Cada vez más personas utilizamos Internet de forma regular pero raramente nos detenemos a reflexionar si este medio podría afectar a nuestra conciencia, nuestras capacidades, nuestras actitudes, nuestra manera de asimilar la información. ¿Podría el uso frecuente de la Gran Red estar trastocando nuestro cerebro?, tal como señalan algunos expertos.
La discusión comenzó hace una década con el famoso, y un tanto alarmante, artículo de Nicholas Carr, Is Google Making Us Stupid? (2008). El infortunado Nicholas tenía la sensación de que, en los últimos tiempos, algo o alguien había estado hurgando en su cerebro, cambiando los circuitos neuronales y reprogramando su memoria. Aunque había sido un empedernido lector en el pasado, ya no lograba la concentración y continuidad necesarias para leer un libro, ni siquiera un texto largo. En la tercera página perdía el hilo y su mente comenzaba a vagar por los amplios espacios… cibernéticos. Se sentía algo estúpido, incapaz de pensar, de procesar la información con la misma profundidad de antes. Y, para colmo de males, al comentarlo con sus amigos, casi todos admitían haber sufrido esa misma mutación. ¿Se trataría de alguna enfermedad contagiosa? ¿Algún agente contaminante? ¿El mero avance de la edad? No, el origen estaría en el uso de Internet.
Según Nicholas Carr, Internet fomentaría un pensamiento superficial, mecánico, más basado en la anécdota que en el pensamiento profundo
Según Carr, la red de redes impulsa a saltar rápidamente de un texto a otro, fomentando una lectura superficial, en diagonal. Y desactivaría la capacidad de interpretar profundamente el texto, de establecer esas conexiones mentales propias de una lectura reflexiva, concentrada y sin distracciones. Con el tiempo, el cerebro se iría dispersando, adaptándose al ritmo de la pantalla, a una corriente constante de partículas informativas débilmente conexas entre sí.
La elaboración compleja se sustituiría por una nueva conciencia acomodada a la sobrecarga de información y a la respuesta inmediata. Y el pensamiento derivaría hacia un enfoque superficial, mecánico, basado más en la anécdota que en el conocimiento profundo, una suerte de inteligencia artificial. ¡Un horror! la mente humana imitaría al computador… y no al revés.
Internet y el ancestral temor a las innovaciones
En realidad, estos recelos, esos miedos a innovaciones que mermarían nuestras capacidades naturales, no son exclusivos de nuestro tiempo. Son muy antiguos, pues toda época tuvo su preocupación ante los cambios tecnológicos, ante las innovaciones. Así, el filósofo griego Sócrates alertó a sus discípulos de los peligros de la escritura, ese arte que reduciría el ejercicio de la memoria, atontando a las gentes. Los individuos se volverían perezosos, incapaces de guardar en la cabeza nada que pudiera entrar en el bolso. En el siglo XV, el abad alemán Johannes Trithemius se mostró preocupado por la aparición de la imprenta porque rompería la especial conexión que mantenían los amanuenses con Dios cuando copiaban la Biblia.
Sócrates alertó a sus discípulos de los peligros de la escritura pues reduciría el ejercicio de la memoria
El propio Miguel de Cervantes advirtió, con bastante sentido del humor, cómo alguien podía perder el seso por abusar del Internet de aquellos tiempos: los libros de caballería. Incluso, según cuentan, el filósofo Friedrich Nietzsche cambió radicalmente su lenguaje, su modo de expresarse, tras abandonar la escritura manual para adoptar la máquina de escribir. Su cerebro pareció transformarse al pasar del leve murmullo de una pluma deslizándose suavemente sobre el papel al estruendo de un novedoso ingenio accionado por teclas.
Por supuesto, conviene huir de los absurdos alarmismos, evitar caer en la creencia de que algo terrible va a ocurrir por utilizar un nuevo invento. Pero tampoco en la ingenuidad, pues nada es perfecto. Las nuevas tecnologías aportan muchas ventajas pero también algunos inconvenientes que, por suerte, a veces pueden reducirse o compensarse mediante su adecuado uso o a través de mecanismos correctores. Cada tecnología de la información desarrolla en las personas ciertas capacidades cognoscitivas pero… generalmente a expensas de otras.
Los seres humanos adaptan su funcionamiento a las herramientas disponibles, a las nuevas técnicas
En realidad, los seres humanos adaptan su funcionamiento a las herramientas disponibles, a las nuevas técnicas. La generalización del uso de maquinaria redujo considerablemente la actividad física, algo que nuestros contemporáneos intentan compensar con la visita al gimnasio. La aparición de calculadoras abrió un mundo de rápidos y complejos cómputos pero también redujo la capacidad de sumar y restar de cabeza. Los navegadores GPS permiten llegar con facilidad a todos los lugares pero su uso va atrofiando, en cierta medida, el sentido de la orientación. A cualquier invento, por muy bueno que sea, se le puede encontrar algún revés.
Descargar la memoria humana en la memoria digital
Internet ha disminuido drásticamente el tiempo y los costes de adquirir información. Y las personas delegan ahora en los aparatos informáticos ciertas funciones de almacenamiento que antes realizaba la memoria humana porque consideran poco eficaz retener en la cabeza unos datos que resultan accesibles al instante desde un aparato. Así, la gente va perdiendo capacidad de recordar información pero se acrecientan sus habilidades para buscarla cuando es necesaria. Se trataría de una mejora de eficiencia… siempre que el proceso no se lleve al extremo pues el conocimiento requiere ciertas dosis de memoria.
Como ha ocurrido siempre, el nuevo invento acabará desarrollando algunas capacidades en detrimento de otras
Las aplicaciones y los recovecos de Internet pueden distraernos, romper nuestra concentración, tal como señalaba Carr, pero quizá no en mayor medida que la televisión o unos comics apartaban antaño a un adolescente poco voluntarioso del aburrido estudio. Corregirlo es cuestión de voluntad, de disciplina, de limitar la utilización de Internet a un tiempo y una intensidad razonables. Desde luego, no hay que permitir que los navegadores nos aparten de la lectura de buenos libros o de otras actividades saludables.
Aunque algunos autores hayan encontrado casos claros de efectos negativos, seguramente estos se deban más al abuso que al uso. Con una utilización razonable, es poco probable que la Red afecte negativamente a nuestro cerebro. No obstante, debemos aceptar que, como ha ocurrido a lo largo de la historia, el nuevo invento acabará desarrollando algunas capacidades en detrimento de otras.
Creernos más inteligentes y sabios de lo que somos
Pero existen problemas adicionales en Internet. Mientras la disponibilidad de información ha crecido exponencialmente, la capacidad de la mente humana para procesarla no aumenta en la misma proporción. Existe el riesgo de ahogarse en un torrente de información, algo que los neurocientíficos denominan «sobrecarga cognitiva» y que acontece cuando el flujo de información es tan grande que ya no ayuda a comprender sino que entorpece el entendimiento. Porque no se debe confundir información con conocimiento: es posible estar extremadamente informado pero no ser capaz de organizar, sintetizar y razonar esta información, no poder llegar a la causa y explicación de los acontecimientos.
La profusión de información puede generar una engañosa sensación de sabiduría
Precisamente, esta profusión de información puede generar un espejismo, una engañosa sensación de dominar todas las claves, de poseer toda la sabiduría al alcance de la mano. Incitarnos a creer que adquirimos conocimiento profundo, sin esfuerzo, a un clic de ratón. Puede inducir a confundir la información con el conocimiento, la superficie de los fenómenos con las causas profundas, con su explicación. Sin embargo, Internet muestra evidentes ventajas si se compara con la televisión, otro medio que también genera sensación de falso conocimiento: la Red fomenta en el usuario una actitud mucho menos pasiva que la pequeña pantalla.
Seguramente, y en contra de lo que pensaba Nicholas Carr, Internet no nos hace más estúpidos… pero quizá nos induzca a sentirnos más inteligentes y sabios de lo que somos. La superabundancia de información debe servir, precisamente, para tomar conciencia de lo mucho que ignoramos.
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