En un artículo anterior sobre la politización de las instituciones señalaba que España lideraba junto a Turquía –dentro del amplio conjunto de países de la OCDE– la más extrema “colocación de políticos” al frente de las administraciones públicas: un asombroso 95% con cada cambio de gobierno, frente al 5% de países como Canadá, Holanda, Japón y Noruega.

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Teniendo en cuenta, que según ha investigado Juan Miguel de la Cuétara, para su reciente libro: Límites del Estado, existen en España cerca de 20.000 organismos públicos dedicados mayormente a “apesebrar a la población en presencia de una declinante sociedad civil”, el problema se engrandece de manera extraordinaria. Cada vez hay más administraciones públicas gobernadas por administradores, elegidos por el dedo político, que muy excepcionalmente superarían una prueba profesional de idoneidad para el cargo.

Mientras que en los países líderes asiáticos*, desde Singapur hasta China, se ha impuesto la moda de reclutar para la gestión de las instituciones públicas a los mejores, en España sucede todo lo contrario: es abrumador el número de cargos públicos que provienen de la política, a la que no llegan precisamente los mejores dotados profesionalmente, sino más bien los que no han probado nunca su capacitación en la vida privada. Así que tenemos unas instituciones públicas hipertrofiadas, gobernadas por una muchedumbre de personas llegadas a sus cargos en función de sus lealtades políticas y no de sus capacidades profesionales.

Es abrumador el número de cargos públicos que provienen de la política, a la que no llegan precisamente los mejores dotados profesionalmente

¿Qué razones justifican que la sociedad española no se avergüence de los hechos descritos y comience a cuestionar tan aberrantes prácticas? Además de poner freno, después de eliminar una gran parte de organismos perfectamente inútiles, cuando no perjudiciales, a la proliferación de estos, es la hora de cuestionar la inundación “político-democrática” de las instituciones del Estado.

Por diversas circunstancias históricas, la escasa experiencia democrática española, solo recientemente asentada, ha sido asumida por muchos ciudadanos como una especie de panacea universal que casi todo puede resolver, amén de mecanismo de validación, con razón o sin ella, de cualquier aspiración social que pueda imaginarse.

Esta concepción taumatúrgica de la democracia conlleva a que en los procesos electorales los candidatos traten de agradar a sus posibles votantes con ofertas muchas veces sin sentido o incluso disparatadas, de suerte que la mayor parte de las veces no reparan ni en su verdadera utilidad y casi nunca en su factibilidad financiera.

Ciertos políticos llegan aún más lejos al querer incorporar a la Constitución nuevos derechos sociales que implican elevados, y muchas veces imposibles de financiar, costes económicos como verdaderas “cartas a los Reyes Magos”. Tales derechos, a diferencia de los universales, posibilitan que unos grupos tengan derechos que se les niegan a otros grupos.

En una economía globalizada e integrados como estamos en la UE y el sistema monetario del euro, las cartas a los Reyes Magos se terminan enfrentando muy pronto a la realidad de los hechos económicos, con las consabidas consecuencias: véase, si no, la dura y muy larga crisis económica padecida recientemente en España que nos hizo perder una década –algo nunca acontecido- de crecimiento económico.

En países democráticamente más maduros y menos aficionados a “escribir cartas a los Reyes Magos”, el sistema democrático permite conducir la economía por la senda del crecimiento sin descarrilar por la vía de los excesos y los desequilibrios macroeconómicos, para beneficio de la sociedad toda. De este modo, la riqueza y los beneficios sociales derivados de ella, no antepuestos, evolucionan progresivamente sin caer en recesiones ni vueltas atrás, como en la España contemporánea.

Un exceso de voluntaristas y muy democráticas políticas sociales terminó por conseguir lo contrario que pretendía: detener el progreso económico y social de los españoles y, en especial, de los menos favorecidos.

Para Manuel Conthe (EXPANSIÓN, 29-12-2015), “una sociedad incapaz de eliminar, tras un plazo razonable, un déficit presupuestario estructural y de casar el nivel estructural de gastos con el de ingresos, es una democracia fallida que, incapaz de conciliar los deseos de los beneficiarios del gasto público con los de los contribuyentes, se asemeja a un drogodependiente que precisa con urgencia nuevas dosis de deuda. No confundamos un legítimo keynesiano anticíclico con la deudodependencia”.

Visto que en nuestra democracia los políticos no son capaces de afrontar la realidad ni hablar claro a los electores, ni estos reparan mayormente en la seriedad y solvencia de las propuestas y decisiones de aquellos, Manuel Conthe sostiene desde hace tiempo la necesidad de que “existan instituciones y cargos públicos no electivos que tengan encomendadas funciones parecidas a las que Miguel Sebastián atribuye a sus agencias”.

Efectivamente, Miguel Sebastián en su libro La falsa bonanza plantea la necesidad de mejorar la calidad institucional mediante agencias independientes de dimensión nacional adscritas al Parlamento que eviten los excesos de nuestra democracia:

  • Agencia de Evaluación de Políticas Públicas, para realzar auditorías de calidad de políticas y de servicios públicos e informes vinculantes sobre proyectos de inversión en infraestructuras.
  • Autoridad Fiscal Independiente, para garantizar el cumplimiento de los programas de estabilidad a nivel nacional y autonómico y evaluar las reformas fiscales con dictámenes vinculantes.
  • Agencia Estatal de Innovación, que integre los dispersos organismos y recursos públicos destinados a la I+D+i.
  • Unidad de Vigilancia de la Estabilidad Macroeconómica, que prevea los desequilibrios tan pronto se produzcan.

Ni que decir tiene que los miembros de tales agencias deberían ser seleccionados con criterios estrictamente profesionales y estar adecuadamente remunerados, además de tener garantizada la independencia en el ejercicio de sus funciones.

Vista la experiencia reciente, en la que los excesos voluntaristas, muy democráticos, por cierto, de la política conllevaron a una grave crisis que no se quiso ver y que luego comenzó a resolverse tarde y más lentamente que en los demás países desarrollados, las instituciones no electivas que se acaban de describir mejorarían nuestra calidad institucional, que tanta falta nos hace.

*La cuarta revolución, J. Miklethwait & A, Wooldridge, Galaxia Gutemberg 2015.