Hace unos días leí en El Confidencial un excelente artículo de Ramón González Ferriz que atribuía a la política de Pedro Sánchez el dinamismo de una serie de Netflix, una lógica de episodios presidida por los giros de guion que, de forma presumible, se deben a la necesidad de mantener cautiva a una audiencia suficiente. Creo que la apreciación es muy certera y refleja una característica importante de la forma en que se vive ahora mismo, y no solo entre nosotros, la política.
Pedro Sánchez no ha inventado el formato y me temo que, por mucho que pudiera molestarle, la idea original se ha traído de un lugar que es seguro que Sánchez rechazaría con vehemencia. Trump ha sido el que le ha dado a la fórmula éxito y brillo, pero la cadena no le renovó el contrato en las elecciones presidenciales de 2020 y Trump está empeñado en volver a la gran pantalla con nuevos episodios que repetirán esencialmente lo visto pero siempre con la emoción garantizada.
Los entusiastas de la representación no cesan de aplaudir cualquiera de los episodios, lloran si Sánchez amenaza con abandonarlos, se lanzan a las calles a mostrar la furia contra los demonios del fascismo, y saltan como locos cuando comprueban que Sánchez resiste y se apresta a proseguir con más fuerza, si cabe
Desde que el PSOE liderado por Sánchez logró sacar de la Moncloa a un Rajoy cuya capacidad de inventiva estaba muy tocada, España ha vivido al ritmo de las ocurrencias de Sánchez y éste ha demostrado una capacidad para improvisar y sorprender que está muy por encima de la media no ya española sino universal. Para mí que Trump si pudiese dedicar unos minutos a contemplar la escena española encontraría motivos de inspiración.
La chistera de nuestro presidente ha convertido la política en un espectáculo al que no se pide ni coherencia ni sentido porque basta que el público que paga la butaca se entregue al dramatismo fingido de la pieza cuyo único argumento sólido es la lucha contra el maligno, el intento de evitar que la derecha-la derecha extrema-el fascismo vuelva por sus fueros y le amargue el festival a los numerosos progres dispuestos a darlo todo en esta vieja pantomima con música que trata de parecer contemporánea pero cuya letra es ya casi centenaria.
Los entusiastas de la representación no cesan de aplaudir cualquiera de los episodios, lloran si Sánchez amenaza con abandonarlos, se lanzan a las calles a mostrar la furia contra los demonios del fascismo, y saltan como locos cuando comprueban que Sánchez resiste y se apresta a proseguir con más fuerza, si cabe. Es un público variopinto con escasa propensión a cuestionar su moral, que estiman la única decente, porque se podría decir que Dios, o la naturaleza para no molestar, no parece que les haya dado una gran capacidad de discernimiento entre la verdad de las historias y los artificios de las narraciones.
Lo único que le piden a Pedro Sánchez es que la serie continúe, que no se pare la función y Pedro Sánchez responde con una sucesión continua de sorpresas que, enhebradas con cierta habilidad, producen la sensación de un progreso continuado hacia una meta ideal, inalcanzable, casi infinita. No se trata de un drama costumbrista sino de ficción política constante que se enhebra al hilo de un desafío continuado frente a lo convencional, lo rutinario, frente a los embelecos que el fascismo quiere hacer pasar por la realidad. Los efectos especiales nunca están ausentes porque la productora no repara en gastos y tan pronto se habla de que la economía española va como un cohete como de que el procès catala ha perecido a golpe de besos en la boca, de cariño fraternal y por la capacidad de sanación de un pasado pleno de errores que, como es natural, corrieron a cargo de la derecha.
El escenario de la serie no es castizo, es internacional porque Sánchez luce sus maneras por el ancho mundo y lo mismo acompaña a Biden en un paseo breve, pero reflexivo, que le canta las cuarenta a Netanyahu, o resuelve de una buena vez el contencioso del Sahara sometiendo a nuestro amable vecino, el Sultán del sur, a los designios sanchistas sin que el afectado apenas ose rechistar. Lo de Milei ha sido una generosa propina porque nunca se debe desaprovechar la oportunidad de exagerar para que no decaiga el dramatismo de la serie, sobre todo cuando se pone en duda la generosa conducta de la simpática heroína principal.
González Ferriz insinúa que la serie se podría estar haciendo demasiado larga y que habrá quien ceda a la tentación de dejar de verla. Me permito discrepar de tales temores porque la serie podrá seguir bastante tiempo si el protagonista y director es capaz, como en el tren de Los Hermanos Marx en el Oeste, de seguir echando la madera del escenario a la caldera, y apostaría a que nuestro Groucho no vacilará en el propósito, pero también hay que tener en cuenta otro par de razones nada menores.
En primer lugar, porque los muchos abonados saben que una vez salgan del espectáculo las cosas pueden ser menos divertidas que en la ficción, pero, sobre todo, porque la programación alternativa no acaba de encontrar la aplicación asesina que haga que muchos indiferentes y algunos adictos abandonen la rutina para pasarse a otra historia, una narración más sustanciosa que la tragicomedia sanchista, pero esta historia alternativa todavía está, en buena medida, por escribir.
Los que pretenden que el público dirija su mirada a otras propuestas, cuyo contenido parece que hay que adivinar, insisten en un error garrafal, critican la serie de la Moncloa por incoherente y poco realista, por irresponsable, pero no parecen caer en la cuenta de que esa actitud confirma la lealtad de los convencidos porque hace evidente a sus ojos el peligro del que Sánchez les advierte con tanta vehemencia y, en consecuencia, corren a refugiarse de tales amenazas en los brazos abiertos del gran campeón y a defender la inocencia agredida de su dama, seguro anticipo de venideros episodios.
Foto: JESHOOTS.COM
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