comportarse, cómo sentarse o hacia dónde mirar. Incluso, contrariamente a lo que sus padres le habían enseñado, justo antes de reunirse, se apresuraba para entrar el primero en la diminuta salita y así poder bordear la mesa sin toparse con su compañera.
Estaba enfadado con ella, pero sobre todo consigo mismo, por haber ido adoptando comportamientos extraños. En definitiva, había dejado de comportarse tal cual era
Según recordaba situaciones incómodas, como coincidir en el ascensor a solas, más disgustado se mostraba. Estaba enfadado con ella, pero sobre todo consigo mismo, por haber ido adoptando comportamientos extraños, bien para no coincidir, bien para ni siquiera rozarse si no podía evitarla. En definitiva, había dejado de comportarse tal cual era.
Antes, mi amigo se consideraba una persona madura, sociable, bien educada, que nunca perdía el control, incluso cuando, en alguna celebración, tomaba una copa de más. Y es cierto. También es un buen marido y un buen padre. Pero ahora se siente extrañamente culpable. Y no sabe exactamente el motivo.
Jamás ha tocado a una mujer sin su consentimiento; mucho menos se ha comportado de manera grosera o, peor, violenta. Aun así, su compañera de trabajo, con la que tiene que relacionarse todos los días, está convencida de que, debajo de su aspecto de padre amable, de su educación y buenos modales, hay un sujeto innatamente peligroso y agresivo, un ser extraño que, al parecer, en determinadas circunstancias, está predeterminado a descontrolarse.
La locura del feminismo posmoderno
En realidad, lo que había sucedido es que el feminismo posmoderno había penetrado en su círculo privado. Ya no se trataba solo de escuchar de cuando en cuando en la radio o la televisión, en alguna tertulia, o leer en algún diario, una teoría disparatada, un glosario de supuestos agravios machistas o la solemne promesa del político de turno de luchar en favor de la igualdad entre hombres y mujeres con alguna nueva ley disparatada.
Como en la novela de Robert Louis Stevenson, dentro de él había un señor Hyde. Una anomalía de la que no era responsable, pero de la que, sin embargo, sí era culpable por el simple hecho de haber nacido hombre
La locura feminista se había hecho carne en su compañera de trabajo, violentando su dignidad. Ya no importaba quién fuera él como individuo, como persona; no importaban sus valores, sus méritos, su carácter o su voluntad. Como en la novela de Robert Louis Stevenson, dentro de él había un señor Hyde. Una anomalía de la que no era responsable, pero de la que, sin embargo, sí era culpable por el simple hecho de haber nacido hombre.
¿Hacia la equidad o la inversión de roles?
A pesar de esta desagradable experiencia, mi amigo sigue siendo un hombre bastante afortunado. La relación con su mujer es buena. Y en su casa no necesitan anotar pormenorizadamente en un papel el reparto de tareas. Cuando uno de los dos no puede atender una obligación, lo hace el otro y viceversa. No son iguales, porque son personas distintas, diferentes. Pero ambos están en un plano de igualdad, independientemente de sus carreras profesionales, sus ingresos o sus elecciones individuales. Y no necesitan que nadie les abra los ojos ante supuestas alienaciones. Ellos actúan consciente y libremente, de mutuo acuerdo.
Se está imponiendo no ya la deseable equidad, sino una inversión de roles
Otros, sin embargo, no tienen la misma suerte. Y es que, como describía Hellen Smith en Men on Strike: Why Men Are Boycotting Marriage, Fatherhood, and the American Dream and Why It Matters, la cultura occidental se ha dedicado el último medio siglo a hacer que el matrimonio sea ventajosos para las mujeres, mientras que para algunos hombres se ha ido convirtiendo en un compromiso disuasorio.
En demasiados casos se está imponiendo no ya la deseable equidad, sino una inversión de roles. Cada vez más varones están perdiendo su espacio dentro de la casa, mientras que las esposas e hijos tienden a acapararlo. En estos casos, no se ha repartido la autoridad, sino que la han perdido los hombres. Y ahora tienen que soportar las miradas compasivas de los jóvenes solteros, que se preguntan en qué se han convertido y cómo pueden ellos evitar correr la misma suerte. Y solo encuentran una respuesta: no casarse.
Hombres en retirada
Así, no es de extrañar que cada vez menos hombres se casen. En Estados Unidos, por ejemplo, en 1970, el 80 por ciento de los hombres de 25 a 29 años estaban casados; cuatro décadas después, solo el 40 por ciento. En 1970, el 85 por ciento de los hombres de 30 a 34 años estaban casados; cuatro décadas más tarde, solo el 60 por ciento. Esta tendencia se repite en otros muchos países desarrollados.
Hay muchas razones que explicarían por qué los hombres están cambiando. Pero tal vez la razón fundamental es que perciben una creciente hostilidad hacia ellos
Los hombres ya no ven el matrimonio como algo conveniente. Según Pew Research Center, la proporción de mujeres de entre 18 y 34 años que opinan que casarse es una de las cosas más importantes de su vida aumentó nueve puntos desde 1997, del 28 por ciento al 37 por ciento. Sin embargo, con los hombres ha ocurrido justo lo contrario. Su preferencia por el matrimonio ha disminuido del 35 por ciento al 29 por ciento.
Hay muchas razones que explicarían por qué los hombres están cambiando. Pero tal vez la razón fundamental es que perciben una creciente hostilidad hacia ellos. Y es que el feminismo actual no persigue la igualdad, sino que promueve el establecimiento de un marco jurídico injusto para los varones. Bajo el eufemismo de discriminación positiva, se ha impuesto una discriminación inversa, una especie de ajuste de cuentas.
Cada vez son más los varones que renuncian a la universidad, rehúyen la competitividad laboral y no quieren oír hablar del matrimonio y la paternidad
En consecuencia, muchos hombres están renunciando a sus compromisos con la sociedad o, como coloquialmente señala Hellen Smith, se están yendo a la huelga de manera paulatina. De hecho, cada vez son más los varones que renuncian a la universidad, rehúyen la competitividad laboral y no quieren oír hablar del matrimonio y la paternidad.
Se trata de un fenómeno que ha llamado la atención de los expertos. Y existe bastante literatura al respecto, pero la presión del feminismo está silenciando el problema para que no sea percibido por la sociedad en su conjunto.
Aunque también hay quien sostiene que los hombres son cada vez inmaduros y, por lo tanto, son más reacios a asumir responsabilidades. Sin embargo, el proceso de infantilización de las sociedades occidentales no es patrimonio exclusivo de los varones, sino que está equitativamente repartido entre hombres y mujeres.
Ya va siendo hora de recuperar la cordura e impedir que dividan a la sociedad en dos bandos que, según cambian los vientos de la historia, se someten mutuamente
Sea como fuere, lo cierto es que en el mundo desarrollado cada vez más hombres se sienten perjudicados por la proliferación de leyes, actitudes y reacciones agresivas contra ellos por el simple hecho de haber nacido hombres en el siglo XXI.
Ya va siendo hora de recuperar la cordura e impedir que dividan a la sociedad en dos bandos que, según cambian los vientos de la historia, se someten mutuamente. Después de todo, como dijo Martin Luther King, y oportunamente nos recuerda Hellen Smith, «la injusticia en cualquier lugar es una amenaza para la justicia en todas partes».
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