El Poder Judicial siempre fue el menos político de los tres poderes del Estado. Puede que aplicar y ejecutar la ley no requiriese de ningún calambur ideológico, simplemente con una subsunción imparcial se dejaba el asunto resuelto. Ilustres aquellos tiempos de formalismo jurídico donde en caso de A se aplica B y la lógica deóntica es perfecta y aséptica. Pero es iluso ese sistema proto-positivista de certezas legales e interpretaciones congruentes: existen contradicciones y espacios abiertos de paradoja en el articulado legal que han permitido que la historia de la judicatura se llene de palabras, valores superiores, principios constitucionales, conceptos jurídicos indeterminados, objetivismo moral… que acaban exigiendo al juez ser el Hércules de Dworkin o el juez ponderador de Alexy. Y un juez, solo es un juez: interpreta y aplica la ley discrecionalmente, bajo independencia e imparcialidad.

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¿Qué sucede cuando el “caso difícil” está en el mismo órgano de gobierno de Jueces y Magistrados para, precisamente, garantizar su independencia judicial? Me refiero al conflicto con el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y su renovación. Los tienen que elegir los representantes políticos pero no lo hacen; mientras aquellos permanecen en funciones. ¿Cómo se resuelve? Esto no es una cuestión sobre falta formal de separación de poderes, sino material. Montesquieu ya percibió en El Espíritu de las Leyes que, pese a una separación de poderes estrictamente diseñada, no podrían escapar del concepto de discrecionalidad administrativa que abunda en las bambalinas de “lo que se ve”. Para hacer una idea, en España, a partir de 1978 se configuró al CGPJ como un órgano entre jueces, y a partir de la década de los ochenta como un órgano de jueces elegidos por políticos.

Nos encontramos con una Constitución Formal que declara, reconoce, garantiza… y una Constitución Material donde los operadores jurídicos utilizan los sesgos, necesidades a corto plazo e intereses para sobrevivir en la estructura pública a cambio de relativizar todo

¿A qué obedece dicho cambio? Interpretación legal puramente utilitarista. Y parece acertada la lógica: si el máximo intérprete de la Constitución, el Tribunal Constitucional, no forma parte del Poder Judicial y es elegido por los partidos políticos integrantes de las Cámaras, la Constitución dice lo que dicen ellos. Los jueces quedan así como una pelota de tenis, que va de un lado a otro del espectro ideológico chocando alguna vez en la red de la independencia permitiéndose algunos el lujo de plantear cuestiones de inconstitucionalidad o escribir hilos de Twitter bajo cuenta anónima.

Lo que quiero decir con esto es que ni el CGPJ supone la garantía de la independencia judicial ni existen mecanismos de garantía para que un juez no sea arbitrario o discrecional. A los hechos me remito. Es cierto que existen figuras como el criterio de la segunda instancia, pero obedece a un paso de perfeccionamiento procesal, se quiere así pronunciar más el derecho a la tutela judicial efectiva y ahondar en la exteriorización de los esfuerzos del aparato público en la motivación de resoluciones. Más allá de eso lo único que el Poder Judicial dispone es la independencia judicial, que sus carreras profesionales no dependan de intereses políticos o partidistas. Pues bien, dependen de ellos. ¿Cómo se resuelve este caso difícil? ¿Con más Derecho?

La Constitución está llena de principios que son siempre relevantes: para un mismo caso, cincuenta principios aplicables. Es como una adivinanza, cualquier problema puede ser cualquier cosa. El Neoconstitucionalismo ha sabido definir muy bien cómo operan los sujetos e instituciones jurídicas de nuestro tiempo: los constitucionalistas son relativistas morales. El sistema de ponderación de principios es un claro ejemplo, todas las normas son “derrotables” a conveniencia de dicho sistema de balanza donde influye una suerte de “peso” al comparar los principios en pugna; la balanza no existe, es una ficción, es el juez quien pondera, pero el juez no tiene una independencia plena, quedando así la “derrotabilidad” sujeta a quienes nombran y gobiernan a los jueces, el CGPJ, cuyos integrantes son elegidos por Congreso y Senado; influencia de dichas cámaras que se extiende hasta el Tribunal Supremo y, por otro lado, al Tribunal Constitucional.

A todo ello se suma que la Constitución ya no se interpreta por lo que dice estrictamente, sino por el lugar que ocupa dentro del globalismo jurídico y moral: la Declaración Universal de Derechos Humanos, la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea… Sin olvidarnos, por supuesto, de los entresijos geopolíticos, que como diría mi estimado Maquiavelo es la enseñanza secreta en política y creación de leyes del minotauro Quirón sobre lo animal y lo humano. De esta forma nos encontramos con una Constitución Formal que declara, reconoce, garantiza… y una Constitución Material donde los operadores jurídicos utilizan los sesgos, necesidades a corto plazo e intereses para sobrevivir en la estructura pública a cambio de relativizar todo lo anterior con apoyo en el Poder Judicial. No existe garantía normativa para nadie ni nada, todo se hace bajo conveniencia argumentativa legal y judicial. Ahora sí, ahora no, ahora sí, ahora no. Ahora le toca al CGPJ y la elección de sus vocales y presidente. Nos hacemos los sorprendidos, como si el engaño que todos sabíamos fuese tan evidente que es intolerable por su evidencia flagrante y no por otra cosa.

Se ha sujetado tanto al Poder Judicial con la educación y lealtad del mayordomo que tratan de encontrar justicia con los pocos recursos que les dejan: palabras y más palabras, interpretación y más interpretación, ponderación y ponderación.

Tal vez, como si fuésemos jueces, si ponderásemos el conflicto del CGPJ preponderaría la dimensión de lo justo sobre la dimensión de lo jurídicamente válido y el conflicto desaparecería (los jueces eligen a los integrantes y no los políticos: principio de independencia e imparcialidad judicial, incluso el principio de eficacia de la Administración, habida cuenta de la demora electiva), pero en este caso ese argumento es “derrotado” por un firme método de subsunción (en la ley no pone eso: gana el principio de legalidad); nuevamente todo bajo conveniencia argumentativa para el político, que para eso nombra y para eso el método ponderativo sirve como “todo vale” y puede desaparecer cuando se desee. La Constitución Española parece convertirse materialmente en la carta foral que decía Ganivet: “El ideal de todos los españoles es que llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana”. En ese artículo único, si acercamos los ojos pone en letra muy pequeña: ponderación. La falta de separación formal de poderes no ha de ser el único punto de análisis; el método de ponderación judicial es uno de sus subterfugios, nublando a la interpretación judicial a cambio de pesar principios morales cuyo mayor atributo se debe al color político que eligió al aplicador de la ley y la Constitución.

Foto: Chris Brignola.


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