Nunca utilizaría una bandera para secarme los mocos, sea la de España, la de Cataluña, la bandera arco iris, la del partido comunista o la nazi. Pero siempre me han inquietado las personas que están dispuestas a dar su vida por una bandera.
Nunca me atrevería a escupir sobre la Biblia, el Corán, la Torah o cualquier otro texto religioso. Pero es preocupante que haya quien esté dispuesto a matar por una afrenta a cualquiera de esos libros.
Nunca quemaría un crucifijo, una mano de Fátima, una menorá o la hoz y el martillo entrecruzados. Pero soy consciente de que mucha gente se sentiría indignada si eso ocurriera.
Y aquí entramos en el resbaladizo terreno entre la indignación de unos por la defensa de sus símbolos y la libertad de otros para maltratarlos.
En esa balanza, entre la indignación y la libertad, considero que hemos de decantarnos por la libertad. Por muy absurda que me parezca la tropelía que se cometa con esos símbolos, por muy lejos que esté yo de cometer dicha tropelía, por mucho que me esfuerce por convencer al atropellador de evitar la tropelía.
Sobre todo, porque en esta pelea por los símbolos, hay una serie de elementos que distorsionan todo el debate.
La indignación es la primera coartada que utiliza cualquier enemigo de la libertad
El primero es esa oposición entre libertad e indignación. La indignación es la primera coartada que utiliza cualquier enemigo de la libertad. Puede ser una forma sutil de indignación: no estoy seguro que en tu condición de extranjero puedas hablar sobre los problemas de mi país, frase a la que llevo acostumbrado después de muchos años viviendo en muchos lugares extranjeros. En realidad, el mensaje no es que yo pueda desconocer la realidad de un lugar, el mensaje es que existe una realidad nacionalista de la que estoy excluido y me impide ejercer mi libertad para opinar.
Por supuesto, la indignación crece y crece bajo lo más sutiles subterfugios, y al final esa muchacha que viste de forma atrevida es mejor ponerle una falda larga (o un burka) para que los más puritanos no se sientan indignados.
El segundo elemento que distorsiona la oposición entre libertad e indignación es el morbo por recrearse en esa indignación. Si un grupo de radicales quema la foto del jefe de Estado de turno (sea el rey Felipe VI o Trump), vamos a pasar las imágenes una y otra vez hasta estar seguros de sentirnos suficientemente indignados. Podríamos ignorarlas, demostrar que, en realidad, somos conscientes de que son un grupúsculo sin importancia y que yo no se la voy a dar. Pero es mucho más reconfortante para el indignado ahondar en su malestar.
El tercer elemento es la necesidad de seguir la corriente de los indignados para no ser marcado. Si un tipo atenta contra un símbolo, el que sea, y muchos protestan, a partir de ese morbo explicado previamente de recrearse en la tropelía, yo no voy a ser menos y sigo la corriente. Los versos satánicos de Salman Rusdhie no sólo fueron criticados por los musulmanes radicales (aunque sólo estos pusieron precio a la cabeza del escritor) y La última tentación de Cristo de Martin Scorsese fue censurada por igual en países cristianos y no cristianos.
En un interesante artículo sobre símbolos, Quintana Paz argüía que si bien una bandera no es más que un pedazo de trapo, un billete no es más que un pedazo de papel, al igual que la foto de sus hijos, por lo que esa reducción al mínimo de la bandera, como mero trapo, para reducir su carga emotiva no parecía una razón suficiente para desprestigiarla, como no se desprestigiaba el billete o la foto por sólo ser un pedazo de papel.
Pero esta reflexión de Quintana Paz, atractiva, mezclaba elementos muy funcionales, con un billete puedo comprar muchas cosas, con una bandera o una foto, difícilmente; con elementos emotivos, la foto de mis hijos es importante para mí y los míos, y poco más; con elementos simbólicos, la bandera representa a una nación y se puede convertir en una razón para agredir a los otros.
Sí, puedo matar por robar un billete. O puedo enojarme mucho si me rompen la foto de mis hijos. Si mato a alguien por robar un billete, puedo terminar en la cárcel. Lo mismo ocurriría si atizo al tipo que rompió la foto de mis hijos.
Atentar contra esos símbolos, puede permitirnos indignarnos, marginar al otro, agredirle o eliminarle
Pero si mato en nombre de mi bandera, puede estar plenamente justificado, ya sea por estar en guerra con la gente de la bandera contraria, ya por ser miembro de un grupo terrorista jaleado por muchos (llámese al Qaeda o ETA).
Ahí está la diferencia clave que olvidaba Quintana Paz.
En nombre de determinados símbolos, la bandera, podemos justificar cualquier acción. Atentar contra esos símbolos, puede permitirnos indignarnos, marginar al otro, agredirle o eliminarle.
En definitiva, en nombre de determinados símbolos, imponemos nuestra indignación, la libertad del otro importa un carajo y tenemos patente de corso para atacar.
Lo peor es que olvidamos que no son más que símbolos, que por mucho que representen valores sublimes, son símbolos. Construcciones intelectuales que representan un concepto o un objeto, aceptadas socialmente de forma más o menos mayoritaria. Pero solo símbolos que nunca pueden estar por encima de las personas aunque en demasiadas ocasiones sí se ponen por encima de las personas, como recordaba Pérez Reverte que vio a tantos destriparse por una bandera.
Debemos intentar no ser esclavos de la corrección política, que es el arma que erigen aquellos que huyen de su capacidad para ser libres
Porque, a la larga, si hemos de indignarnos por cualquier símbolo que sea afrentado, deberemos orar constantemente para que los religiosos no sientan que hemos atentado contra su crucifijo; deberemos cruzar nuestra mano en el pecho cada vez que por televisión suene el himno de cualquier país para que los nacionales de ese país no se sientan minusvalorados; deberemos evitar cruzar las calles allí donde no se hayan puesto semáforos inclusivos, para no ofender al colectivo LGTBI; deberemos evitar comer carne y no podar la hierba del jardín para que la Madre Naturaleza de los ecologistas no sea violentada.
Deberemos, en definitiva, ser esclavos de la corrección política, que es el arma que erigen aquellos que huyen de su capacidad para ser libres y se refugian en la indignación como medio para también impedirnos a los demás a ser libres.
No voy a sonarme los mocos con una bandera. Si vas a hacerlo, te recordaré que puedes molestar a la gente de forma gratuita y que quizás no merece la pena. Si a pesar de todo, lo haces, me abstendré de atacarte por ello, más allá de la opinión que ya te di. Pero, sobre todo, si me indigna que ataques un símbolo, aprenderé a curar mi exceso de indignación y respetaré tu libertad de acción.
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Foto: Dollar Gill