James Burnham (1905-1987) es uno de los grandes teóricos del conservadurismo nacional estadounidense. Fue un profesor de filosofía de la Universidad de Nueva York que empezó siendo un joven militante socialista, muy activo políticamente y amigo de Trosky, y acabó siendo el más acérrimo anticomunista del muy anticomunista Departamento de Estado de los Estados Unidos. Sale retratado extensamente en el libro La CIA y la guerra fría cultural de Frances Stonor Saunders. Allí se nos cuenta que precisamente por haber estado adscrito al comunismo en su juventud conocía bien los puntos fuertes de esta ideología y planteaba combatirla con sus mismos medios, construyendo una propaganda tan briosa o más que la soviética para vencer en un enfrentamiento que además de militar era también cultural. Fue fundamental en la estrategia estadounidense en la Guerra Fría y a él se le debe que la CIA se metiera a medrar en las universidades, el cine, el arte y demás medios de difusión cultural (el libro de Saunders, que es bastante recomendable, cuenta todo esto muy bien).

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Uno de los reproches que le hicieron a Burnham ya en vida sus adversarios neoconservadores es que seguía siendo un marxista en su metodología y en su visión del mundo. Un marxista anticomunista, pero un marxista al fin y al cabo. Y algo de razón tenían. En los libros de Burnham las explicaciones de las realidades políticas hay que buscarlas en las infraestructuras materiales, los procesos históricos están determinados por la economía, y las élites del poder configuran la conciencia de los pueblos por lo que la lucha por liberar esa conciencia es decisiva. Todo muy en la línea del pensador de Tréveris.

Por aquí sabemos bien lo que sucede cuando se tiene un plan para asaltar los cielos, pero no para gestionarlos

Claro que lo que los neocon ven como un flanco por el que atacar tal vez sea su principal fortaleza intelectual, y también la explicación de por qué en estos tiempos de guerras culturales ha vuelto a ser tan vigente. Por un lado, frente al comunismo, como frente a la izquierda en general, hay que entender con Burnham que no se puede entregar aquello que Antonio Gramsci llamó “la hegemonía”, que es el poder de decidir el marco sobre lo que hablamos, sentimos y opinamos. Pero sobre todo, la asimilación marxista que da más potencia al pensamiento de Burnham es la certeza de que las clases sociales existen y sus antagonismos son el motor de la historia. En este caso la lucha decimonónica de proletarios contra burgueses se traslada al siglo XX como el enfrentamiento entre el ciudadano medio estadounidense leal a su país contra la casta endogámica que usurpa el poder en el Gobierno Federal.

Burnham creó escuela como táctico geopolítico, pero también como intelectual que busca las raíces culturales, y hasta si se quiere metafísicas, de las flaquezas del sistema liberal occidental frente a un comunismo que parecía entonces pujante. Su prestigio ha fluctuado; ha pasado varias veces de ser una estrella intelectual a caer en el olvido. Siempre fue el antagonista de los neoconservadores, más globalistas y protolibertarios. Hoy brilla con intensidad y es todo un referente entre la intelligentsia republicana de vía trumpista, y raro es el texto publicado en este ámbito que no contenga referencias explícitas o implícitas a este autor.

Tiene varios libros antisoviéticos publicados después de la Segunda Guerra Mundial (The Struggle for the World, Suicide of the West,…), que en su momento fueron muy leídos por los estadounidenses, impregnados del red scare de la época.  Pero los que más se citan hoy son los dos que escribió durante la contienda: The Managerial Revolution: What is Happening in the World, de 1940, y The Machiavellians: Defenders of Freedom, de 1942.

Las élites gerenciales

La revolución de los directores, como se tradujo en español, no se ha reeditado desde los años cincuenta, pero se puede encontrar en pdf. Es un libro algo espeso y lleno de profecías fallidas, como que por ejemplo Alemania ganaría la guerra, o que la URSS se aliaría con Japón, y otros vaticinios fallidos que no auguraban al autor mucho futuro como adivinador de cartas. Pero su gran hallazgo, por el que todavía perdura su interés, es por la cartografía que hace de una nueva élite gobernante que habría pasado a controlar la totalidad del planeta, la “élite gerencial” (creemos que la traducción española de “manager” por “director” no es muy afortunada).

Sabemos que es un mito que el capitalismo se consolida por sí mismo, necesita del Estado, al menos en su fase inicial. Para que una mercancía vaya de un punto a otro hacen falta carreteras, leyes, y alguien con mando en plaza que meta en cintura a los asaltacaminos. Al principio los que cumplieron con esas tareas fueron húsares y cortesanos. Pero con el tiempo, según se desarrollaba el capitalismo, había más necesidad de ampliar las competencias del poder estatal. Se hizo imperativo pasar a nacionalizar a las poblaciones, abolir fueros y mestas, generalizar servicios médicos entre trabajadores, y sepultar todo lo que de tradicional y orgánico hubiera en las sociedades occidentales. Eso, en suma, que es lo que se ha venido a llamar modernizar el Estado.

La élite capitalista empezó a financiar a una nueva casta de funcionarios que coparon los puestos altos en los nacientes estados liberales (políticos, ingenieros, militares, trabajadores sociales, profesores,…). Las élites gerenciales tuvieron éxito y destruyeron el viejo mundo, consolidando así al capitalismo, pero tras la Primera Guerra Mundial, con la supeditación completa de la economía al Estado, se hicieron prevalecientes. Las élites estrictamente capitalistas, esas de grandes ideas, individualistas de moral puritana, bombín y monóculo, se vieron superadas por sus otrora sirvientes. El siglo XX era ya el tiempo de los grandes estados gerenciales, más centrados en el poder que en el mero capitalismo como fin en sí mismo, que se había quedado como algo propio del siglo anterior.

Según Burnham, que recordemos que escribe en 1941, estos nuevos estados gerenciales tendían a hacerse cada vez más expansivos, tanto vertical como horizontalmente. Y sobre todo demostraban a diario su fabulosa eficacia. Eran capaces de mantener un razonable equilibrio económico y cohesionar a la sociedad. El filósofo neoyorquino vaticinaba que el mundo quedaría cubierto en su totalidad por tres únicos super-estados ideológicamente similares, o sea, gerenciales, colectivistas y no democráticos. Unos nuevos totalitarismos en los que una minoría de gerentes dueños del Estado aplastarían a la clase obrera, dejarían a las clases medias sin propiedad privada ni representación política, y se dedicarían a la ingeniería social y a la guerra permanente.

Según esto, la tan referenciada managerial elite que aparece salpimentando cada video de youtubers conservadores no es exactamente la que describía Burnham, pero entendemos que con este rótulo ellos se refieren a la élite de poder contemporánea que forman los altos funcionarios tanto estatales como transnacionales, los medios de comunicación propiedad de fondos de inversión, los políticos en su conjunto, las ongs globalistas, los activistas de los derechos civiles, y en general todos los mandarines que no dependen de la prosperidad económica para mantenerse en el poder, o que incluso prefieren que las cosas del bolsillo no vayan bien para poder comprar las lealtades de los que peor están con el dinero expropiado a la población productiva.

El otro gran libro de Burnham que todavía tiene bastante repercusión es Los Maquiavelistas: defensores de la libertad, que se ha reeditado hace poco en nuestro idioma en la editorial chilena Olejnik. Curtis Yarvin, por ejemplo, uno de los popes de la tech right, lo tiene por un texto fundacional.  Burnham lo escribió cuando la contienda mundial parecía ya inclinarse hacia los aliados. Se trata de un elogio de Maquiavelo, por ser el primer teórico político que se atrevió a decir claramente cuál era su objetivo verdadero, lograr la unificación de Italia, y no lo encubrió en retórica justificativa. El florentino redujo la política a una lucha desnuda por el poder, sin florituras religiosas o éticas, algo muy moderno y muy loable para Burnham. Sus herederos en el siglo XX, y que coprotagonizan Los Maquiavelistas, son Gaetano Mosca, Vilfredo Pareto y Robert Michels, los tres honestamente maquiavélicos, los tres representantes de la escuela italiana de las élites, y los tres sostienen que la política es una lucha por el poder que además se dirime entre élites a menudo de espaldas al pueblo.

Esta es una obra potente, intelectualmente muy nutritiva; es comprensible que en determinados círculos sea un libro de cabecera. Saunders, en su investigación sobre la Guerra Fría a la que nos hemos referido, cuenta que era un manual de lectura obligatoria para los agentes de la CIA, ya que enseñaba a desenmascarar las ideologías socialistas y verlas como una mera coartada para las ambiciones de poder de la nomenclatura soviética.

Con estas dos lecturas generalizadas entre los cuadros conservadores estadounidenses entendemos entonces que se vean las elecciones presidenciales de noviembre como una lucha entre las élites gerenciales, acantonadas en torno al Partido Demócrata, y las élites capitalistas/tecnológicas, que han tomado partido abiertamente por Donald Trump. Burnham tiene el gran mérito de haber dotado al conservadurismo nacional estadounidense de unos esquemas y una terminología de cierta solvencia. Sus sesgos materialistas, deudores de un marxismo juvenil, le llevan a tener una visión realista, práctica e inmanente de la conquista del poder, poco proclive a esperar que Dios, el Destino Manifiesto, o una Constitución que de alguna manera milagrosa se defiende sola, salven la situación en el último minuto. Burnham llama a la acción concreta para tomar el poder en las coordenadas del realismo, por eso es tan valioso para la derecha.

Pero que sea puntualmente eficaz como manual para hacerse con el bastón de mando no quiere decir que como filósofo político sea de mucha ayuda para mantenerlo. Visibilizar y nombrar a un enemigo hasta entonces subrepticio es un primer gran paso. Pero hay que seguir, hace falta ser propositivos.

Orwelliana

Quien hizo la lectura más interesante de Burnham fue empero George Orwell. La teoría de los tres estados gerenciales es la base de 1984 y el personaje de O´Brien, el alto cargo del Partido Interior que es un ex disidente luego seducido por la genial brutalidad del Gran Hermano, está basado en el propio Burnham. En Opresión y resistencia. Escritos contra el totalitarismo 1937-1946, la reciente selección de textos políticos de Orwell en Debolsillo, podemos encontrar los dos extensos artículos dedicados al estadounidense.

Orwell está influido por Burnham, pero también le critica con mucho tino. De hecho está muy bien que lectores políticamente inquietos de hoy tengan tan presente The Managerial Revolution y The Machiavellians, pero no deberían olvidar las enmiendas orwellianas a ambos libros.

El escritor inglés nos recuerda que Burnham no denuncia en ningún momento la emergencia de las élites gerenciales; es más, saluda fascinado su embestida, que cree inevitable. Como mucho aspira a civilizarlas. Sostiene que hacen falta medidas extremas en estos tiempos tormentosos y recordemos que veía al nazismo como vencedor en la guerra, entre otras cosas, porque sabía administrar mejor el terror. Luego, tras la derrota de Hitler, y siempre según Orwell, será partidario brevemente de Stalin, al que considera “un gran hombre” precisamente por carecer de los más mínimos sesgos humanitarios. Como el O’Brien de 1984, Burnham está enfermizamente fascinado por la imagen de la bota aplastando la cara de la humanidad.

Además, según Orwell, Burnham no es capaz de librarse de “dos axiomas” en sus análisis políticos que lo incapacitan para ser más sólido. El primero es que considera que la política es esencialmente la misma en todas las épocas y lugares, por lo que su esquema será válido siempre y en todo lugar. El segundo es la creencia de que el comportamiento político es distinto de otros comportamientos humanos, o sea, que en los debates de la polis no hay nunca hermandad, amor y virtud.

Lo que puntualmente se puede considerar un sano realismo, pensar que en política prima la lucha por el poder, si se lleva más allá de los momentos constituyentes, o incluso sencillamente no electorales, conduce a errores. Los seres humanos tienen demasiadas aristas, y no todo en ellos es maldad y voluntad de imponerse sobre los otros.  La antropología de Burnham es tan pobre como triste. Además se olvida de que el pueblo no siempre se mantiene en segundo plano, y a menudo sobrepasa a las élites, o como mínimo demuestra ser capaz de pensar por sí mismo. Las élites no son el único sujeto político que hay que tener en cuenta.

Así que podemos concluir que James Burnham es mejor táctico político que pensador sobre las profundidades de la condición humana, pero que desde luego aporta un vocabulario propio y unas líneas de actuación al conservadurismo nacional estadounidense, que es un espacio político que hoy es el mismo que el del trumpismo. No está mal para empezar, pero a partir de noviembre, suceda lo que suceda, tendrán que buscar complementar sus lecturas con las de otros autores. Por aquí sabemos bien lo que sucede cuando se tiene un plan para asaltar los cielos, pero no para gestionarlos.

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