No recuerdo su nombre. Tan sólo que era italiano. Había venido a Guatemala a practicar una singular versión del turismo de cooperación, junto a su novia.

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En su búsqueda de un modelo alternativo al capitalismo explotador y contrario a la igualdad, el muchacho italiano había estado estudiando a las guerrillas hispanoamericanas. Había comenzado en el Che Guevara y había pasado por las FARC colombianas, los sandinistas de Nicaragua y la Farabundo Martí de El Salvador. Pero al descubrir la guerrilla guatemalteca, que actuó desde los años 60 a 1996, entonces se sorprendió de lo poco que sabía de ese lugar, quizás porque esa guerrilla no logró ni el triunfo militar, ni el político. Pero, sobre todo, se emocionó al saber que en esa guerrilla además de combatir la lucha de clases, había una guerra étnica, racista, entre los indígenas oprimidos y los criollos opresores.

No quise explicarle que el mundo no era blanco o negro, que los matices grises en el conflicto armado guatemalteco eran demasiado grises, que la guerrilla comenzó a partir de unas reivindicaciones sindicales en el Oriente del país donde no había casi indígenas, que cuando llegó al territorio indígena, los indígenas estaban en todos los bandos, en el que apoyaba a la guerrilla, el que apoyaba a los militares, el que no apoyaba ni a unos, ni a otros.

No le dije nada porque me preguntaba quién podría haberle organizado un viaje turístico a la antigua área guerrillera.

Estoy acostumbrado a recibir colegas españoles que vienen a practicar ese turismo de cooperación. Dos, tres semanas en Guatemala. Colaborando a mejorar la lectura de una escuelita, o a empoderar a mujeres, o a algún programa de salud básica. Los tres pilares clásicos del buen samaritano del siglo XXI: educación, salud, mujer. En esas dos semanas, de lunes a viernes, el turista cooperante acude a alguna aldea, apoya al especialista de turno, comparte con los niños del lugar, se enamora del sitio, considera que ya sabe todo lo que hay que saber del país, disfruta los fines de semana en la ciudad colonial de la Antigua, las playas de Monterrico o navegando por el lago de Atitlán, y regresa a Europa con la medalla de haber entregado sus vacaciones por el desarrollo de los niños y las mujeres del Tercer Mundo.

Buena parte de la cooperación internacional consiste en trasvasar el dinero de los pobres de los países ricos a los ricos de los países pobres

Hay empresas especializadas en este tipo de turismo, que ofrecen el paquete completo, alojamiento, comunidad con la que colaborar, excursiones, un paquete que no suele ser barato y que vuelve a demostrar que buena parte de la cooperación internacional consiste en, siendo abruptos, trasvasar el dinero de los pobres de los países ricos a los ricos de los países pobres.

En el caso del italiano, no había habido ninguna empresa intermediaria. Había sido él quien se había lanzado a la aventura, buscando el departamento guatemalteco más afectado por el conflicto armado, el Quiché, y la zona del Quiché más golpeada, el triángulo Ixil, ya en la frontera con México. En su elección, una vez más, no había habido una investigación muy profunda, todo indicaba que se había dejado llevar por los libros más populares sobre las masacres en Guatemala.

El muchacho me contaba que había logrado hablar con muchos lugareños que le contaron sobre el conflicto. La mayor parte de ellos era gente joven. Dado que ya han pasado casi veinticinco años del fin de la guerra, esos jóvenes sólo podían relatar los que a ellos mismos le contaron, porque difícilmente, por edad, pudieron vivir los hechos que narraban. Y los hechos que narraban se ajustaban a las historias que el italiano buscaba: el indígena bueno, el blanquito malo, la tierra ancestral, el usurpador. Una vez más, era difícil hacerle entender a mi visitante que las tierras arrebatadas a los indígenas masacrados habían terminado, en muchos casos, en manos de otros indígenas que habían participado en las masacres.

A lo que se añade que en este tipo de viajes iniciáticos, el converso siempre tiende a escuchar sólo las historias que refuerzan su nueva fe. Recuerdo en mis tiempos en Palestina, en los primeros meses allí, como me encontré con varios jóvenes palestinos que me soltaban el discurso prefabricado para el europeo concienciado que sabe que los israelíes son los malos más malísimos. En cuanto empecé a realizar preguntas críticas, los palestinos del discurso políticamente correcto desaparecieron de mi vida.

Con todo, el muchacho italiano tenía un gran pesar. Hasta sus interlocutores más radicales estaban perdiendo su identidad. Lejos de preocuparse por mantener sus lenguas autóctonas y sus tradiciones milenarias, vestían igual que cualquier occidental, estaban abonados a Netflix o HBO y miraban con ansiedad hacia Estados Unidos, donde poder emigrar para ganar más dinero.

Sí, los jóvenes del Triángulo Ixil perdían su identidad, sin darse cuenta que con ello, se perdían así mismos. Porque la identidad, para el muchacho italiano, lo es todo. No hay personas, hay colectivos identitarios, dentro de los cuales te integras, o te pliegas, o quedas marginado.

No me atreví a preguntarle al joven si él, como italiano, no estaba perdiendo también su propia identidad colectiva italiana, por ejemplo, al viajar con su novia sin estar casado con ella, pues Italia es un país católico y un buen católico no viaja con su novia sin casarse con ella. O si comer frijoles no iría en contra de su identidad tendente a la pasta. O si escuchar a Ricardo Arjona o a Manu Chao mientras corretea por el Quiché no atenta contra su identidad operística.

Si le hubiera dicho todo esto, el italiano habría considerado que mis preguntas eran ridículas, pero él no veía ridiculez en su forma de explicar la identidad de los indígenas del triángulo Ixil. Quizás porque él sí tenía personalidad y a los quichés sólo les toca identidad.

Con todo, si me atreví a explicarle el valor de la libertad de cada individuo a elegir lo que desea hacer, a optar por un bilingüismo en español e inglés en detrimento del bilingüismo español y quiché. A desear una mejor oportunidad para él y su familia aprendiendo computación, importando ropa china, o siendo mecánico de carros japoneses. Me atreví a explicarle que los cachiqueles con los que yo trabajaba ya no enseñaban cachiquel a sus hijos y les importaba un comino la identidad y la tradición, porque preferían que sus vástagos pudieran acceder a la Universidad, tener un mejor trabajo y salir de la pobreza en la que vivían.

El italiano me miró mal (como me miran mal muchos de los antropólogos con los que discuto este tema). Consideró un insulto mi escasa valoración de la identidad y mi empeño por considerar que la libertad individual es más importante que las tradiciones del colectivo.

Pero quizás algún día entienda que fue su libre elección la que le trajo a Guatemala y que aquí quiso defender una identidad grupal para los otros, pero no para él.

Foto: Isabell Winter


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