El 13 de enero de 1898 L’ Aurore, histórico diario republicano francés, abría su portada con un mordaz artículo escrito por Émile Zola en el que se denunciaba una intolerable intromisión del poder ejecutivo y el ejército francés en el juicio militar en el que el capitán Alfred Dreyfus resultó injustamente condenado. Como Zola puso de manifiesto, a partir de las investigaciones del coronel de inteligencia Georges Picquart, toda la acusación contra Dreyfus se había sustentado en pruebas falsas con la pretensión de imputar al militar alsaciano un delito de traición que en realidad lo que encubría era un antisemitismo rampante en las élites políticas y militares de la Francia de la Tercera República.
Zola, entonces el literato más famoso, no tenía ninguna necesidad de notoriedad ni de verse envuelto en polémicas estériles. Sencillamente arriesgó su reputación y se expuso a un proceso por difamación porque creía en la necesidad de alzar su voz contra un doble peligro que se cernía sobre la Tercera República Francesa: el del antisemitismo y el de la falta de independencia del poder judicial francés, sometido a presiones intolerables desde las instancias políticas.
Hace pocos días hemos conocido que IU-Podemos, socios de gobierno de Pedro Sánchez, han interpuesto una querella por incitación a un delito de rebelión basándose en una nota en Twitter del periodista Hermann Tertsch, actualmente eurodiputado, donde éste menciona el artículo 8 de la Constitución que consagra el papel de las fuerzas armadas como garantes del orden constitucional.
La politización de la justicia, cuya manifestación más palmaria se encuentra en la obscena actuación del gobierno en favor de los condenados por sedición y malversación, está llegando a extremos impropios de un Estado de derecho
Si la acusación no fuera extremadamente grave, pues lleva aparejadas penas de prisión, y además un intento intolerable de cercenar la libertad de expresión de un político de la oposición, este affaire no pasaría de ser un esperpento. Acusar de fomentar el golpismo a alguien que alega que la propia constitución contiene en su articulado mecanismos jurídicos y políticos contra cualquier pretensión golpista parece cuando menos temerario y un ejercicio de mala fe procesal. Sin embargo, la verdadera pretensión de IU-Podemos no es tanto la de evitar un golpe de Estado en ciernes cuanto la de intimidar a la profesión periodística y a la oposición política frente a los indisimulados intentos de este nuevo gobierno de acabar con la independencia del poder judicial en España.
La politización de la justicia, cuya manifestación más palmaria se encuentra en la obscena actuación del gobierno en favor de los condenados por sedición y malversación, está llegando a extremos impropios de un Estado de derecho. En Hermann Tertsch se da una triple condición que lo ha convertido en el objetivo preferente de los ataques de la ultraizquierda española.
En primer lugar, Tertsch proviene de la propia izquierda en la que militó en su juventud. Para la izquierda española no existe la figura del buen traidor de la que hablara el politólogo Bobbio, cualquiera que evolucione hacia posiciones políticas más favorables hacia la libertad o el libre mercado se convierte automáticamente en un “facha” para las huestes izquierdistas.
En segundo lugar, a diferencia de buena parte de nuestros consabidos tertulianos que pueblan los canales de TV españoles y que se limitan a seguir al dictado el argumentario del partido que los ha colocado en el canal de TV respectivo, Tertsch conoce de primera mano aquello de lo que habla. Pocos periodistas tienen el bagaje profesional que Tertsch atesora. Si hay alguien en España que conoce lo que implica el comunismo ese es precisamente Tertsch. Su experiencia como corresponsal de El País, cuando éste era un diario cuya sección internacional era una referencia ineludible, le permitió conocer de primera mano los regímenes comunistas que asolaron media Europa durante buena parte del siglo XX. Tertsch sabe perfectamente cómo un golpe de Estado se puede dar desde el propio aparato gubernamental, algo que ya teorizara Curzio Malaparte, y que ocurrió en la Polonia de principios de los años 80 con el general Wojciech Jaruzelski.
En tercer lugar, Tertsch se ha embarcado recientemente en una nueva aventura política, en este caso en el partido político VOX, convirtiéndose en europarlamentario por esta formación política. Su labor como europarlamentario le ha llevado a denunciar en la eurocámara el tiránico gobierno venezolano y a visitar recientemente la Bolivia post Evo Morales, donde ha tenido la ocasión de conocer de primera mano los estrechos vínculos del anterior gobierno boliviano con los partidos españoles PSOE y Podemos. Algo que seguramente no ha gustado en absoluto a los dirigentes de ambos partidos.
La izquierda española tiene un grave problema con la Constitución de 1978, aunque participó activamente en la redacción de su articulado, nunca se ha sentido plenamente identificada con ésta. Hasta el punto de abjurar de ciertos contenidos del texto constitucional. El artículo 8 que hace referencia al papel de garante de la unidad nacional de las fuerzas armadas es una garantía política de la vigencia de la Constitución. Nuestro texto constitucional se configura como la primera norma del Estado. Para garantizar su supremacía normativa la propia Constitución establece una serie de garantías de tipo jurídico como son la existencia de un Tribunal Constitucional, el control de la legalidad de los actos y disposiciones normativas emanados de los poderes del Estado o los llamados estados de emergencia constitucional del artículo 116. Sin embargo, también contiene una garantía última de tipo político a la que se refiere el artículo 8 y que lejos de ser ese resabio del franquismo que defiende el constitucionalista Javier Pérez Royo, es una disposición que lo que busca es preservar aquello que proclama solemnemente el título preliminar del texto constitucional: la existencia y la independencia de la nación española como sujeto constituyente y soberano.
Disposiciones semejantes existen en muchos otros textos constitucionales del derecho comparado sin que surjan este tipo de polémicas estériles e interesadas. Lo que Pérez Royo y otros constitucionalistas como él vienen a defender con su crítica a los elementos franquistas del texto de 1978 es la vieja tesis que ya defendiera Carl Schmitt en su Teoría de la constitución para quien las constituciones liberales, al basarse en compromisos entre posiciones políticas enfrentadas, contenían dos tipos de disposiciones en los textos constitucionales. Unas que son verdaderamente constitucionales, pues proceden directamente de la voluntad del constituyente, y otras exclusivamente de los partidos políticos que las elaboran y que constituyen meros compromisos dilatorios que no obedecen a la verdadera voluntad del constituyente.
Procesar a Tertsch por mencionar un artículo de la constitución ya es grave y pone de manifiesto que como en el caso de la Francia de la Tercera República, la politización de la justicia es cada vez mayor en España. Sin embargo, mucho más grave y sintomático del estado en que se encuentra el país es la escasa reacción, por no decir la clara cobardía, de la profesión periodística ante lo que constituye un ataque intolerable a la libertad de expresión. La obscena relación de sumisión que mantienen los medios de comunicación en España con los poderes públicos, de cuyos fondos y favores en buena medida se nutren, explica a la perfección esa condición servil de la profesión periodística en España.
Una situación semejante en un país verdaderamente libre habría originado una respuesta contundente por parte de la intelectualidad y la clase periodística, similar a la exhibida por Zola. En España por el contrario la pretendida “intelectualidad”, como ponen de manifiesto año tras año los premios Goya, sólo está para exigir subvenciones y para pedir que cada año los españoles seamos un poquito menos libres con su defensa a ultranza del feminismo más radical, el catastrofismo climático o el globalismo más extremo.