Es muy posible que el mundo occidental no vuelva a vivir un periodo de descubrimientos, avances y auge de la prosperidad de la envergadura del siglo XX. Lo logrado durante ese siglo fue tan extraordinario que sus beneficios no quedaron restringidos al conjunto de naciones occidentales. Se proyecto sobre el resto del mundo.

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Aún a pesar de que los principios, valores y filosofía que en el fondo animaron este gran salto no fueran compartidos, sus éxitos resultaron tan incontestables que hasta las culturas más divergentes acabaron beneficiándose y asumiendo en buena medida sus medios y sus formas. Lo que a su vez trajo consigo un progreso global extraordinario. Miles de millones de seres humanos en todo el mundo pudieron escapar del hambre y de la muerte prematura, dibujando un salto estadístico universal sin precedentes.

Las nuevas generaciones han sido educadas en la negación de la idea de progreso occidental, especialmente en la parte más necesaria para afrontar la nueva competencia: sus principios económicos

Sin embargo, a ese siglo extraordinario le ha acompañado de forma inseparable el epíteto de terrible, de tal suerte que “El terrible siglo XX” es un enunciado ampliamente compartido entre intelectuales, ideólogos y políticos para referirse a ese periodo. El motivo está en sus dos guerras mundiales y el alumbramiento de los totalitarismos, y las matanzas y crímenes de lesa humanidad que trajeron consigo. Estos acontecimientos, sin duda terribles, colocaron bajo permanente sospecha la idea de progreso que animó el mayor salto adelante de la humanidad desde que el hombre existe. Así, lo que llamamos civilización occidental es hoy fuertemente cuestionada, incluso demonizada, desde dentro y desde fuera.

La explotación: una práctica universal

Hoy prevalecen creencias falaces sobre Occidente y sus potencias dominantes, las actuales, como los Estados Unidos, y las pretéritas, como España. Por ejemplo, el esclavismo y la explotación se han identificado como patrimonios exclusivos de la cultura occidental, cuando esto es rigurosamente falso: han sido prácticas universalmente compartidas por casi todas las culturas. De hecho, en algunas tan distintas como la china, el esclavismo estuvo vigente en parte de su territorio hasta bien entrado el siglo XX. Y el periodo de dominación árabe de España no fue como, algunos pretenden presentarlo, un idílico ejemplo de convivencia y civilidad, sino que la península ibérica sufrió la violencia, la explotación y el tráfico de esclavos de sus invasores. También los imperios de la América precolombina practicaban la esclavitud, los rituales con sacrificos humanos y basaban su hegemonía en el sometimiento y explotación de los demás pueblos americanos. Si la historia hubiera sucedido al revés, y los aztecas, los incas o los mayas hubieran descubierto Europa, es seguro que hubieran explotado el continente y esclavizado a sus moradores sin ningún miramiento.

La industria de la esclavitud y la explotación de otros pueblos la han practicado a lo largo de los siglos los seres humanos blancos, marrones, rojos y amarillos. Ocurre que en un momento dado una civilización prevaleció por encima del resto. Si hubiera sido otra, las prácticas de explotación y aprovechamiento de recursos ajenos no habrían sido muy diferentes, incluso podrían haber sido peor, si se tienen en cuenta costumbres y creencias muy arraigadas en algunas de ellas.

Una tendencia de minoritaria a dominante   

Sea como fuere, esta tendencia a deslegitimar a Occidente y su idea de progreso en un principio fue minoritaria, pero a partir de la segunda mitad del siglo XX experimentó un fuerte aumento en el número de sus abanderados. Para finales de ese mismo siglo las magnitudes se habían invertido. Lo que comenzó siendo minoritario acabó por convertirse en la tendencia dominante.

No es tanto que se condenara sin paliativos lo que Occidente representaba, como la cantidad de aspectos que intelectuales, politólogos y expertos empezaron a incorporar a la crítica de Occidente. Esta progresividad acabó minando los fundamentos de la idea de progreso occidental y sembrando el desconcierto, la confusión y un extraño sentimiento de culpa en los propios occidentales, hasta el punto de que un buen número de ellos ha acabado por asociar sus problemas particulares, insatisfacciones y angustias con la idea de progreso occidental. Esto ha dado lugar a un curioso fenómeno: los individuos ahora tienden a identificar sus problemas personales, hasta los más íntimos, como problemas sociales; es decir como problemas estructurales. De esta forma, los sujetos trasladan su responsabilidad al conjunto de la sociedad y tienden a culpabilizar de sus malas decisiones, errores y desidias al orden social y las convenciones imperantes en Occidente.

La inadaptación

Hay un factor emocional en la mente humana que explica esta tendencia de proyectar en los demás el coste de los contratiempos personales. Los seres humanos tenemos una gran facilidad para asumir las mejoras y amortizar sus beneficios. Cuando aumentamos nuestros ingresos, rápidamente encontramos la forma de aprovechar los nuevos recursos. Nos mudamos a una vivienda más grande, cambiamos a un automóvil mejor, matriculamos a nuestros hijos en escuelas, colegios y universidades con un mayor reconocimiento, planificamos vacaciones más interesantes y lujosas, viajamos más, acudimos con más asiduidad a restaurantes, compramos electrodomésticos con mejores prestaciones, adquirimos más ropa y de mejor calidad, etc. En muy poco tiempo interiorizamos el nuevo estatus y nos acostumbramos a él, de tal forma que casi de un día para otro lo hemos amortizado olvidándonos de la situación anterior, como si nunca hubiera sucedido.

Por el contrario, nos cuesta mucho adaptarnos al retroceso y reorganizar nuestra vida respecto de situaciones adversas y recursos decrecientes. De repente, nos encontramos en la tesitura de cambiar nuestros hábitos, de tener que distinguir lo más necesario de los más prescindible. Y aunque esta distinción a priori es sencilla, porque entre llenar la nevera y cambiar de automóvil la lección es clara, la renuncia tiene un impacto anímico que la complica y la hace dolorosa. Así, la adaptación al retroceso nos resulta mucho más complicada, lenta y conflictiva que la asunción de la mejora. Sin embargo, la razón y la experiencia nos demuestran que reorganizarse en la escasez, aprender a ser más eficientes e ingeniosos, es la única manera de volver a la senda de la prosperidad.

Ya no estamos solos

Paradójicamente, el abrumador éxito de Occidente, que como explicaba al principio acontece durante el pasado siglo XX y se proyecta sobre el resto del mundo, ha tenido una consecuencia “inesperada”: colocar a las nuevas generaciones de occidentales ante el desafío de un mundo globalmente mucho más competitivo que el de sus padres y abuelos. Naciones con culturas muy distintas se han desarrollado al calor de la idea de progreso occidental, han incorporado sus conocimientos y avances, especialmente los económicos, industriales y tecnológicos, y han empezado a progresar y crecer a un ritmo superior que sus maestros, lo que está alterando el viejo statu quo de un occidente incontestable.

Los occidentales de hoy ya no son el ombligo del mundo. Ahora se enfrentan a la dura competencia de naciones con economías emergentes, nuevas potencias que pugnan por las materias primas, los recursos energéticos y la influencia geopolítica. Y lo tienen que hacer, además, con una importante desventaja: la concepción y desarrollo de un Estado social de bienestar, fruto de la prosperidad pasada, cuyo peso condiciona de forma dramática su capacidad de competir con potencias emergentes con un equipaje mucho más ligero.

Educados en la negación de la idea de progreso occidental

Para agravar aún más esta desventaja, las nuevas generaciones han sido educadas en la negación de la idea de progreso occidental, especialmente en la parte más necesaria para afrontar la nueva competencia: sus principios económicos. La parte humanista de la cultura occidental se ha desviado, ha derivado hacia la renuncia de la competencia, el señalamiento del enriquecimiento individual como algo ilícito y, en general, la contemplación de las servidumbres del progreso como aberraciones que deben ser neutralizadas con políticas sociales, regulaciones y prohibiciones.

Aquí es donde ese aspecto emocional que explicaba antes, según el cual nos resulta mucho más difícil y conflictivo adaptarnos a una situación de carestía que de bonanza, cobra especial importancia. Esta circunstancia, sumada a la propensión de identificar los problemas particulares como fallos estructurales de la sociedad, está provocando que las nuevas generaciones de occidentales exijan a los gobiernos que abunden en el proteccionismo que precisamente los sitúa en clara desventaja respecto de sus competidores.

Mientras que en las sociedades emergentes los individuos pugnan por ser más competitivos, por desarrollar nuevas capacidades con los que lograr un mayor enriquecimiento individual, un buen número de occidentales, si no la mayoría, demanda medidas que impidan esa competencia porque consideran que promueve una distribución de la riqueza desigual y que, por lo tanto, es injusta. Y es que la vieja concepción de justicia occidental, que se basaba en dar a cada cual lo que merece, ha evolucionado a otra muy distinta: la de que todos deben tener lo mismo, independientemente de los méritos de cada cual.

Romper el círculo vicioso

En la actualidad, las sociedades occidentales se encuentran atrapadas en un círculo vicioso donde la creciente amenaza de la competencia exterior genera una mayor demanda de protección, lo que a su vez debilita aún más a las sociedades occidentales y, en consecuencia, convierte esa competencia en una amenaza mayor. Y así sucesivamente, en una espiral sin fin.

Es evidente que para transformar ese círculo vicioso en otro virtuoso es necesario invertir el planteamiento: animar y promover la competencia en vez de la protección. De esta forma nivelaremos el terreno de juego y nos daremos una oportunidad. Pero para eso es necesario romper con la mentalidad dominante. ¿Cómo hacerlo? Se me ocurre que un buen comienzo sería dar a conocer a los jóvenes una gran verdad. Que esa idea de progreso que ha obrado el prodigio de salvar de la pobreza y de la muerte prematura a miles de millones de seres humanos no sólo ha demostrado ser de una eficacia proverbial, también ha demostrado ser moralmente deseable.

Foto: JESHOOTS.COM

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