Hace tiempo que tengo pendiente una reflexión que podríamos llamar “Desmontando España”. No sé que formato darle, ni la extensión. Tampoco el título está decidido. No sé si tendré tiempo para investigar un poco, recabar datos o bibliografía y así poder darle forma de libro o simplemente, como hoy, pondré negro sobre blanco algunas pinceladas de las ideas que tengo en mi cabeza para de forma efectiva, sistemática y estructurada desmontar la mastodóntica administración española. Lo cierto es que España es, en estos momentos críticos, un obeso mórbido burocrático, sin capacidad de reacción.

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Son muchas las circunstancias y noticias que estos días de encierro me han llevado a plantearme de nuevo esta idea, máxime cuando son legión los ciudadanos y analistas que yerran en el diagnóstico y, por lo tanto, en el tratamiento a aplicar. Se avecina, según todos los augurios, una crisis de proporciones extraordinarias y parece razonable que nos planteemos si las estructuras de nuestro país están mínimamente preparadas o, al menos, si hemos caído ya en la cuenta de la pésima salud del sistema y, en consecuencia. qué deberíamos hacer para preparar mínimamente nuestra estructura.

El horizonte que tenemos a la vista, con caídas del PIB del orden del 20 por ciento o más y un desempleo que duplicará el actual, obliga a una actuación decidida y precisa destinada a aligerar la nómina estatal

A nivel económico, España no tiene mayores problemas en cuanto a organización territorial. Puede compararse fácilmente el gasto de países centralizados con el de países descentralizados como el nuestro y concluir que éste depende mucho más de una gestión eficiente que de la división territorial. De hecho, en general, suelen ser más eficientes los sistemas descentralizados que los centralizados. Con frecuencia la centralización no es más que un cuello de botella que impide a la acción humana fluir. Lo mismo pasa, por ejemplo, con las monarquías y las repúblicas. Podemos discutir sobre la idoneidad moral de una u otra, pero a nivel institucional y económico, hay repúblicas desastrosas y monarquías ejemplares.

La corrupción o la compra de voluntades a través de subvenciones solo tienen el camino de la ley y del juzgado. Podemos prohibir las subvenciones directamente y para todos, como suelo repetir asiduamente en las redes sociales, sin embargo, seguiremos sin señalar la piedra angular del problema. De hecho, la eliminación de las subvenciones no suprimiría totalmente el derroche aproximado de 25.000 millones de euros que ha venido produciéndose en los últimos años porque muchos de los que se han beneficiado de ellas obligarían a engordar la partida presupuestaria para la prestación por desempleo.

Podemos ser más celosos en la persecución de la corrupción. De hecho, con esta intención se vendió y promulgó la Ley de Contratos del Sector Público allá por el año 2017. No quiero aburrirles con detalles, así que les pondré un ejemplo sencillo. Para un ayuntamiento pequeño, que pueda licitar al año entre medio y un millón de euros en contratos de todo tipo, y suponiendo un nivel de corrupción tal que en todo el contrato hubiera una comisión, pongamos del 3 por ciento que es una cifra que a todos les suena, tendríamos en el peor de los casos unas pérdidas de 30.000 euros anuales. Con la ley mencionada, y admitiendo que es totalmente efectiva para acabar con la corrupción, que no lo es, con esos 30.000 euros no habríamos cubierto los gastos de personal que se generan para poder licitar anualmente todos los contratos necesarios en un ayuntamiento pequeño, conforme se hacía anteriormente. El incremento de burocracia es tal, que se hacen necesarias una o dos personas más para poder seguir con el ritmo normal de trabajo de un pequeño municipio. No hemos acabado con la corrupción y hemos incrementado el gasto.

Así, se acaba de publicar que el gasto en nóminas funcionariales se incrementó en 2019 en un 5,1 por ciento, hasta alcanzar los 143.063 millones de euros. Súmenle el gasto en pensiones que ascendió a 135.163 millones de euros, con un incremento del 6,30%, y el de desempleo que sumó 17.300 millones, con un incremento del 5,8 por ciento, y tendrán algo más del 23 por ciento del PIB y dos tercios del gasto del Estado. Teniendo en cuenta lo que hemos comentado de las subvenciones el porcentaje del gasto podría elevarse punto o punto y medio más. Un cuarto del gasto del Estado se va en alimentar las bocas que dependen directamente de él, en mayor o menor medida. Tengan en cuenta además que, a los tres millones de funcionarios, tres millones de parados y casi 10 millones pensionistas hay que sumar las familias que de ellos dependen. Más de la mitad de la población de España, probablemente.

He aquí el problema. La mitad de la población Española depende económicamente del Estado. Si a esto le sumamos que el entramado legislativo y burocrático es tal que todos y cada uno de los funcionarios son “imprescindibles” (para atender a la propia burocracia) o que los pensionistas ya han cumplido de sobra con la sociedad y estaría bien dejarlos en la calle, la magnitud de la losa que va a caer sobre nuestras cabezas es pavorosa.

El horizonte que tenemos a la vista, con caídas del PIB del orden del 20 por ciento o más y un desempleo que duplicará el actual, obliga a una actuación decidida y precisa destinada a aligerar la nómina estatal. Desgraciadamente, como ya hemos comentado, la legislación española en nada ayuda a calmar la desazón. Tanto montan las leyes de la función pública como el Estatuto de los Trabajadores o el resto de la legislación laboral. Todo es colesterol que obstruye el sistema vascular del obeso mórbido. Grasa burocrática que impide al Estado moverse con la agilidad y rapidez que la emergencia exige.

Por lo tanto, no solo se trata de eliminar gasto superfluo, que puede eliminarse en gran cantidad. Se precisa una intervención estructural a nivel legislativo que modifique por un lado el funcionamiento de la administración pública, simplificando procedimientos y eliminado todos los trámites prescindibles, que son muchos, y por otro que determine qué funciones públicas han de ser prestadas por funcionarios –el suministro de agua potable, por ejemplo, es una función pública que se presta desde empresas privadas como en la mayoría de países médicos y profesores no son funcionarios–, todo esto acompañado de la flexibilización del mercado laboral, equiparándola a los mercados de otros países donde el desempleo no supera el 5 por ciento.

Además, si fuéramos previsores, buscaríamos formas alternativas de gestionar nuestra pensión particular y nuestro sistema de pensiones estatal, de forma general. Lo mismo se podría decir del desempleo. Las mochilas austriacas y las capitalizaciones individuales de las pensiones son sistemas ya probados para descargar el peso del Estado.

En cualquier caso, las cosas ocurrirán como tengan que ocurrir. El Estado del bienestar es una quimera que adormece nuestros sentidos bajo una falsa sensación de seguridad y cuyas costuras revientan en cuanto cualquier contingencia las pone a prueba. Son incontables las donaciones privadas que se han precisado para que no colapse un ente que se come más de la mitad de nuestro trabajo. Con una caída de los ingresos del 20 por ciento y endeudados hasta las cejas, difícilmente podremos afrontar siquiera los gastos cotidianos, así que no queda otra que poner el Estado a dieta. Pero si además de esta dieta no establecemos un marco de funcionamiento que permita reducir de una vez por todas el elevado desempleo estructural español, estaremos garbellant aigua (cribando agua) como decía mi abuelo.


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