La política tiene una función organizativa que cumple a través de la legislación. La política también tiene una función de diseño social, que se refleja en la concretización de la voluntad política a través de las decisiones de los políticos. Estas funciones de organización y diseño se superponen. La legislación suele ir precedida de una decisión política, y pretende reflejar y guiar la a acción del estado. Las decisiones políticas a su vez, no sólo se basan en la ley, sino que también se implementan desde la particular forma de concebir el estado y su acción de los políticos.

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En el sector cultural, el Estado juega un doble papel: por un lado, interviene – como proveedor de instituciones culturales- directamente en la escena cultural. Por otro lado, como patrocinador principal -mediante el uso de subvenciones-, influye indirectamente en las iniciativas culturales de la sociedad civil.

El Estado no se limita a aumentar mediante las subvenciones el gasto total cultural soportado con el dinero de todos, también altera el paisaje cultural, promocionando y privilegiando aquellos artistas y proyectos culturales que cumplen con los gustos de los políticos y funcionarios de turno

Básicamente subvencionar a la cultura consiste en redistribuir el dinero de los contribuyentes entre aquellos trabajadores de la cultura considerados por las instituciones del Estado (o sus políticos) dignos de subvención. Por lo tanto, los productores culturales se dividen en tres categorías: los receptores de subsidios, los no beneficiarios de subsidios y los que dicen que hacen cultura, pero saben que no es eso lo que hacen. Para los primeros, los subsidios pueden ser rentables, pero no tiene por qué ser así. Los segundos no reciben nada, pero debe cofinanciar a los primeros vía impuestos pagados al fisco. Los terceros okupan un espacio público o privado, no pagan impuestos y confían en la benevolencia del inocente caritativo que pasa por delante y deja un euro en la caja. La consecuencia de estos fenómenos es que los subvencionados aumentarán la producción cultural -o no, depende de lo grande que sean los fondos usados-, los no subvencionados deban reducir su producción cultural ante la imperiosa necesidad de hacer algo con que pagarse la comida -o no, si se convierten en okupas- y los artistas que no lo son se convierten en ejemplo bucólico para todo zángano que además de no querer ser artista, no tiene gana alguna de dar un palo al agua.

Podemos dividir a los consumidores de la cultura también en diferentes categorías, que a veces se superponen entre sí: algunas personas consumen las obras subsidiadas y pueden por lo tanto recuperar parte de los costes que sufrieron vía impuestos. Otras personas jamás consumirán cultura subvencionada, pero tienen que cofinanciarla y por lo tanto tienen menos dinero con el que podrían pagar su consumo cultural favorito. Algunas personas acudirían a las actividades culturales también en el supuesto de que no hubiese intervención del gobierno en forma de subvención. Para estos últimos la cosa cambia relativamente poco, excepto que el apoyo (pago) voluntario requeriría mucha menos burocracia y por lo tanto sería más eficiente y barato. Otros consumidores apoyarían otros proyectos similares a los subsidiados, no sé, un músico diferente de aquél que ha sido certificado como «digno» de subsidio por parte del concejal de turno, por ejemplo. Y, por fin, quedan todas esas personas que harían cosas completamente diferentes con su dinero, como sería pagar la hipoteca de su casa, la letra del coche, unas vacaciones en Turquía… y no son de los que gustan de acudir a un festival de cine o a la entrega de premios al arte.

Interesante es comprobar como el Estado no se limita a aumentar mediante las subvenciones el gasto total cultural soportado con el dinero de todos, también altera el paisaje cultural, promocionando y privilegiando aquellos artistas y proyectos culturales que cumplen con los gustos de los políticos y funcionarios de turno, tal vez porque crean que se trata de arte que representa mejor una ideología similar a la suya, o porque han elegido un movimiento artístico que, para los funcionarios, cumple los requisitos de particularmente hermoso o valioso. Como TODOS los artistas tienen que ganar dinero para comer, se desarrolla en aquellos no subsidiados la necesidad de crear arte «digno de subvención» (es decir, del gusto de quienes otorgan las subvenciones) tienen que ganar dinero para su subsistencia, los posibles mensajes, las posibles ideas a transportar desde las obras culturales pierden pluralidad, dado que se deben adaptar -para permitir que el artista pueda comer- a los criterios establecidos de lo subvencionable.

Dado que no conozco ningún trabajo científico que demuestre que un funcionario o político tenga mejor gusto cultural, por definición, que el común de los mortales, concluyo que la meta real de toda política cultural basada en el reparto de subvenciones no es la promoción de la cultura, sino la implementación de un tipo determinado de cultura: aquél que es del gusto de quien pone la firma tras el correspondiente apartad en el BOE. El consumidor, que también es «contribuyente» (el esquilmado, decían antes) no sólo no puede elegir qué hacer con su dinero, tampoco podrá hacerlo entre diferentes manifestaciones culturales, pues la oferta irá disminuyendo en variedad y calidad, gracias a la encomiable labor de los diseñadores de políticas culturales «para todos».

Mi propuesta: volvamos al mecenazgo. Convirtamos el mecenazgo en algo popular, alejado de la visión elitista de siglos pasados. Cada uno de ustedes puede ser mecenas de ese artista que le fascina. Olvidemos el lema de “la cultura debe ser gratis”, pues sabemos que nada es gratis, y perdamos el miedo a pagar con nuestro dinero aquello que nos gusta, pero sin obligar a hacerlo a quienes no comparten nuestros gustos. Y para los artistas: conviértanse en emprendedores, en empresarios de sí mismos. No sólo se trata de llegar a la fama, o alcanzar reconocimiento, también de hacerlo de forma rentable vendiendo su arte únicamente a quienes saben apreciarlo, quieren disfrutarlo… y pagarán por ello.

Foto: Soviet Artefacts.


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