Los resultados de las elecciones catalanas permiten dos tipos de lecturas posible. Una visión macro nos lleva a concluir que la situación en aquella comunidad autónoma es aún más difícil que hace cuatro años, que el constitucionalismo firme ha resultado gravemente debilitado, y que las perspectivas son no ya oscuras sino siniestras. Pero luego está la visión micro, la que se refiere al devenir de las alternativas ‘de derecha’ en el conjunto del país, con el espectacular despegue catalán de Vox, en detrimento de un PP paralizado y un Cs en imparable proceso de derrumbe. Esta lectura lleva a la constatación del fracaso del tan celebrado proyecto político que Casado anunció en la moción de censura.

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La primera conclusión, la macro, era previsible. Si el Gobierno de la nación opta por tolerar, ceder, coquetear e incluso requerir el apoyo político de quienes acaban de dar un golpe institucional, y han sido condenados por ello, la única consecuencia posible es que los catalanes a los que tales partidos representan se vean reforzados y mejoren sus resultados.  Por otro lado, es también lógico que el desánimo ante la debilidad gubernamental frente al separatismo desanime el voto de una parte de los catalanes constitucionalistas, máxime en un entorno de riesgo pandémico.

Si ya en octubre parecía insensato diseñar un proyecto político basado en una fantasiosa hegemonía rotunda del PP en el campo de la derecha que obligara a Vox a brindarle su apoyo gratis, tras las catalanas tal idea resulta un puro delirio

La victoria de Salvador Illa es, indudablemente, todo un éxito para el PSC y para Pedro Sánchez, que es el gran triunfador de los comicios catalanes. Su apuesta por el ‘modelo Frankenstein’ no sólo se ve muy reforzada, sino que aparece, para cada vez más personas, como la única vía posible para la gobernabilidad de España. Lo que es, muy probablemente, un desastre para el país, pero una bendición para quien, como nuestro presidente, tiene como principal aspiración la de conservar el poder a toda costa.

Por otra parte, como acertadamente señaló durante la noche electoral el filósofo Miguel Ángel Quintana, el éxito de Salvador Illa, el ministro con peores resultados sanitarios de toda la Unión Europea y parte del extranjero en la lucha contra el Covid, revela que en los tiempos del relato y la propaganda la ‘buena gestión’ se convierte en un concepto etéreo y manipulable. Susceptible de ser arrastrado por el fango mediático. Sánchez intentó en un primer momento convencer a los españoles de que su labor había sido magnífica, pese a todas las evidencias en contra, pero, con innegable intuición política, a comienzos del verano, cambió de estrategia y optó por delegar las competencias en las comunidades autónomas para que los previsibles fracasos de los demás encubrieran los propios. El resultado es esa pastosa, y tan extendida, sensación de un fracaso global y colectivo del que logra escabullirse aquel que tiene la responsabilidad principal.

Se ha dicho también que los resultados del domingo suponen el fracaso de la política de apaciguamiento. Pero esto merece una matización. Es verdad que si la estrategia de Sánchez buscaba robar votos del campo independentista eso no ha ocurrido, pues todo su incremento puede atribuirse a la quiebra de Ciudadanos. Pero, visto desde otra perspectiva, el éxito de Salvador Illa confirmaría que, en un polvorín como el catalán, la única opción electoral real de los partidos no independentistas es la apelación al diálogo y a una etérea ‘solución política’; es decir, la vía del apaciguamiento. Que ése sea, en realidad, un camino sin salida, que nos aboca a un futuro de gravísima incertidumbre, cuando no directamente al desastre, será el problema de mañana. Pero hoy, por cínico que pueda sonar esto, los números cantan y los trovadores del diálogo podrán cantar desacomplejados las glorias del presente y proclamar que la realidad les da la razón.

El análisis micro, el referido al devenir de ese conglomerado político que viene a resumirse como ‘la derecha’ o ‘las derechas’, no tiene menos importancia que el anterior. En realidad, si me apuran, es más relevante. Porque la lectura más general que acabamos de hacer coincide con bastante precisión con lo que podíamos esperar, o temer, mientras que el espectacular ‘sorpasso’ de Vox al PP y a Cs en Cataluña no estaba tan claro, y muchos daban por sentado que no ocurriría. Con todo, tan importante como la sorpresiva irrupción de Vox como cuarta fuerza en Cataluña (hay que insistir en ello: cuarta fuerza en Cataluña) es la incapacidad del PP no sólo para despegarse de su condición de farolillo rojo, sino para evitar empeorarla, pues ha pasado de 4 diputados a tres, todo un mínimo histórico. Que esto ocurra simultáneamente al desmoronamiento de Cs, que dejó colgando y en busca de nuevo destino nada menos que 30 plazas en el Parlamento catalán, es un fracaso sin paliativos. Un fracaso de Alejandro Fernández, indudablemente, pero, sobre todo, un fracaso monumental del proyecto de Pablo Casado.

Es verdad que los resultados catalanes no son directamente extrapolables al conjunto de España y, por tanto, sería insensato deducir de ellos la certeza de que Vox fuera a superar al PP en unas próximas elecciones generales. Pero lo que sí permiten afirmar, con toda rotundidad, es el fracaso de la estrategia anunciada, con gran éxito mediático, por el líder popular en el debate de la moción de censura contra Pedro Sánchez y que algunos calificaron como ‘giro al centro’. En su momento (El porvenir de la derecha – Disidentia) ya expusimos en estas mismas páginas -y bastante a contracorriente del clima general- que la estrategia esbozada por Casado era suicida, por ajena a la realidad, y que no tenía ningún porvenir. Y los resultados del domingo lo confirman incluso más de lo que yo mismo pudiera sospechar.

Si ya en octubre parecía insensato diseñar un proyecto político basado en una fantasiosa hegemonía rotunda del PP en el campo de la derecha que obligara a Vox a brindarle su apoyo gratis, tras las catalanas tal idea resulta un puro delirio. La alternativa a lo que nos gobierna será con Vox o no será, pese a quien pese, y moleste cuanto moleste, y más nos vale a todo irnos haciendo a la idea para intentar tejer un terreno común de entendimiento.

Y, muy especialmente, más le vale al PP si pretende sobrevivir, porque Vox puede funcionar, al menos durante un tiempo, como partido testimonial que se legitima por su mera presencia y por lo que denuncia, aunque no gobierne en ninguna parte, pero el Partido Popular no se puede permitir ese lujo. Necesita el poder. Así que más vale que deje de dispararse en el pie asumiendo los clichés de la izquierda respecto de la ‘extrema derecha’ o de los ‘discursos del odio’, tan discutibles por otra parte, porque el PP en el corto y medio plazo no tendrá nada que hacer sin Vox, un partido que está demostrando una más que rocosa resistencia frente a las insidias y las campañas difamatorias. Insisto, más le vale al centroderecha irse haciendo a la idea y cambiar el chip.

Foto: Partido Vox.


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